11 / LA AUTÉNTICA VIDA DE MATVÉI RODIONICH PAVLICHENKO
¡Paisanos, camaradas, hermanos queridos! Escuchen y mediten en nombre de la
humanidad, la muy auténtica vida del general rojo Matvéi Pavlinchenko. Este
general había sido pastor en Lidino, en la finca del noble Nikitinski y cuidaba
los cerdos de su amo hasta que la vida le concedió un galón y el joven Matvéi
pudo cuidar vacas. Y, quién sabe, si hubiera nacido en Australia nuestro
Matvéi, hijo de Rodion, si no se hubiera elevado hasta los elefantes, y hubiera
cuidado elefantes. Lamentablemente en la provincia de Stavropol no hay de donde
sacar elefantes. Para ser franco, el animal más grande que se encuentra por
aquí es el búfalo, y nuestro pobre paisano no encontraba ningún atractivo en
cuidar búfalos, porque en Rusia a nadie le gusta andar cinchando búfalos. A
nosotros, pobres huérfanos, que nos den un caballo hasta el juicio final, hasta
el último surco cuando el alma salga por las tripas…
Contaba Pavlichenko:
Hete aquí, que yo cuidaba mis animales con cuernos, estaba rodeado de vacas
por todos los costados, la leche me salía por los poros, olía como una ubre
abierta, y los toros grises, color ratón, daban vueltas a mi alrededor para
guardar las apariencias. La libertad reinaba sobre los campos, la hierba
susurraba mansamente sobre el mundo entero, el cielo se abría sobre mí como un
acordeón de múltiple teclado, y el cielo en Stavropol, querida gente, es a
veces muy azul. De esa manera apacentaba el ganado, y como no tenía otra cosa
que hacer, tocaba al viento la flauta, hasta que un viejo me dijo:
-Matvéi, tienes que ir a hablar con Nastia.
-¿Para qué? -pregunté-. ¿Se quieren reír de mí?
-Ve, que ella quiere que vayas.
Y yo fui.
-Nastia -dije, y me puse colorado-. Nastia, ¿te estás burlando de mí?
Pero ella no me dejó terminar y echó a correr delante de mí, y yo fui tras
ella. Corría con todas sus fuerzas y yo tras ella hasta llegar al prado,
muertos, con las caras enrojecidas, sin aliento.
-Matvéi -me dijo entonces Nastia-, hace tres domingos, cuando se abrió la
temporada de primavera de los pescadores y todos fueron a la orilla del río, tú
fuiste con ellos, con la cabeza gacha. ¿Por qué llevabas la cabeza gacha, Matvéi?
¿Tenías algún pensamiento que te oprimía el corazón? Contéstame…
Y yo le contesté:
-Nastia -dije-, no tengo nada que responder. Mi cabeza no es un fusil ni
tiene mira para apuntar, pero tú conoces mi corazón, Nastia. Está vacío de todo
y creo que impregnado de leche. Es terrible que un hombre huela a leche…
Me di cuenta de que Nastia se estremeció al oír mis palabras.
-Que me muera mil veces. -Y se echó a reír, con toda la voz que resonaba en
la estepa como un tambor-. Que me muera mil veces si tú no le echas el ojo a las
señoritas…
Y después de haber dicho esta clase de tonterías durante un tiempo, no
tardamos en casarnos. Y empezamos Nastia y yo a vivir a nuestro modo, y en
cuanto a lo que es necesario saber para eso, lo sabíamos. Teníamos calor durante
la noche, incluso en invierno; íbamos desnudos toda la noche y nos desollábamos
el uno al otro. Vivíamos bien, como diablos, hasta el día que un viejo vino a
verme:
-Matvéi -me dijo-, el amo ha tanteado a tu mujer por todos lados, y va a
terminar por conseguirla…
Y yo:
-No. Y perdona, viejo, pero acaba de una vez, porque te voy a matar aquí
mismo.
Y el viejo se alejó rápidamente. Y yo recorrí a pie más de veinte verstas aquel
día y por la noche caí en la finca de Lidino, en la casa de mi alegre amo
Nikitinski. El viejo carcamal estaba en la sala y examinaba tres sillas de
montar: una inglesa, otra de dragones y otra de cosacos. Y yo me quedé plantado
a su puerta como si hubiera echado raíces y me quedé una hora entera allí
parado sin que pasara nada. Pero al final me miró:
-¿Y tú qué quieres? -me preguntó.
-Quiero la cuenta.
-¿Tienes algo contra mí?
-No, pero quiero la cuenta.
Entonces apartó la vista, tomó un camino indirecto y extendió den el suelo
una manta roja de caballo -más rojas que la bandera de los zares eran sus mantas-,
se plantó encima, sacando pecho, como un gallo.
-Tienes toda la libertad -me espetó desde aquella posición-. Con tu madre y
la madre de tu madre, tan buenas cristianas, hice lo que quise. Puedes
marcharte si quieres, pero ¿no me debés alguna cosita, amiguito Matiúcha?
-¡Ja, ja! -respondí a las risas-. ¡Cómo le gustan las bromas! Usted sí que
es gracioso. Es usted el que tiene deudas conmigo, me debe lo que me he ganado…
-¿Deudas? -preguntó, furioso, me tiró al suelo de rodillas y empezó a darme
patadas al tiempo que me llenaba los oídos con el Padre, el Hijo y el Espíritu
Santo-. ¿El dinero que has ganado? ¿Y el yugo de los bueyes queme rompiste el
año pasado? ¿Dónde está mi yugo?
-Le devolveré el yugo -le contesté y volví hacia él mis ojos francos, de
rodillas ante él, más rebajado que el más bajo de los individuos-. Te lo
devolveré pero no me apremies con las deudas, viejo, y dame un poco de tiempo…
Y bien, muchachos de Stavropol, paisanos míos, camaradas, hermanos tan
queridos, sepan que me hizo esperar cinco años por mis deudas, este noble,
cinco años perdidos de toda perdición hasta el día que recibí la visita del
buen año 18. En potros vigorosos, en caballos kábaros, llegó el año 18. Venía
rico de carga, entonando diversos cantos. ¡Ah, mi querido, mi buen año 18!
¡Festejémoslo juntos, sangre de mi vida, mi buen año 18! Hemos cantado tus canciones,
bebido tu vino, instaurado tu verdad y ya no nos queda más de ti que el puesto
de los escribas. ¡Ah, mi querido! No eran loa escribas los que en aquellos días
recorrían el Kubán y mandaban al cielo las almas de generales. Matvéi Rodiónich
fue herido entonces en Prikumski, sólo a cinco verstas de la finca de Lidino. Y
fui para allí, solo, sin mi destacamento, y entré tranquilo en la sala. Las
autoridades rurales estaban allí sentadas en la habitación y Nikitinski les
obsequiaba su té y los llenaba de amabilidades, pero cuando me vio se le cambió
el semblante. Yo me quité la gorra de Kubán.
-Buen día -saludé a la reunión-, buenos días a todos. ¿Entonces, señor, me
recibe o qué va a pasar aquí?
-Va a pasar en paz y cortesía -me contestó un tipo que a juzgar por su
manera de hablar debía ser un agrimensor-, habrá aquí tranquilidad y cortesía,
pero tú, camarada Pavlichenko, vienes galopando desde muy lejos y traes la cara
manchada de barro. Nosotros, las autoridades rurales, nos impresionamos frente
a una cara como la tuya. ¿Qué te ha pasado?
-Porque ustedes -contesté- ejercen su poder con una sangre demasiado fría,
mientras a mí hace cinco años que un fuego me abrasa las mejillas; me abrasó en
las trincheras y en las marchas, me abrasó frente a una mujer y continuará
ardiendo hasta el juicio final -dije, mirando a Nikitinski con expresión
alegre. Pero él ya no tenía ojos. Apenas dos bolitas en medio de la cara, como
si hubieran venido rodando y se hubiera alineado bajo su frente, y la mirada
empavorecida de esas bolitas de cristal quería perecer alegre…
-Matiúska -me dijo-, recuerda que somos viejos conocidos y mi esposa, Nadejda
Vasssilievna, siempre se portó bien contigo, y tú la estimabas más que nadie,
¿no querrías volverla a ver ahora que a causa de los tiempos que corren ha
perdido la razón?
-Bueno -dije y entramos en otro salón y él se paró a estrecharme primero la
mano derecha y después la izquierda.
-Mi querido Matiúska -me dijo, ¿eres mi destino o no?
-No -respondí-. Y déjate de palabras. Dios nos abandonó. Nuestro destino no
vale nada, y nuestra vida tampoco vale un kopek; deja esas palabras y escucha,
si quieres, una carta de Lenin…
-¿Una carta de Lenin para mí?, ¿para mí, Nikitinski?
-Para ti-. Saqué el diario de servicio, lo abrí por una página en blanco y
empecé a leer, que soy analfabeto hasta la médula-: “En el nombre del pueblo y
para fundamento de una futura vida luminosa, ordeno a Matiév Rodiónich
Pavlichenko que quite la vida a algunas personas, elegidas según su buen juicio
y leal entender…”. Ves -dije-, esta es la carta de Lenin para ti…
Y él a mí:
-¡No! No, Matiúska, nuestra vida pertenece verdaderamente al diablo y en el
estado apostólico ruso hoy la sangre está barata. Recibirás de todos modos toda
la sangre que te corresponde y olvidarás mis miradas moribundas… Pero, ¿no
sería mejor que te mostrara una parte de mi casa?
-Muéstramela -contesté-, tal vez sea mejor…
Y recorrí con él otra vez las habitaciones y bajamos a la bodega. Allí,
Nikitinski quitó un ladrillo de la pared y sacó un pequeño cofre. En él había
anillos, collares, condecoraciones y reliquias recubiertas de perlas. Me lo
arrojó todo y se quedó quieto.
-Es todo tuyo -dijo-, toma las reliquias de los Nikitinski, Matiév, y
vuélvete a tu cubil de Prikumski…
Entonces lo agarré por el cuello y por los pelos.
-¿Y qué hago entonces con mi mejilla? -pregunté-. ¿Qué hacer con mi mejilla,
hermanos míos?
Entonces se echó a reír de sí mismo y ni siquiera intentó escapar.
-Conciencia de chacal, como se dice, y de lo que no se puede escapar. He hablado
contigo como si fueras un oficial de la Rusia zarista. Pero ustedes, ustedes
han sido amamantados con leche de loba. Dispárame, hijo de perra…
Pero no le disparé, no debía hacerlo. Lo llevé a rastras a la sala. Allí
estaba la loca de Nastia Vassilievna, se paseaba con un sable mirándose al
espejo. Y cuando me vio entrar a la sala con Nikitinski, corrió a sentarse en
un sillón adornado en la tapicería con una corona de plumas. Se sentó y me
presentó armas con la espada.
Entonces me puse a patear al señor, a mi señor Nikitinski. Estuve más de
una hora pisoteándolo y en ese tiempo tuve conciencia plena de la vida. Con una
bala, les diría, uno puede desembarazarse de un hombre, con una bala uno le
hace un favor, y para mí eso es abominable. Con una bala no se llega al alma,
ni se consigue ver dónde se manifiesta y cómo lo hace. Pero yo, cuando esto sucede,
no me achico; si llega el caso puedo pisotear al enemigo una hora o más, porque
quiero conocer cómo es la vida y cómo es entre nosotros…
No hay comentarios:
Publicar un comentario