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A veces Frank y yo nos
llevábamos bien con Chuck, Eddie y Gene. Pero siempre pasaba algo (generalmente
por culpa mía) y entonces me borraban y también se la agarraban con Frank, por
ser mi amigo. Me gustaba andar con Frank. Íbamos a todos lados haciendo
auto-stop. Uno de nuestros lugares preferidos era un estudio de cine. Para
entrar nos teníamos que arrastrar por abajo de una verja llena de plantas. Y
veíamos el muro enorme que habían usado para hacer la película de King Kong. O
los decorados de las calles y los edificios. Los edificios eran nada más que una
fachada sin nada atrás. Dábamos vueltas por los estudios hasta que nos veía
algún guarda y nos echaba. Entonces nos íbamos haciendo auto-stop hasta la
feria de la playa. En la casa de la risa nos quedábamos tres o cuatro horas. La
conocíamos de memoria. La verdad es que no era nada del otro mundo. La gente
meaba y cagaba adentro y estaba todo lleno de botellas vacías. Y en la letrina
había condones, arrugados y endurecidos. Los vagabundos se quedaban a dormir
allí después que cerraban. La verdad es que la casa de la risa no era nada
divertida. La casa de los espejos era divertida, al principio. Pero enseguida nos
aprendimos el camino que pasaba por entre el laberinto de espejos y ya perdió
la gracia. Con Frank nunca nos peleábamos. Nos interesaban las cosas. Un día fuimos
a ver una película que daban en el muelle sobre una operación de cesárea. Era
terrible. La sangre de la mujer que cortaban saltaba a chorros, y después
sacaban al bebé. A veces íbamos a pescar al muelle y cuando picaba algo se lo vendíamos
a las viejas judías que iban a sentarse allí. Mi padre me dio unas cuantas
palizas por salir con Frank, pero yo igual prefería divertirme porque las
palizas me las iban a dar por cualquier otra cosa.
Con los otros chiquilines
del barrio seguía teniendo líos. Mi padre no me ayudaba para nada. Un día, por
ejemplo, me compró un traje de indio con arco y flechas justo cuando todos los
demás andaban con trajes de cow-boy. Entonces pasaba lo mismo que en el patio
de la escuela: se aliaban contra mí. Me rodeaban con sus trajes de cow-boy y sus
pistolas, y cuando las cosas se ponían feas yo ponía una flecha en el arco para
esperarlos y siempre se asustaban. A mí no me gustaba el traje de indio, pero
mi padre me obligaba a usarlo.
Vivíamos peleándonos con
Chuck, Eddie y Gene, y después nos reconciliábamos hasta que nos volvíamos a
pelear.
Una tarde salí a dar una
vuelta. En ese momento las relaciones con la barra no eran malas ni buenas, y
yo estaba esperando que se olvidaran de la última cosa que había hecho para enfurecerlos.
No tenía otra cosa que hacer. Andar por ahí y esperar. Al final me cansé y me
puse a repechar la colina que iba hacia Washington Boulevard para recorrer los
estudios de cine y después volver por West Adams Boulevard. Y a lo mejor podía
seguir hasta la iglesia. Empecé a caminar y enseguida oí a Eddie.
-¡Vení, Henry!
-¿Qué pasa?
Me acerqué hasta donde la
barra se había juntado a mirar algo.
-¡Hay una araña que está
a punto de comerse a una mosca! -dijo Eddie.
Entonces vi a una mosca
atrapada en la tela que había tejido una araña entre las ramas de un arbusto.
La araña estaba muy excitada. La mosca sacudía toda la telaraña tratando de
escaparse. Zumbaba enloquecidamente sin poder zafar mientras la araña la seguía
envolviendo. La araña era grande y muy fea.
-¡Mirá cómo se acerca!
-gritó Chuck-. ¡Le va a clavar los colmillos!
Entonces los aparté de un
empujón y les pegué una patada a la araña y a la mosca.
-¿Pero qué carajo
hiciste? -dijo Chuck.
-¡Hijo de puta! -se puso
rabioso Eddie-. ¡Cagaste todo!
Yo retrocedí. Hasta Frank
me estaba mirando raro.
-¡Vamos a reventarlo!
-gritó Gene.
Ahora estaban del otro
lado de la calle. Salí corriendo y me metí en el patio de atrás de una casa que
no conocía y me escondí atrás del garaje. Había una cerca llena de enredaderas.
Me trepé y salté. Caí en otro jardín, corrí por el caminero de entrada y salí a
la calle. Cuando miré para atrás vi a Chuck arriba de la cerca. De golpe se
resbaló y se cayó de espaldas.
-¡Mierda! -gritó.
Yo seguí corriendo a lo
largo de siete u ocho manzanas y me senté a descansar en el jardín de una casa.
Ahora no veía a nadie. Me puse a pensar si Frank iba a perdonarme aquello.
Frank y toda la barra. Decidí no volver a verlos por lo menos durante una
semana…
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