martes

FRANCISCO "PACO" ESPÍNOLA - DON JUAN, EL ZORRO (55)


Capítulo VII

La pulpería (10)

Ante tamaña entrega, el Vizcacha se olvidó de que alguien podía verlos y salir propalando en el salón que la pulpería estaba con imaginaria. Se rascó la cabeza. Pensó un poco. Alzó despacio todo el brazo y, de golpe, lo bajó hasta las rodillas llevándole todo el cuerpo. Para un ojo observante, tal pronunciada advertencia equivaldría a lo que un grito para un oído.

Esperó el efecto.

Más que infructuosa la maniobra, otra vez. Como si el mismísimo Coronel Puma con su Plana Mayor le estuviera pasando revista, el del sable siguió de estatua. Entonces, con vivacidad, el Vizcacha tornó la cabeza en la dirección que parecía mirar el Recluta. Y al ver lo que vio, a todo lo que daba corrió hacia el horno.

En torno del borde de la tapa con firmeza sostenida por el puntal de la pala de hornear, fugaba en procura del cielo un humo negro.

Pisando el desparramo de cenizas y brasas apagadas, el dueño de casa retiró el sostén, sacó, dificultado por el calor, la tapadera, y a sacudidas desprendió de su reverso las ahora llameantes arpilleras de atascar las rendijas del acople… Por suerte estaba mediado el balde. Entre toses y estornudos, a toda velocidad, metió los trapos en el agua, los sacó y, sin escurrirlos, volvió a aplicarlos a la parte de atrás de la tabla… Y con esta, recelando que la elevada temperatura le hiciera aflojar las manos y largarla con el consiguiente desastre, obtuvo que la tórrida boca quedase otra vez cerrada.

Permaneció mirando si no habría novedad. Después, también se miró las manos, y las llevó a frotarlas bien hundidas dentro del balde. Mientras para secarse se acariciaba con ellas a lo largo de los pantalones, e iba, asimismo, recobrando la calma, de súbito se acordó del Imaginaria. Y dio vuelta y enderezó al charco donde, siempre tieso, permanecía el funcionario policial. Contenido el aliento, esta ya rompía a paso militar para salirle al encuentro, cuando se paró porque antes se paró el otro muy alarmado por el ruido de las nazarenas. Bastó un momento de concentración para que el Recluta interpretara las imperiosas señas que se le ostentaban: Orden de sacarse las espuelas despacito, sin alborotarlas más… Orden de “¡Mucho ojo con el sable!”…

Y se llevó la mano a la visera del quepis, haciendo la venia.

En ascuas bajo la zozobra de que tantas dilaciones permitieran descubrir al vecindario su impuesta solidaridad con el Gobierno -aunque, si no, ¡mirá que lindo!; lo menos, cepo con él, o estaqueada- el Vizcacha, medio encorvado ahora entre un macizo de achiras por no hacerse tan presente, esperaba el cumplimiento de la operación. Vio que, siempre perturbado por el entrometerse del sable, quedaron al fin en el suelo las espuelas del Recluta. Observó cómo este las recogía y las sostenía en vilo; y vio que, con la mano libre siempre tranquilizando el sable contra el cuerpo, quedó como haciéndose retratar.

Entonces el pulpero se dio vuelta, levantó el brazo, lo bajó horizontalizándolo con el sueño para señalar la meta, y se puso en movimiento.

Llegado al umbral de su dormitorio, el Vizcacha dio media vuelta cerrada y, sin sacar los ojos del Recluta, se introdujo de espaldas, muy despacio, cerciorándose a cada paso con el talón de no topar con algún obstáculo. La maniobra se hizo necesaria a fin de que el conducido no le perdiera de vista a su índice hecho palito sobre la boca.

En efecto: fue entonces que el Carpincho ya avanzó en puntas de pie. Pero, entonces, le chirriaban las botas…

Sin dejar su retroceso, el pulpero tuvo que estirarle el brazo y bajarle y subirle a compás la mano bien abierta, para aconsejar que bien, pero bien de plano asentase al marchar toda la planta.

Ya adentro de la habitación también él, el Recluta empezó a a aspirar hondo. Y cual al sonámbulo se le cerraron los ojos.

Era que, a pesar de su puerta trancada, un penetrante olor a manjares fluía del otro cuarto.

A corta distancia, el patrón esperó un momento. Mas en vista de que los párpados del miliciano no se levantaban, tomó la decisión de acercarse, tocarlo y hacerlo recuperar. Le era preciso que el Imaginaria abriera los ojos, ya que él tenía muchas señas que hacerle respecto de cuando se quedara solo. Pero todavía sin establecerse el contacto, el otro ya se puso en condiciones de verlo. Pues había disipado a su arrobo el hacerse presente en sus dos manos el peso de las espuelas y del sable, al que había retirado de su cadenilla cuando no consiguió que se quedara quieto. Buscaba con la vista un sitio donde posarlas de una vez. Antes de llegar al dilatado lecho -ese fue el lugar elegido- casi rueda al trabársele las piernas en una damajuana llenita de vino hasta el tapón, a juzgar por la resistencia que ella opuso.

Callado, es decir: de manos y brazos quietos, el patrón aguardaba, paciente. Hasta que recibió una dócil mirada. Y él pudo, así, iniciar sus recomendaciones. Con el pulgar de su derecha por encima del hombro, empezó refiriéndose a la presencia peligrosamente cercana de las de la cocina, para lo cual hizo, al respectivo costado de la cara, unos avances y retrocesos con aquel dedo. El Recluta tomó la cosa como que el patrón le decía que podía servirse, no más, cuando quisiera, de los manjares que se seguían denunciando a su olfato desde la pieza de al lado. Y pensando que para el pulpero no sería gravoso que de aperitivo, él se bebiera antes alguna cañita, presa de creciente entusiasmo sonrió agradecido y se animó a destacar también bien su pulgar para en seguida volcárselo sobre la boca. Con cabeceos repetidos aprobó, gratamente sorprendido, el propietario. Interpretó que su interlocutor le aseguraba que estuviera tranquilo respecto de las de la cocina; pero que, por su parte, él temía a la posibilidad de la llegada, por el lado del patio, de algún borracho capaz de meterse en el cuarto como la cosa más natural del mundo. Bajo el asombro de advertir tanta previsión de aquel joven militar, el pulpero sonrió con tranquilizadora suficiencia, retrocedió sigiloso hacia la puerta por donde llegaran, y le mostró, fundando en ella el dedo, la gruesa aldaba capaz de aguantar los empujes de un ariete.

No pudo menos el Recluta de hacer una reverencia, creyendo que don Vizcacha le comunicaba que quedaba de dueño de casa. Y como el pulpero estaba hallando bien desinteresada satisfacción al comprobar la penetración del Imaginaria, le empezó a nacer cierta afectuosidad. Midiendo que el sagaz Recluta tal vez debiera permanecer horas y horas encerrado, al mismo tiempo que se prometió llevarle de vez en cuando alguna cañita se puso como cataplasma la mano extendida toda sobre la mejilla, la mantuvo un ratito así y, después, acostó cara y mano hacia el hombro, emparejando afectuosamente los ojos. Significaba así, sin ambages, que le ofrecía su vasta cama para reposar los huesos.

Al punto, y con violencia, el Carpincho sacudió negativamente la cabeza. Pensaba ofrecer absoluta seguridad de que -¡no faltaba más!- de ninguna manera él se daría allí al beberaje hasta el punto de quedar durmiendo la mona.

Después de esto, ambos interlocutores, cada cual mediante una larga sonrisa bien doblada en las puntas, expresaron su perfecto acuerdo y que ya estaba todo dicho. Y mientras de agradecido el Recluta se “cuadraba” haciendo la venia, el propietario abandonó, contento, el recinto y atravesó el patio. Tarareando bajito se aproximó a la cocina. Pero cuando iba a pisar el umbral lo incitaron a seguir de largo los rasgueos de una guitarra desconocida, que desde el salón surgieron más que armoniosos. Y el optimismo que ellos acentuaron le atrajo una rememoración.

-Sin el Peludo -se dijo entonces- y en manos de la sobrina, la pulpería se va al suelo. Lo que es esa Blanqueada va a quedar… ¡negrita!

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