Capítulo VII
La pulpería (10)
Ante tamaña entrega, el
Vizcacha se olvidó de que alguien podía verlos y salir propalando en el salón
que la pulpería estaba con imaginaria. Se rascó la cabeza. Pensó un poco. Alzó
despacio todo el brazo y, de golpe, lo bajó hasta las rodillas llevándole todo
el cuerpo. Para un ojo observante, tal pronunciada advertencia equivaldría a lo
que un grito para un oído.
Esperó el efecto.
Más que infructuosa la
maniobra, otra vez. Como si el mismísimo Coronel Puma con su Plana Mayor le
estuviera pasando revista, el del sable siguió de estatua. Entonces, con
vivacidad, el Vizcacha tornó la cabeza en la dirección que parecía mirar el Recluta.
Y al ver lo que vio, a todo lo que daba corrió hacia el horno.
En torno del borde de la
tapa con firmeza sostenida por el puntal de la pala de hornear, fugaba en
procura del cielo un humo negro.
Pisando el desparramo de
cenizas y brasas apagadas, el dueño de casa retiró el sostén, sacó, dificultado
por el calor, la tapadera, y a sacudidas desprendió de su reverso las ahora
llameantes arpilleras de atascar las rendijas del acople… Por suerte estaba
mediado el balde. Entre toses y estornudos, a toda velocidad, metió los trapos
en el agua, los sacó y, sin escurrirlos, volvió a aplicarlos a la parte de
atrás de la tabla… Y con esta, recelando que la elevada temperatura le hiciera
aflojar las manos y largarla con el consiguiente desastre, obtuvo que la
tórrida boca quedase otra vez cerrada.
Permaneció mirando si no
habría novedad. Después, también se miró las manos, y las llevó a frotarlas
bien hundidas dentro del balde. Mientras para secarse se acariciaba con ellas a
lo largo de los pantalones, e iba, asimismo, recobrando la calma, de súbito se
acordó del Imaginaria. Y dio vuelta y enderezó al charco donde, siempre tieso,
permanecía el funcionario policial. Contenido el aliento, esta ya rompía a paso
militar para salirle al encuentro, cuando se paró porque antes se paró el otro
muy alarmado por el ruido de las nazarenas. Bastó un momento de concentración
para que el Recluta interpretara las imperiosas señas que se le ostentaban:
Orden de sacarse las espuelas despacito, sin alborotarlas más… Orden de “¡Mucho
ojo con el sable!”…
Y se llevó la mano a la
visera del quepis, haciendo la venia.
En ascuas bajo la zozobra
de que tantas dilaciones permitieran descubrir al vecindario su impuesta
solidaridad con el Gobierno -aunque, si no, ¡mirá que lindo!; lo menos, cepo
con él, o estaqueada- el Vizcacha, medio encorvado ahora entre un macizo de achiras
por no hacerse tan presente, esperaba el cumplimiento de la operación. Vio que,
siempre perturbado por el entrometerse del sable, quedaron al fin en el suelo
las espuelas del Recluta. Observó cómo este las recogía y las sostenía en vilo;
y vio que, con la mano libre siempre tranquilizando el sable contra el cuerpo,
quedó como haciéndose retratar.
Entonces el pulpero se
dio vuelta, levantó el brazo, lo bajó horizontalizándolo con el sueño para
señalar la meta, y se puso en movimiento.
Llegado al umbral de su
dormitorio, el Vizcacha dio media vuelta cerrada y, sin sacar los ojos del Recluta,
se introdujo de espaldas, muy despacio, cerciorándose a cada paso con el talón
de no topar con algún obstáculo. La maniobra se hizo necesaria a fin de que el
conducido no le perdiera de vista a su índice hecho palito sobre la boca.
En efecto: fue entonces
que el Carpincho ya avanzó en puntas de pie. Pero, entonces, le chirriaban las
botas…
Sin dejar su retroceso,
el pulpero tuvo que estirarle el brazo y bajarle y subirle a compás la mano
bien abierta, para aconsejar que bien, pero bien de plano asentase al marchar
toda la planta.
Ya adentro de la
habitación también él, el Recluta empezó a a aspirar hondo. Y cual al sonámbulo
se le cerraron los ojos.
Era que, a pesar de su
puerta trancada, un penetrante olor a manjares fluía del otro cuarto.
A corta distancia, el
patrón esperó un momento. Mas en vista de que los párpados del miliciano no se
levantaban, tomó la decisión de acercarse, tocarlo y hacerlo recuperar. Le era
preciso que el Imaginaria abriera los ojos, ya que él tenía muchas señas que
hacerle respecto de cuando se quedara solo. Pero todavía sin establecerse el
contacto, el otro ya se puso en condiciones de verlo. Pues había disipado a su
arrobo el hacerse presente en sus dos manos el peso de las espuelas y del
sable, al que había retirado de su cadenilla cuando no consiguió que se quedara
quieto. Buscaba con la vista un sitio donde posarlas de una vez. Antes de
llegar al dilatado lecho -ese fue el lugar elegido- casi rueda al trabársele
las piernas en una damajuana llenita de vino hasta el tapón, a juzgar por la
resistencia que ella opuso.
Callado, es decir: de
manos y brazos quietos, el patrón aguardaba, paciente. Hasta que recibió una
dócil mirada. Y él pudo, así, iniciar sus recomendaciones. Con el pulgar de su
derecha por encima del hombro, empezó refiriéndose a la presencia
peligrosamente cercana de las de la cocina, para lo cual hizo, al respectivo
costado de la cara, unos avances y retrocesos con aquel dedo. El Recluta tomó
la cosa como que el patrón le decía que podía servirse, no más, cuando
quisiera, de los manjares que se seguían denunciando a su olfato desde la pieza
de al lado. Y pensando que para el pulpero no sería gravoso que de aperitivo,
él se bebiera antes alguna cañita, presa de creciente entusiasmo sonrió
agradecido y se animó a destacar también bien su pulgar para en seguida
volcárselo sobre la boca. Con cabeceos repetidos aprobó, gratamente
sorprendido, el propietario. Interpretó que su interlocutor le aseguraba que
estuviera tranquilo respecto de las de la cocina; pero que, por su parte, él
temía a la posibilidad de la llegada, por el lado del patio, de algún borracho
capaz de meterse en el cuarto como la cosa más natural del mundo. Bajo el
asombro de advertir tanta previsión de aquel joven militar, el pulpero sonrió
con tranquilizadora suficiencia, retrocedió sigiloso hacia la puerta por donde
llegaran, y le mostró, fundando en ella el dedo, la gruesa aldaba capaz de
aguantar los empujes de un ariete.
No pudo menos el Recluta
de hacer una reverencia, creyendo que don Vizcacha le comunicaba que quedaba de
dueño de casa. Y como el pulpero estaba hallando bien desinteresada
satisfacción al comprobar la penetración del Imaginaria, le empezó a nacer
cierta afectuosidad. Midiendo que el sagaz Recluta tal vez debiera permanecer
horas y horas encerrado, al mismo tiempo que se prometió llevarle de vez en
cuando alguna cañita se puso como cataplasma la mano extendida toda sobre la
mejilla, la mantuvo un ratito así y, después, acostó cara y mano hacia el
hombro, emparejando afectuosamente los ojos. Significaba así, sin ambages, que
le ofrecía su vasta cama para reposar los huesos.
Al punto, y con
violencia, el Carpincho sacudió negativamente la cabeza. Pensaba ofrecer
absoluta seguridad de que -¡no faltaba más!- de ninguna manera él se daría allí
al beberaje hasta el punto de quedar durmiendo la mona.
Después de esto, ambos
interlocutores, cada cual mediante una larga sonrisa bien doblada en las
puntas, expresaron su perfecto acuerdo y que ya estaba todo dicho. Y mientras
de agradecido el Recluta se “cuadraba” haciendo la venia, el propietario
abandonó, contento, el recinto y atravesó el patio. Tarareando bajito se
aproximó a la cocina. Pero cuando iba a pisar el umbral lo incitaron a seguir
de largo los rasgueos de una guitarra desconocida, que desde el salón surgieron
más que armoniosos. Y el optimismo que ellos acentuaron le atrajo una
rememoración.
-Sin el Peludo -se dijo
entonces- y en manos de la sobrina, la pulpería se va al suelo. Lo que es esa
Blanqueada va a quedar… ¡negrita!
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