1º edición: elMontevideano Laboratorio de Artes / 2019
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El próximo picnic-bailable lo organizamos en el
bosquecito de la Plaza Virgilio una tarde que decidimos hacernos una rabona
grupal porque era la última semana de clase y ya ni siquiera pasaban lista.
Seguíamos usando el tocadiscos portátil comprado como premio para la rifa con
total irresponsabilidad, porque no nos importaba literalmente nada más que
consagrar la explosión total de la primavera.
Y un rato antes de enterarnos de que habían asesinado a
John Fitzgerald Kennedy Mambita abandonó el jolgorio para caminar sola hasta la
fuente amiboidal que rodea el monumento de Yepes y le alcanzó con ordenarse un
alón azabache torciendo apenas el perfil para que yo supiera que me necesitaba.
-Qué te pasa -me acerqué a las zancadas hasta cubrirla
con mi sombra, y no me sentí feo.
-Todo lo que me dijiste sobre esta escultura me hizo
acordar a lo que para mí hubiera sido el paraíso -demoró en responder con la
tristeza entreazulada por la inmensidad del estuario. -¿Te das cuenta que vos
sos medio judío y tomaste la comunión y a mí no me dejaron disfrazarme de
novia de Jesús?
-¿Tus padres?
-En mi casa manda nada más que la bruja. ¿Sabías que es
una maestra vareliana rabiosa?
-No -disimulé la indignación lamiéndome una encía
lastimada.
-Lo que pasa es que a ella tampoco la dejaron tomar la
comunión. Mi abuelo era un anarquista fanático de Batlle y Ordóñez y no hubo
caso. Aunque Chimba por lo menos me acompañaba a la iglesia cuando mis
compañeras se casaban con Dios.
-Bueno -señalé la estrella que coronaba la Lucha.
-Yo me aburrí mucho haciendo la catequesis. Y a mi hermano le está pasando lo
mismo.
-¿Pero no me dijiste que tenés fe? -se metió en el sol mi
Dama, ajustándose la blusa donde se le transparentaban los pezones aciruelados
enloquecedoramente.
-Yo tengo fe porque mi padre me leía los Salmos y el
Sermón de la Montaña cuando tenía cuatro años. Y también me leía a Herrera y
Reissig y a García Lorca y a Nicolás Guillén. Los aprendí a recitar antes de
saber leer y escribir.
-A veces me das miedo.
-A mí lo que me da miedo es que vengas a bailar a Chez
Carlos. Sos demasiado chica para meterte en ese mundo. Y demasiado linda.
-Capaz que Dios me odia por eso.
-¿A vos te parece que Dios puede odiar a Nuestra Señora,
Mambi?
Y en ese momento el Gato se nos acercó corriendo:
-Asesinaron a Kennedy, loco.
Aquella tarde volvimos todos muy callados al liceo y
parecía que el mundo entero estaba triste, aunque no era por Kennedy.
-Es que del imperialismo podés esperar cualquier cosa
-suspiró Lenin Josef Roux cuando nos sentamos frente a dos grapas en la cantina
del Unión Atlética.
Y yo tuve necesidad de escaparme de este infierno
estrellado por primera vez en mi vida.
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Pochocho Rígoli había nacido en Rivera y era fanático de
la bossa-nova y de Guimarâes Rosa, un genio que yo leí por primera vez
traducido al español en el 68. Todavía guardo el ejemplar de Primeras
historias que editó Seix Barral, totalmente subrayado y releído muchas
veces desde que cumplí los veinte.
-Escuchen esta definición -nos desafió una noche en el
parrillero de casa, versionando como pudo una prosa por momentos casi tan
complicada como la de Finnegans’s Wake. -La vida de un ser humano
entre otros seres humanos, es imposible. Lo que vemos es apenas milagro salvo
mejor razonamiento.
-¿Imposible? -se le hinchó un asombro hosco a mi
padre.
-Yo lo que les digo a mis alumnos es que hacer arte de
verdad es casi imposible, por ejemplo -se retorció los
bigotes como un dandy novecentista Pochocho. -Pero es posible.
-Claro. Siempre que nos caiga del cielo -me animé a
agregar.
-Ese razonamiento me gusta más -se acercó a contemplar
una gigantesca magnolia recién abierta mi viejo. -Y que me perdone Guimarâes
Rosa, pero yo pienso que no tendríamos que usar la palabra milagro. Es
como si desmereciéramos a la mano azul, inédita, de Dios. Porque si la
esperamos siempre aparece. Y triunfa. Aunque nos crucifiquen.
-Suscribo -brindó mi profesor de literatura, besando la
flamante edición de Primeras historias que acababa de comprar en Porto
Alegre.
Y de golpe me acordé que aquella misma noche los padres
de Loreley habían sido invitados a ver al putazo de Pedrito Rico en la putísima
Chez Carlos y que mi Dama podía terminar apretando con el hijo del
magnate puntaesteño y sentí que el mariposerío ventral me formaba un remolino
motorizado por los bombazos.
-Yo te consagro Dios porque amas tanto; / porque jamás
sonríes; porque siempre / debe dolerte mucho el corazón -empecé a frotarme
la tetilla izquierda por abajo de la camisa.
-¿Te sentís bien? -trató de disimular la alarma mi padre.
-¿Pero cómo querés que se sienta si está encajetado hasta
las patas? -se volvió a poner los lentes para buscar otro párrafo de Primeras
historias Pochocho. -Mirá, aquí está perfectamente descrito lo que le pasa
a Cleanto: Aquel pobre hombre descorazonaba. Y tenía miedo y tenía horror
-de tan nuevamente humano. Aquel hombre apiadaba diferentemente -fuera de la
provincia humana.
Y durante un rato nos quedamos contemplando las
prodigiosas magnolias que empezaban a abrirse, porque aquel diagnóstico de mi
adoración que yo ahora estoy copiando del subrayadísimo ejemplar de Seix Barral
parecía haber sido dictado por las estrellas.
-¿Pero te sentís bien, en serio? -insistió mi viejo,
apoyándome una manaza con olor a goma laca sobre el hombro.
-La verdad es que estoy apiadando diferentemente -hice
un esfuerzo sobrehumano para levantarme de la silla de jardín y sonreírle con
fe.
Entonces él me abrazó como si me prepararse para caminar
por arriba del agua, mientras murmuraba su koan preferido del Negro
Jefe:
-No te olvides que con la celeste en el pecho somos
doble hombres, Cleanto.
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Loreley se fue a examen en literatura y me pidió que la
ayudara a prepararse durante un glorioso fin de semana, y el lunes a mediodía
la esperamos con el Gato y las amigas íntimas en la puerta del edificio
principal del Liceo Vaz Ferreira igual que si estuviera compitiendo en una
Olimpíada. Salvó con sobresaliente, por supuesto. Y a la salida Muriel nos sacó
una foto y todos pidieron una copia de aquel testimonio verdaderamente
anti-telenonovelesco donde la muchacha más linda del liceo y el muchacho más
feo del mundo ni siquiera se atrevían a agarrarse la mano.
Después la acompañé hasta la casa y nos sentamos en el
murito de la parada del ómnibus a esperar el 77 porque yo tenía hora con el
dentista y de golpe mi Dama sonrió como un verdugo de buen corazón:
-Estoy segura de que vas a ser un gran poeta, Jerónimo.
-Gracias -le contemplé la turgencia de la boca y los
pezones con un deseo tan voraz y tan extramundano que suspiró encogiéndose como
si la estuviera violando el Espíritu Santo. -Pero lo que yo no querría ser
nunca es tu amigo, Mambita.
-Qué
pena. ¿Y cuando vayamos juntos al Dámaso cómo vamos a hacer para no ser amigos?
No supe qué contestarle.
-Acordate que en Nochebuena
quedamos en encontrarnos un rato con los muchachos en el portón de casa.
-Ah. Pensé que ibas a
pasarla bailando en Chez Carlos con tu nuevo galán.
-No.
Ahora el ratonero anda con Marly Vieira, esa brasilera que aprendió a cantar
llorando como un cocodrilo para lucirse en la televisión.
Y
de repente sacó del bolso el pequeño álbum donde en aquel tiempo se estilaba
despedirse de los compañeros a fin de año y puso una uña en la cuarteta de
Andrés Eloy Blanco que yo le había estampado: No sé si me olvidarás / ni si
es amor este miedo; / yo sólo sé que te vas / yo sólo sé que me quedo.
-¿Qué
quisiste ponerme con esto? -se le crispó una miseria de amor tan
indefensa que no tuve más remedio que acariciarle el dedo, mientras trataba de
disimular una erección monstruosa.
Esta
vez tampoco supe qué contestarle, y para peor la contorsión hizo que el
testículo derecho empezara a zafárseme del escroto.
-Yo
no soy muy buena para la poesía -retiró la mano Mambita de abajo de mi dedazo
mojado como un falo- pero siento lo mismo que vos. Y no sé bien lo que es. ¿A
qué hora tenés que estar en el dentista?
-A las dos.
-Pobrecito. Odio que te
torturen con esas latas.
-Señora
de mis pobres homenajes, / debote amar aunque me ultrajes -me paré
metiéndome la mano en el bolsillo para destrancarme el testículo. -Ahí viene el
77.
-Gracias por el examen,
Cleanto. Me encantó Garcilaso.
-Salid sin duelo,
lágrimas, corriendo -le sonreí desde la calavera.
20
El
12 de enero de 1964 el grupo de 4º H se reunió a mediodía en la Estación
Central para viajar por tren hasta la frontera Río Branco-Yaguarón, desde donde
tomaríamos un ómnibus directo a Porto Alegre.
Yo
llevaba en el bolso de mano un cuaderno verde que titulé Cantos del viaje. Lo
recuperé providencialmente el verano pasado revolviendo el papelerío que
acumulo desde hace décadas y eso fue lo que me decidió a novelar de una vez por
todas la tragicómica historia de mi iniciación mística.
Antes
de revisar los veintidós desahogos que fui descerrajando a vuela pluma durante
una semana encontré en el reverso de la tapa dos líneas impuestas en secreto
por la mujer de mi padre: Un beso grande… / Mami.
Lo
que significaba que en Porto Alegre la cuestión de vida o muerte era apoderarme
de mi otra ella para siempre. O kaput.
Y
según consta en la bitácora del primer texto, a las 14:15 ya había garabateado
un esperpento vallejiano del que vale la pena transcribir tres estrofas: Hubo
estación atrás de mi mano. / Mi madre con los ojos llenos de pájaros, / la
inocencia de mi hermano / encaramándose en la ventanilla, / la sutileza dulcísima
y violenta / de mi progenitor, / el encumbramiento sencillo y vertical / de la
estación, en ruedas de presencia, / este campo que mueve su cola frente a mí /
como una cucaracha complaciente / verde y apurada. // Santa Rosa grita la voz
del guarda. / Las madres acompañantes sonríen / y de todos / se cuelga en el
techo / algo así como una partida de naipes, / procreada, empirista /
sentimental cuando es noche, / invisible también, llenos los naipes / por una
mal disimulada célula nerviosa / envuelta en papel de chocolate. // Dios no
sonríe, porque le duele una pestaña. / Nuestra humanidad colgada e importante /
que llevamos en las valijas / atestadas de beligerancias / le causa la
paráfrasis sentida / del esperar y ver cómo de muchas manos evidentes / se
escapan treintaicuatro palomas / de guantes dedalíticos, transportadores / de
puentes y vías férreas, / trasquilando / la tremenda, santísima ilusión / de la
verdad con cruz de barco, / músculo de viajero, mango y risa. / Miro pasar, y
sigo, un tren.
Una
de las dos madres acompañantes del grupo era la matrona apodada Mimosa.
Y durante las interminables horas de tren en las que yo le fui mostrando a
Loreley cada uno de los textos que me fluían con fuerza de extrasístoles, la
mujer draconífera me junaba la nariz como si no pudiera creer que a aquel
pendejo a quien su hija consideraba un poeta le brotaran sin parar
granos tan asquerosos.
-Fijate
-me animé a rozarle la cintura a mi Dama mientras cruzábamos caminando el
puente fronterizo antes que amaneciera del todo: -Ese es el color del paraíso.
Y
ella contempló el raso todavía estrellado que ardía sobre el horizonte de
Yaguarón y avanzamos varios metros con mi antebrazo todavía apoyado en su alma.
-Precioso
-sonrió. -¿Sabés que cuando se te tuerce un poquitito el ojo izquierdo tenés
algo de Anthony Perkins?
-La
mano azul, inédita de Dios -agregué, contorsionándome para disimular la
erección.
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