La pulpería (9)
¿Quién fue el primero que
sospechó la verdad? ¿Cómo demonios comprobó después su certeza? ¿Y a quién se
la confió primero? ¡Vaya uno a saberlo! Y, por otra parte, no tiene importancia
eso. Lo cierto es que hasta los
-¡Barbaridá!-
del anciano Carancho eran
pulsados, desde ese momento, por la circunvalación de la noticia. Concentrado
previamente en torno al Vizcacha, el gran borbollón se transformaba en pequeños
remolinos que esos era la dispersión de los ponchos del público al volver a sus
respectivos apoyos y a sus asientos a poco abandonados.
Quien de nada se enteró
fue el Loro Brasilero dom Pedro. Pagado su gasto, entre un revolotear de
colores, sin ver y sin ser visto por el civil y por el militar de la conjura,
hacía ratos había montado a caballo para enderezar sin apuros hacia la Estancia
donde aquel día tenía resuelto almorzar y hacer siesta. Mirando y mirando las
pasturas, las aguadas, los montes, el estado del ganado, trotaba… Contento, él.
Haciendo algún cálculo, de cuando en cuando. Su sombrero escarlata iba bien a
la nuca. Su parejero, tapado de plata y oro, llevaba montura con baticola.
En el salón, el
barranquero don Pedro, de tanto apretar un recién regalado billete de un peso,
lo tenía hecho trapito. A su lado, sin salir del sopor que le estancaba las
vistas, estaba don Lechuzón, extraviado de sus compañeros en aquel mundo, a su
regreso de una urgente salida que tuvo que hacer a cambiar las aguas. Al
Barranquero le inquietó la accidental compañía. Y se le empezó a zafar con
sigilo; que las horas del día son largas y un peso es mucha plata, sí, pero
siempre que no haya que compartirlo. Y más con un barril sin fondo.
Como el patrón todavía no
había dado autorización para empezar la taba, consciente de que el público se
encandila en la cancha y nadie, mientras le quede un cobre, vuelve a dejarse
ver en el mostrador, el embretamiento hizo necesario que uno de los Charabones
llevara dos mesas más, con sus sillas, al salón. Y que de la cocina se trajera
el banco largo.
De nuevo quedó el
Vizcacha detrás del mostrador. Agarró el lápiz y se lo puso en la oreja. Agarró
el Libro Diario, lo abrió a dos manos y le asomó toda la cara arriba… Retiraba
su lápiz, hacía como que hacía un apunte, lo tornaba a la oreja… Algunas veces
levantaba la vista hacia el techo, la suspendía allí y, ligero, como para no
volver a olvidarse, se ponía otra vez a escribir… Después, sin cerrar el libro,
sin guardar el lápiz, se puso a tararear, a tararear… despacito fue quedando de
espaldas, de espaldas… y se hizo humo.
Al patio, en partes, le
formaba toldo un alto parral de racimos maduros. Al cruzar ante la puerta de la
cocina se detuvo el patrón. Dentro de una bata abollonada y de una pollera como
de miriñaque, con pañuelo blanco a la cabeza, una chancha negra se inclinaba
sobre la enorme olla del fogón en el suelo, revolviendo su potaje. Y una nutria
vieja y otra muchachona, las dos de luto, también tocadas con pañuelos, se
empeñaban ante la mesa poblada de fuentes. Sobre un asiento de masa de pastel
ya posada en los inmensos recipientes, la primera nutria depositaba
cucharonadas de brilloso picadillo y, después, lo extendía. De inmediato la
nutria joven, que trataba de madrina a la mayor, cubría el relleno con nuevas
capas de masa, y a filo de cuchillo les emparejaba los salientes con el
contorno del plato, para disponer al punto en el borde del conjunto un labrado
ribete. Al más mínimo descuido, la ahijada levantaba el hojaldre y, furtiva, se
engullía pasitas de uva o la aceituna, no más, que quedara al descubierto…
De pronto, a esta última
se le fue la guía. Porque, aunque fingió no haber visto al patrón, teníalo
presente de cuerpo entero, recortado en el marco de la puerta como pintado
adentro de un cuadro. Y lo oyó exigir con severidad:
-¡No se me demoren!
Había quedado don
Vizcahca muy satisfecho de la rápida observación; mas él consideraba siempre
que es bueno no dar demasiada tranquilidad a nadie; que esa ha sido la causa de
echarse a perder mucha gente cumplidora.
-Aunque la aglomeración
va a ser mañana -agregó, pero, eso sí, ahora como un padre- ya esta tardecita
la gente que queda lejos empieza a caer a hacer reunión y distraerse hasta la
madrugada, cosa de ser los primeros en refistolear la llegada de los parejeros.
Esos pasteles ya tendrían que estar en el horno. Se sirven calientes, y ya la
gente se me llena con nada.
-Pero mire que en su
cuarto ya usté tiene la primera hornada, don Vizcacha -aclaró la negra al sacar
su pala de la olla y secándose el sudor con el dorso de la manga-. Hicimos
primero los rellenos de natilla y de dulce de zapallo, que cuestan un triunfo
enfriarse. Principalmente los de zapallo, que es un fuego.
-¡Ya sé! ¡Estaría bueno
que recién empezaran! Mañana habrá un mundo para la comida… No me mezquinen el
huevo batido. Bien enchumbado ese hisopo, ¿eh?, así nos quedan lindos de vista…
Iba a seguir hablando
mientras abandonaba la cocina, cuando se interrumpió. Era que, más allá del
jardín del patio, al lado de la batea de abajo del tala, descubrió al ventrudo
Recluta en irreprochable posición militar parado en medio de un charco de
blancuzca agua de jabón.
-¡Mire usted si ese mozo
no podría haber elegido otro sitio para cuadrarse a esperarme! -díjose para sí.
Y retomó el hilo de la conversación de adentro, con las peonas:
-¿Y sacaron los
matambres?
-También ya los tiene
prontos. -Y al tiempo que la negra volvía a hundir la pala en el potaje-: ¡Han
dado un poder al caldo! -agregó- ¡Está, de fuerte, que va a hacer sudar al que
lo tome!
No la oyó don Vizcacha. Y
no sólo porque ya estaba en el patio sino porque la cocinera y él hablaron a la
vez:
-¡Mire dónde, dónde se ha
parado esta autoridá! ¡Si me quedo un rato más, brota!
Pero el paso que avanzaba
hacia el Recluta volvió atrás: y el pulpero, fruncido el entrecejo, se asomó
por segunda vez a la cocina.
-¡Ah! ¡Ojo! Les prevengo
que en las idas a la despensa no tienen nada que procurarse en el dormitorio
-dijo extendiendo los brazos y afirmándose a dos manos en el marco de la
puerta-. Miren que a esa puerta la voy a cerrar de firme. Yo quiero echar una
siesta -confió con intención- y ahora voy a dejar la pieza a oscuras. Que esté
fresquita y que no invada el mosquerío. ¡No me vayan a andar forcejeando la
puerta, les digo!
Fuera ya de la visual de
la cocina, se detuvo. Y por no delatarse a algún mirón si se internaba
demasiado en el patio, hizo señas al Recluta de que se aproximara. Pero este,
en posición de firme, permaneció hecho piedra, rutilantes al sol los trechos no
herrumbrientos del latón del sable, el saco de particular como esponjado por lo
cortón y por lo abultado del vientre y de los bolsillos, el quepis encasquetado
hasta los ojos y hasta la nuca.
En vista del fracaso, el
Vizacacha lo llamó con la mano.
Más que inútil.
-¿Es que me han dejado un
soldado o un ciego?
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