Las noches que Pablo le
dedicaba al Sabbat, comenzaron a ser aprovechadas por Eufrasio y Fileba, y
cuando llega Pablo el maquinista, podía ir entrando en el sueño sin necesidad
de colocar sobre su cabeza el almohadón como escudo. Mientras tanto, Godofredo
el Diablo comprobaba todos los sábados, la entrada de la pareja en el nidito
del hermano menor del cura, que desconocía cómo el Padre iba poniendo en camino
métodos muy novedosos para la curación de sus complejos concupiscibles.
Godofredo fue un día a
buscar a Pablo a la barra del pueblo, antes de que llegara el cuarto copetín,
que según los griegos era el de la demencia. En el camino hacia el Tres
Suertes, le fue mostrando todo el itinerario de la traición de Fileba. Le
dijo que si lo dudaba podía apostarse por los alrededores y ver a la parejita
entrar muy decidida en la casa del pecado. Pablo se escondió detrás de un
jagüey, y Godofredo en el lateral de la casa más cercana a la puerta, para
rematar en la luz escasa el comprobante de la entrada de los amantes. Cercanas
las diez, con la exagerada sonrisa de la luna creciente, por un atajo oblicuo,
que no era el caminito apisonado que llevaba a la puerta de la casa, la pareja
apareció aligerada por la blancura lunar que les regalaba la palidez del
pecado.
Cuando Pablo el maquinista
comprobó detrás del jagüey, que la verdad, esta vez de acuerdo con la
superstición, lo chupó como un pulpo, se dirigió de nuevo a la barra y se sumó
tal ringlera sin mezcla, que la demencia de muchas cuatro copas multiplicadas
lo llevó a tal gritería que la pareja de la guardia rural se acercó, y al ver
que era Pablo, lo cubrieron con su capota para evitarle el rocío grueso, lo
cuidaron hasta que se convencieron de que la llave describía círculos
mayúsculos, pero al fin anclaba en el punto clave de la cerradura. Con una
estrellita de claridad, se abalanzó sobre el sofá de la sala, donde se había
tomado las primeras fotografías recién casado con Fileba, y allí se hundió en
la marejada oxidada de ese mueble comprado de segunda mano para su boda, pero
que se mantuvo firme en la primera ocasión trágica en que el maquinista Pablo
se derrumbó de veras al poner su demonio al servicio del destino.
Al llegar a este punto
del relato, Cemí se dio cuenta de que Fronesis hacía un esfuerzo para continuarlo,
se le veía por ciertas vacilaciones que iba a entrar en el verdadero remolino
un tanto atemorizado.
-Godofredo el Diablo
rondaba con las uñas las paredes y ventanas, para obtener una mirilla que le
permitiese seguir todo el curso de la pasión… Al fin, en un ángulo inferior de
la ventana, pudo apostar el ojo izquierdo, como ya hemos dicho del ojo del
canon. Como quien contempla una aparición marina por los cañutos de un anteojo,
pudo precisar una extrañísima combinación de figuras. Fileba desnuda, acostada
en la cama lloraba, mostraba toda la plenitud de su cuerpo, pero sin estar
recorrida por el placer, antes bien, parecía tan indiferente como frígida.
Eufrasio sin los calzones y los pantalones, tenía aun puestos la camiseta y la
camisa. De uno de los extremos de la cama se trenzaba una soguilla que venía a
enroscarse en los testículos, amoratados por la graduada estrangulación al
retroceder Eufrasio con una lentitud casi litúrgica. El falo, en la culminación
de su erección, parecía una vela mayor encendida para un ánima muy pecadora. La
cara con una rigidez de quemados diedros, recibía manotazos infernales. Cuando
al fin asaltó la agustiniana razón seminal, la estrangulación testicular había
llegado al máximo que podía soportar el anillamiento, una quejumbre sudorosa
que luchaba por no exhalar ayes desmesurados, temblaba por todo el cuerpo del
enajenado. Fileba lloraba, tapándose la boca para no gritar, pero sus ojos
parecían lanzar fulguraciones de un cobre frío, rayos congelados de una mina de
cobre en una interminable estepa siberiana. Sus ojos parecían los de alción
muerto en un frío tempestuoso, entrando en la eternidad con los ojos muy
abiertos. Con los ojos de una muerta vio a Eufrasio vestirse de nuevo y
abandonar el cuarto sin mirarla siquiera. La lejanía del cuerpo y el orgasmo
doloroso, que el enagenado creía inquebrantables exigencias paulinas, habían
sido logrados a la perfección.
Muy apresurada llegó a su
casa, aun temblaba. Pablo estaba acostado con la luz ya apagada y el almohadón
sobre su rostro. Procuró dormirse, fingió durante interminables horas que lo
lograba, pero comenzó a observar que las manos de Pablo no se cruzaban, como
era su costumbre en los sábados de cansancio nocturno, sobre el almohadón
escudo del rostro. Su inquietud parecía presumir un final no esperado al ver la
flacidez de las manos del que la acompañaba en una última noche. Encendió la
luz. Vio atemorizada cómo la almohada estaba teñida de sangre, la camisa
todavía empapada de agua. La guámpara, al lado del cuelo degollado, comenzaba a
oxidarse con los coágulos de la sangre. Pablo antes de acostarse, para
recuperarse, se había lavado la cara con el agua fresca de la noche. Fileba
tiró del almohadón contra el suelo, pero como una gorgona empapada de un múrice
sombrío, comenzó a extender hilachas y chorros de sangre. Rápidamente encendió
todas las luces, abrió las ventanas de la sala. Sus gritos aun se recuerdan por
algunos desvelados, en la medianoche del Tres Suertes.
Por el amanecer,
Godofredo el Diablo, se deslizó por frente a la casa de Pablo. Toda la
vecinería se agolpaba en la cuadra, aun turbada por los gritos de Fileba. Le
llegaron los comentarios que se tejían en torno al perplejo del suicidio del
maquinista. Se apresuró a irse por la carretera que a medida que se alejaba del
ingenio, la iban envolviendo un ejército indetenible de lianas, que
retrocedían, se curvaban como serpientes verticalizadas. Golpeadas las lianas
por su cintura, silbaban como un viento huracanado. Una, entre todas aquellas
lianas, le hizo justicia mayor, retrocedió, tomó impulso y le grabó una cruz en
el ojo derecho, en el ojo del canon.
Así fue como Godofredo el
Diablo, perdió el ojo derecho y perdió también la razón. Sus caminatas
describen inmensos círculos indetenibles, cuyos radios zigzaguean como la
descarga de un rayo. Cuando llega un abril lluvioso, se echa por las cunetas,
dejando de temblar su cuerpo, el humus le adormece la fiebre. La lluvia
incesante mitiga también las llamaradas de pelo rojo de Godofredo el Diablo,
flor maligna de las encrucijadas.
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