10 / EL JEFE DE LA SEGUNDA BRIGADA
Budionni, con pantalón rojo a rayas plateadas, estaba de pie bajo un árbol.
Acababan de matar al comandante de la segunda brigada. En su lugar, el jefe del
ejército había nombrado a Kolésnikov.
Una hora antes, Kolésnikov era jefe de regimiento. La semana anterior,
dirigía un escuadrón.
Budionni convocó al nuevo comandante. El jefe del ejército le esperaba, de
pie, junto al árbol. Kolésnikov llegó con Almazov, su comisario político.
-Nos están apretando, estos canallas -dijo el jefe del ejército y una
sonrisa flotó en sus labios-. Venceremos o moriremos, no hay otra posibilidad,
¿entiendes?
-Comprendido -respondió Kolésnikov, abriendo grandes los ojos.
-Y si huyes, te fusilo -dijo el jefe. Sonrió y volvió los ojos al jefe de
la Sección Especial.
-A la orden -dijo el aludido.
-¡Deja rodar a la suerte! -gritó, con gran entusiasmo, un cosaco que estaba
cerca.
Budionni dio media vuelta sobre sus talones y saludó al nuevo comandante de
la brigada. Este se llevó cinco dedos enrojecidos de adolescente a la visera, y
cubierto de sudor, se alejó a lo largo de los linderos labrados. Sus jinetes lo
esperaban doscientos pasos más allá. Iba con la cabeza inclinada, agobiado,
moviendo con lentitud sus largas piernas chuecas. La luz del poniente caía
sobre él, roja e irreal como la muerte cercana.
Y de pronto, sobre la extensa llanura, sobre la desnudez amarillenta y
removida de los campos, no vimos más que la espalda estrecha de Kolésnikov, el
movimiento de los brazos y la cabeza caída, con su gorra gris.
Un ordenanza le acercó su caballo.
Kolésnikov saltó sobre el recado y galopó hacia su brigada sin dar vuelta
la cabeza. Los escuadrones lo aguardaban en la carretera general, junto al
camino de Brodi.
Un “hurra” apagado y fragmentado por el viento llegó hasta nosotros.
Alcé los prismáticos y vi al jefe de brigada cabalgando entre nubes de
polvo.
-Kolésnikov se lleva la brigada -comunicó el atalaya desde su puesto en un
árbol encima de nosotros.
-Bien -respondió Budionni; prendió un cigarro y cerró los ojos.
Los “hurras” se apagaron. El cañoneo cesó. En el bosque reventó una granada
extraviada. Y escuchamos el gran silencio de la carga de sable.
-Es un buen chico -dijo el jefe del ejército levantándose-. Busca el honor.
Esperemos que sea lo suficientemente fuerte.
Budionni ordenó que le trajeran su caballo y partió hacia el lugar del
combate. El estado mayor lo siguió.
El azar hizo que yo viera a Kolésnikov aquella misma tarde, una hora
después de que los polacos fueron aniquilados. Cabalgaba al frente de su brigada,
solo, sobre un semental overo y parecía dormitar. Su brazo derecho colgaba de un
cabestrillo. A diez pasos detrás de él, un cosaco llevaba la bandera
desplegada. La cabeza del escuadrón cantaba con indolencia unas coplas
obscenas. La brigada se extendía, polvorienta e interminable, como las carretas
de los campesinos que van a la feria. Detrás de ella jadeaba la banda militar.
Aquella tarde, la actitud de Kolésnikov me hizo acordar a la indiferencia
señorial de los príncipes tártaros, y reconocí la escuela del famoso Kniga, del
tenaz Pavlichenko, del cautivador Savitski.
No hay comentarios:
Publicar un comentario