martes

ESTÉTICA DE LA CREACIÓN VERBAL (20) - MIJAIL. BAJTIN


AUTOR Y PERSONAJE EN LA ACTIVIDAD ESTÉTICA (10)

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Hemos analizado el carácter peculiar de la vivencia, dentro de la autoconciencia y en relación con otro hombre, de la apariencia exterior, de los límites externos del cuerpo y de la acción física externa. Ahora hemos de sintetizar estos tres momentos aislados abstractamente en una totalidad única del cuerpo humano, esto es, hemos de plantear el problema del cuerpo como valor. Está claro, por supuesto, que dado que el problema se refiere precisamente a un valor, se distingue netamente del punto de vista de las ciencias naturales: del problema biológico del organismo, del problema psicofísico de la relación entre lo psíquico y lo corporal, y de los problemas correspondientes de la filosofía natural; nuestro problema sólo puede ser ubicado en un nivel ético y estético y en parte en el religioso.

Para nuestro problema, resulta de extrema importancia el único lugar que ocupa el cuerpo en el único mundo concreto con respecto al sujeto. Mi cuerpo es, básicamente, un cuerpo interior, el cuerpo del otro es básicamente un cuerpo exterior.

El cuerpo interior, mi cuerpo como momento de mi autoconciencia, representa el conjunto de sensaciones orgánicas internas, de necesidades y deseos reunidos alrededor de un centro interior; mientras que el momento exterior, como hemos visto, tiene carácter fragmentario y no alcanza independencia y plenitud y, al poseer siempre un equivalente interno, pertenece, gracias a este, a la unidad interior: todos los tonos emocionales y volitivos inmediatos que yo relaciono con el cuerpo se vinculan a los estados y posibilidades internas: sufrimientos, placeres, pasiones, satisfacciones, etc. Se puede amar al cuerpo propio, experimentar hacia él una especie de ternura, pero esto significa sólo una cosa: un permanente afán y deseo de tener aquellas vivencias y estados puramente internos que se realizan a través de mi cuerpo, y este amor no tiene nada esencialmente en común con el amor hacia la apariencia individual de otro hombre; el caso de Narciso es interesante precisamente en tanto que excepción característica y aclaradora de la regla. Se puede vivir el amor del otro hacia uno mismo, se puede querer ser amado, se puede imaginar y anticipar el valor del otro, pero no se puede amar a la propia persona como al otro, de una manera inmediata. Del hecho de que yo me cuide y de la misma manera cuide de la otra persona amada por mí, aun no se puede deducir acerca del carácter común de la actitud emocional y volitiva con respecto a uno mismo y al otro: los tonos emocionales y volitivos que en los dos casos inducen a las mismas acciones son radicalmente distintos. No se puede amar al prójimo como a uno mismo o, más exactamente, no se puede amar a uno mismo como al prójimo; sólo se puede transferir a este todo aquel conjunto de acciones que suelen realizarse para uno mismo. El derecho y la moral derivados de este no pueden extender su existencia hacia la interna reacción emocional y volitiva y sólo exigen determinadas acciones exteriores que se cumplen respecto a uno mismo y deben cumplirse para el otro; pero ni siquiera se puede hablar de una transferencia valorativa interna de la actitud hacia uno mismo al otro; se trata de una creación de una totalmente nueva actitud emocional y volitiva hacia el otro como tal, que llamamos amor y que es absolutamente imposible en relación con uno mismo. El sufrimiento, el miedo por uno mismo, la alegría, difieren cualitativamente del sufrimiento, el miedo por el otro, de la alegría conjunta; de allí que haya una diferencia fundamental en la apreciación moral de esos sentimientos. Un egoísta actúa como si se amara a sí mismo, pero desde luego no vive nada semejante al amor y a la ternura hacia su persona: precisamente estos son los sentimientos que él no conoce. La conservación propia representa un frío y cruel objetivo emocional y volitivo carente de una manera absoluta de toda clase de elementos amorosos y compasivos.

El valor de mi personalidad exterior en su totalidad (y ante todo el valor de mi cuerpo exterior, lo cual es lo único que nos interesa aquí) tiene carácter de préstamo, es construido por mí pero no es vivido por mí directamente.

Así como yo puedo aspirar directamente a la conservación propia y al bienestar, defender mi vida con todos los medios, e inclusive puedo buscar el poder y la sumisión de otros, nunca puedo vivir directamente dentro de mí aquello que representa la personalidad jurídica, porque esta no es sino la seguridad garantizada en el reconocimiento de mi persona por otra gente, vivida por mí como la obligación de esta gente con respecto a mi persona (porque una cosa es el defender la vida de uno  de un ataque real -como hacen los animales- y otra cosa muy diferente es vivir el derecho de uno a vivir y a asegurar la vida y la obligación de otros de respetar ese derecho); igualmente son profundamente diferentes la vivencia del cuerpo de uno y el reconocimiento de su valor externo por otros hombres, mi derecho a la aceptación amorosa de mi apariencia; esta aceptación desciende hacia mí de parte de otros como la bienaventuranza que no puede ser fundamentada y comprendida internamente; sólo es posible la seguridad de este valor, pero es imposible la vivencia intuitiva y evidente del valor externo del cuerpo de uno, y yo sólo puedo aspirar a esta vivencia. Los actos de atención heterogéneos y dispersos por mi vida, amor hacia mi persona, el reconocimiento de mi valor por otra gente, crean para mí el valor plástico de mi cuerpo exterior. Efectivamente, apenas empieza un hombre a vivir su propia persona por dentro, en seguida encuentra los actos de reconocimiento y amor de los prójimos, de la madre, dirigidos desde el exterior: todas las definiciones de sí mismo y de su cuerpo, el niño los recibe de su madre y de sus parientes más cercanos. De parte de ellos, y en el tono emocional y volitivo del amor de ellos, el niño oye y empieza a reconocer su nombre y el de los elementos referidos a su cuerpo y a sus vivencias y estados internos; las primeras y más autorizadas palabras acerca de su persona, que la definen por primera vez desde el exterior, que se encuentran con su propia sensación interna todavía oscura, dándole forma y nombre en los cuales empieza por vez primera a comprender y a encontrarse a sí mismo como algo, son palabras de una persona que lo ama. Las palabras amorosas y los cuidados reales se topan con el turbio caos de la autopercepción interna, nombrando, dirigiendo, satisfaciendo, vinculándome con el mundo exterior como una respuesta interesada en mí y en mi necesidad, mediante lo cual el dan una forma plástica a este infinito y movible caos (10) de necesidades y de disgustos en que para el niño todavía se disuelve todo lo exterior, en que está aun sumergida la futura diada de su personalidad y del mundo exterior que se le opone. Las amorosas acciones y palabras de la madre ayudan al descubrimiento de esta diada, en su tono emocional y volitivo se constituye y se forma la personalidad del niño; se forma en el amor del primer movimiento, su primera postura en el mundo. El niño empieza a verse por primera vez mediante la mirada de la madre y empieza asimismo a hablar de sí empleando los tonos emocionales y volitivos de ella, acariciándose con su primera expresión propia; así, por ejemplo, aplica a su persona y a los miembros de su cuerpo lo diminutivos en un tono correspondiente: “mi cabecita, manita, piernita”, etc.; de esta manera se define a sí mismo y sus estados a través de la madre, de su amor por él, se define como objeto de sus caricias y besos; parecería que valorativamente el niño está conformado por sus brazos. El hombre nunca hubiera podido, desde adentro de sí mismo y sin ninguna mediación del otro amoroso, hablar de sí mismo en diminutivo; en todo caso, estos tonos no definirían en absoluto el tono emocional y volitivo real de mi vivencia propia, de mi actitud interior directa hacia mí mismo, siendo estos tonos estéticamente falsos: desde adentro yo no concibo en absoluto “mi cabecita” ni “mis manitas”, sino que precisamente pienso y actúo con la “cabeza” y la “mano”. Yo sólo puedo hablar en diminutivo acerca de mi persona en relación con el otro, expresando así su real -o deseada por mí- actitud hacia mí.

Notas

(10) El caos que se mueve es la reminiscencia de Tiutchev. Cf. Los versos finales del poema “De qué estás gimiendo, viento nocturno”: “Oh, no despiertes las tormentas dormidas, / ¡debajo de ellas se mueve el caos!...”

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