martes

EL AMOR ES UN VIAJE (6) - Hugo Giovanetti Viola


1º edición: elMontevideano Laboratorio de Artes / 2019

17

El próximo picnic-bailable lo organizamos en el bosquecito de la Plaza Virgilio una tarde que decidimos hacernos una rabona grupal porque era la última semana de clase y ya ni siquiera pasaban lista. Seguíamos usando el tocadiscos portátil comprado como premio para la rifa con total irresponsabilidad, porque no nos importaba literalmente nada más que consagrar la explosión total de la primavera.

Y un rato antes de enterarnos de que habían asesinado a John Fitzgerald Kennedy Mambita abandonó el jolgorio para caminar sola hasta la fuente amiboidal que rodea el monumento de Yepes y le alcanzó con ordenarse un alón azabache torciendo apenas el perfil para que yo supiera que me necesitaba.

-Qué te pasa -me acerqué a las zancadas hasta cubrirla con mi sombra, y no me sentí feo.

-Todo lo que me dijiste sobre esta escultura me hizo acordar a lo que para mí hubiera sido el paraíso -demoró en responder con la tristeza entreazulada por la inmensidad del estuario. -¿Te das cuenta que vos sos medio judío y tomaste la comunión y a mí no me dejaron disfrazarme de novia de Jesús?

-¿Tus padres?

-En mi casa manda nada más que la bruja. ¿Sabías que es una maestra vareliana rabiosa?

-No -disimulé la indignación lamiéndome una encía lastimada.

-Lo que pasa es que a ella tampoco la dejaron tomar la comunión. Mi abuelo era un anarquista fanático de Batlle y Ordóñez y no hubo caso. Aunque Chimba por lo menos me acompañaba a la iglesia cuando mis compañeras se casaban con Dios.


-Bueno -señalé la estrella que coronaba la Lucha. -Yo me aburrí mucho haciendo la catequesis. Y a mi hermano le está pasando lo mismo.

-¿Pero no me dijiste que tenés fe? -se metió en el sol mi Dama, ajustándose la blusa donde se le transparentaban los pezones aciruelados enloquecedoramente.

-Yo tengo fe porque mi padre me leía los Salmos y el Sermón de la Montaña cuando tenía cuatro años. Y también me leía a Herrera y Reissig y a García Lorca y a Nicolás Guillén. Los aprendí a recitar antes de saber leer y escribir.

-A veces me das miedo.

-A mí lo que me da miedo es que vengas a bailar a Chez Carlos. Sos demasiado chica para meterte en ese mundo. Y demasiado linda.

-Capaz que Dios me odia por eso.

-¿A vos te parece que Dios puede odiar a Nuestra Señora, Mambi?

Y en ese momento el Gato se nos acercó corriendo:

-Asesinaron a Kennedy, loco.


Aquella tarde volvimos todos muy callados al liceo y parecía que el mundo entero estaba triste, aunque no era por Kennedy.

-Es que del imperialismo podés esperar cualquier cosa -suspiró Lenin Josef Roux cuando nos sentamos frente a dos grapas en la cantina del Unión Atlética.

Y yo tuve necesidad de escaparme de este infierno estrellado por primera vez en mi vida.



18

Pochocho Rígoli había nacido en Rivera y era fanático de la bossa-nova y de Guimarâes Rosa, un genio que yo leí por primera vez traducido al español en el 68. Todavía guardo el ejemplar de Primeras historias que editó Seix Barral, totalmente subrayado y releído muchas veces desde que cumplí los veinte.

-Escuchen esta definición -nos desafió una noche en el parrillero de casa, versionando como pudo una prosa por momentos casi tan complicada como la de Finnegans’s Wake. -La vida de un ser humano entre otros seres humanos, es imposible. Lo que vemos es apenas milagro salvo mejor razonamiento.

-¿Imposible? -se le hinchó un asombro hosco a mi padre.

-Yo lo que les digo a mis alumnos es que hacer arte de verdad es casi imposible, por ejemplo -se retorció los bigotes como un dandy novecentista Pochocho. -Pero es posible.

-Claro. Siempre que nos caiga del cielo -me animé a agregar.

-Ese razonamiento me gusta más -se acercó a contemplar una gigantesca magnolia recién abierta mi viejo. -Y que me perdone Guimarâes Rosa, pero yo pienso que no tendríamos que usar la palabra milagro. Es como si desmereciéramos a la mano azul, inédita, de Dios. Porque si la esperamos siempre aparece. Y triunfa. Aunque nos crucifiquen.

-Suscribo -brindó mi profesor de literatura, besando la flamante edición de Primeras historias que acababa de comprar en Porto Alegre.

Y de golpe me acordé que aquella misma noche los padres de Loreley habían sido invitados a ver al putazo de Pedrito Rico en la putísima Chez Carlos y que mi Dama podía terminar apretando con el hijo del magnate puntaesteño y sentí que el mariposerío ventral me formaba un remolino motorizado por los bombazos.

-Yo te consagro Dios porque amas tanto; / porque jamás sonríes; porque siempre / debe dolerte mucho el corazón -empecé a frotarme la tetilla izquierda por abajo de la camisa.

-¿Te sentís bien? -trató de disimular la alarma mi padre.

-¿Pero cómo querés que se sienta si está encajetado hasta las patas? -se volvió a poner los lentes para buscar otro párrafo de Primeras historias Pochocho. -Mirá, aquí está perfectamente descrito lo que le pasa a Cleanto: Aquel pobre hombre descorazonaba. Y tenía miedo y tenía horror -de tan nuevamente humano. Aquel hombre apiadaba diferentemente -fuera de la provincia humana.

Y durante un rato nos quedamos contemplando las prodigiosas magnolias que empezaban a abrirse, porque aquel diagnóstico de mi adoración que yo ahora estoy copiando del subrayadísimo ejemplar de Seix Barral parecía haber sido dictado por las estrellas.

-¿Pero te sentís bien, en serio? -insistió mi viejo, apoyándome una manaza con olor a goma laca sobre el hombro.

-La verdad es que estoy apiadando diferentemente -hice un esfuerzo sobrehumano para levantarme de la silla de jardín y sonreírle con fe.

Entonces él me abrazó como si me prepararse para caminar por arriba del agua, mientras murmuraba su koan preferido del Negro Jefe:

-No te olvides que con la celeste en el pecho somos doble hombres, Cleanto.


19

Loreley se fue a examen en literatura y me pidió que la ayudara a prepararse durante un glorioso fin de semana, y el lunes a mediodía la esperamos con el Gato y las amigas íntimas en la puerta del edificio principal del Liceo Vaz Ferreira igual que si estuviera compitiendo en una Olimpíada. Salvó con sobresaliente, por supuesto. Y a la salida Muriel nos sacó una foto y todos pidieron una copia de aquel testimonio verdaderamente anti-telenonovelesco donde la muchacha más linda del liceo y el muchacho más feo del mundo ni siquiera se atrevían a agarrarse la mano.

Después la acompañé hasta la casa y nos sentamos en el murito de la parada del ómnibus a esperar el 77 porque yo tenía hora con el dentista y de golpe mi Dama sonrió como un verdugo de buen corazón:

-Estoy segura de que vas a ser un gran poeta, Jerónimo.

-Gracias -le contemplé la turgencia de la boca y los pezones con un deseo tan voraz y tan extramundano que suspiró encogiéndose como si la estuviera violando el Espíritu Santo. -Pero lo que yo no querría ser nunca es tu amigo, Mambita.

-Qué pena. ¿Y cuando vayamos juntos al Dámaso cómo vamos a hacer para no ser amigos?

No supe qué contestarle.

-Acordate que en Nochebuena quedamos en encontrarnos un rato con los muchachos en el portón de casa.

-Ah. Pensé que ibas a pasarla bailando en Chez Carlos con tu nuevo galán.

-No. Ahora el ratonero anda con Marly Vieira, esa brasilera que aprendió a cantar llorando como un cocodrilo para lucirse en la televisión.

Y de repente sacó del bolso el pequeño álbum donde en aquel tiempo se estilaba despedirse de los compañeros a fin de año y puso una uña en la cuarteta de Andrés Eloy Blanco que yo le había estampado: No sé si me olvidarás / ni si es amor este miedo; / yo sólo sé que te vas / yo sólo sé que me quedo.

-¿Qué quisiste ponerme con esto? -se le crispó una miseria de amor tan indefensa que no tuve más remedio que acariciarle el dedo, mientras trataba de disimular una erección monstruosa.

Esta vez tampoco supe qué contestarle, y para peor la contorsión hizo que el testículo derecho empezara a zafárseme del escroto.

-Yo no soy muy buena para la poesía -retiró la mano Mambita de abajo de mi dedazo mojado como un falo- pero siento lo mismo que vos. Y no sé bien lo que es. ¿A qué hora tenés que estar en el dentista?

-A las dos.

-Pobrecito. Odio que te torturen con esas latas.

-Señora de mis pobres homenajes, / debote amar aunque me ultrajes -me paré metiéndome la mano en el bolsillo para destrancarme el testículo. -Ahí viene el 77.

-Gracias por el examen, Cleanto. Me encantó Garcilaso.

-Salid sin duelo, lágrimas, corriendo -le sonreí desde la calavera.


20

El 12 de enero de 1964 el grupo de 4º H se reunió a mediodía en la Estación Central para viajar por tren hasta la frontera Río Branco-Yaguarón, desde donde tomaríamos un ómnibus directo a Porto Alegre.

Yo llevaba en el bolso de mano un cuaderno verde que titulé Cantos del viaje. Lo recuperé providencialmente el verano pasado revolviendo el papelerío que acumulo desde hace décadas y eso fue lo que me decidió a novelar de una vez por todas la tragicómica historia de mi iniciación mística.

Antes de revisar los veintidós desahogos que fui descerrajando a vuela pluma durante una semana encontré en el reverso de la tapa dos líneas impuestas en secreto por la mujer de mi padre: Un beso grande… / Mami.

Lo que significaba que en Porto Alegre la cuestión de vida o muerte era apoderarme de mi otra ella para siempre. O kaput.

Y según consta en la bitácora del primer texto, a las 14:15 ya había garabateado un esperpento vallejiano del que vale la pena transcribir tres estrofas: Hubo estación atrás de mi mano. / Mi madre con los ojos llenos de pájaros, / la inocencia de mi hermano / encaramándose en la ventanilla, / la sutileza dulcísima y violenta / de mi progenitor, / el encumbramiento sencillo y vertical / de la estación, en ruedas de presencia, / este campo que mueve su cola frente a mí / como una cucaracha complaciente / verde y apurada. // Santa Rosa grita la voz del guarda. / Las madres acompañantes sonríen / y de todos / se cuelga en el techo / algo así como una partida de naipes, / procreada, empirista / sentimental cuando es noche, / invisible también, llenos los naipes / por una mal disimulada célula nerviosa / envuelta en papel de chocolate. // Dios no sonríe, porque le duele una pestaña. / Nuestra humanidad colgada e importante / que llevamos en las valijas / atestadas de beligerancias / le causa la paráfrasis sentida / del esperar y ver cómo de muchas manos evidentes / se escapan treintaicuatro palomas / de guantes dedalíticos, transportadores / de puentes y vías férreas, / trasquilando / la tremenda, santísima ilusión / de la verdad con cruz de barco, / músculo de viajero, mango y risa. / Miro pasar, y sigo, un tren.

Una de las dos madres acompañantes del grupo era la matrona apodada Mimosa. Y durante las interminables horas de tren en las que yo le fui mostrando a Loreley cada uno de los textos que me fluían con fuerza de extrasístoles, la mujer draconífera me junaba la nariz como si no pudiera creer que a aquel pendejo a quien su hija consideraba un poeta le brotaran sin parar granos tan asquerosos.

-Fijate -me animé a rozarle la cintura a mi Dama mientras cruzábamos caminando el puente fronterizo antes que amaneciera del todo: -Ese es el color del paraíso.

Y ella contempló el raso todavía estrellado que ardía sobre el horizonte de Yaguarón y avanzamos varios metros con mi antebrazo todavía apoyado en su alma.

-Precioso -sonrió. -¿Sabés que cuando se te tuerce un poquitito el ojo izquierdo tenés algo de Anthony Perkins?

-La mano azul, inédita de Dios -agregué, contorsionándome para disimular la erección.

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