EL TEATRO SAGRADO (8)
En su origen, el happening
intentaba ser la creación de un pintor que, en vez de pintura y tela, cola
y serrín, u objetos sólidos, empleara personas para lograr ciertas relaciones y
formas. Al igual que un cuadro, el happening intenta ser un nuevo
objeto, una nueva construcción introducida en el mundo, para enriquecer al
mundo, para añadirse a la Naturaleza, para afincarse en la vida cotidiana. A
quienes consideran desvaídos los happenings les replican sus partidarios
que una cosa es tan buena como otra. Si algunos parecen “peor” que otros, se
debe, a su entender, a que el espectador está condicionado y tiene sus ojos
extenuados. Los que toman parte en un happening y se sienten a gusto
pueden permitirse considerar con indiferencia el tedio del no participante. El
simple hecho de participar aumenta su percepción. El hombre que se pone el smoking
para ir a la ópera y comenta “Me gusta esta clase de acontecimientos sociales”,
y el hippy que se pone su traje floreado para asistir a un light-show
que dura toda la noche, incoherentemente marchan los dos en la misma
dirección. Acontecimiento, suceso, happening son palabras
intercambiables. Las estructuras son distintas: la ópera está construida y se
repite de acuerdo con principios tradicionales; el light-show se
desenvuelve por primera y última vez según el caso y el ambiente; pero ambas
son reuniones sociales deliberadamente construidas, que buscan una
invisibilidad para penetrar y animar lo ordinario. Quienes trabajamos en el
teatro nos vemos implícitamente desafiados a seguir adelante, al encuentro de
esta hambre. Hay muchas personas que intentan a su modo hacer frente al
desafío. Citaré a tres. Una de ellas es Merce Cunningham. Discípulo de Martha
Graham, ha creado una compañía de ballet cuyos ejercicios diarios son una
continua preparación al shock de la libertad. Al bailarín clásico se le
educa para observar y seguir cada detalle de un movimiento que se le asigna. Ha
acostumbrado su cuerpo a obedecer, su técnica está a su servicio, de modo que,
en lugar de quedar envuelto en la ejecución del movimiento, puede hacer que el
movimiento se desarrolle en íntima compañía con el desenvolvimiento de la
música. Los bailarines de Merce Cunningham, que están perfectamente
adiestrados, usan su disciplina para ser más conscientes de las sutiles
corrientes que fluyen en un movimiento al desenvolverse por primera vez, y su
técnica los capacita para seguir esta elegante presteza, liberada de la torpeza
del hombre no adiestrado. Cuando improvisan -al tiempo que las ideas nacen y
fluyen entre ellas, nunca repitiéndose, siempre en movimiento-, los intervalos
tienen forma y se puede captar la justeza de los ritmos y la verdad de las
proporciones: todo es espontáneo y, sin embargo, hay orden. En el silencio
existen muchas cosas en potencia: caos u orden, confusión o modelo, todo en
estado inculto; lo invisible hecho visible es de naturaleza sagrada y, al
danzar, Merce Cunningham lucha por un arte sagrado. Quizá el escritor más
intenso y personal de nuestra época es Samuel Beckett. Sus obras son símbolos
en el sentido exacto de la palabra. Un símbolo falso es blando y vago, un símbolo
verdadero es duro y claro. Cuando decimos “simbólico” nos referimos a menudo a
algo tristemente oscuro: el verdadero símbolo es específico, la única forma que
puede adoptar una cierta verdad. Los dos hombres a la espera junto al árbol achaparrado,
el hombre que registra su voz en el magnetófono, los dos personajes abandonados
en una torre, la mujer enterrada en arena hasta la cintura, los padres en los
cubos de basura, las tres cabezas en las urnas: todo son puras invenciones,
frescas imágenes agudamente definidas, que están sobre el escenario como
objetos. Son máquinas de teatro. La gente sonríe al verlas, pero ellas se
mantienen firmes: están a prueba de toda crítica. No llegaremos a ningún sitio
si esperamos que nos digan qué significan, aunque lo cierto es que cada una
tiene una relación con nosotros que no podemos negar. Si aceptamos esto, el
símbolo se nos convierte en asombro.
Este es el motivo por el
que las oscuras obras de Beckett son piezas plenas de luz, donde el desesperado
objeto creado da fe de la ferocidad del deseo de testimoniar la verdad. Beckett
no dice “no” con satisfacción; forja su despiadado “no” a partir de un
vehemente deseo del “sí”, y por eso su desesperación es el negativo con el que
cabe trazar el contorno de su contrario.
Hay dos maneras de hablar
sobre la condición humana: el proceso de inspiración, mediante el que pueden
revelarse todos los elementos positivos de la vida, y el proceso de la visión
honesta, por el que el artista da testimonio de cualquier cosa que haya visto.
El primero depende de la revelación, y no puede realizarse, con santos deseos.
El segundo depende de la honradez, y no ha de empañarse por los mencionados
deseos.
Beckett expresa esta
distinción en Días felices. El optimismo de la mujer medio enterrada no
es una virtud, sino el elemento que le ciega la verdad de su situación. Unos
pocos y raros resplandores le permiten vislumbrar su condición, pero en seguida
los borra con su buen ánimo. La influencia de Beckett sobre algunos de sus espectadores
es exactamente la misma que la ejercida por esta situación sobre su protagonista.
El público se agita, se retuerce y bosteza, se marcha o bien inventa cualquier
forma de imaginaria queja a manera de mecanismo defensivo ante la incómoda
verdad. Lamentablemente, el deseo de optimismo que comparten muchos escritores
les impide encontrar la esperanza. Cuando atacamos a Beckett por su pesimismo,
nos convertimos en personajes de Beckett atrapados en una de sus escenas.
Cuando aceptamos las afirmaciones de Beckett tal como son, repentinamente todo
se transforma. Después de todo, hay un público completamente distinto, que es
el de Beckett, compuesto por personas que no levantan barreras intelectuales,
que no se esfuerzan demasiado en analizar el mensaje. Este público ríe y grita,
y al final comulga con Beckett, este público sale de sus obras, de sus negras
obras, alimentado y enriquecido, animado, lleno de una extraña e irracional
alegría. Poesía, nobleza, belleza, magia: de repente estas sospechosas palabras
vuelven una vez más al teatro.
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