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De todos los chiquilines
del barrio, Frank era el más simpático. Terminamos haciéndonos amigos,
empezamos a andar juntos, no necesitábamos mucho a los demás. A Frank casi lo
habían echado del grupo, así que se hizo amigo mío. Era distinto que David, el
que volvía a casa conmigo desde la escuela. Frank era mucho mejor. Yo hasta me
metí en la Iglesia católica porque él iba allí. A mis padres les gustaba que yo
fuera a la iglesia. Las misas del domingo eran muy aburridas. Y además teníamos
que ir a las clases de catecismo. Y estudiarlo. Eran nada más que preguntas y
respuestas aburridas.
Una tarde estábamos sentados
en el porche de mi casa y yo le estaba leyendo el catecismo en voz alta a
Frank. Y de golpe leí: “Los ojos de Dios ven todo”.
-¿Tiene ojos que ven
todo? -preguntó Frank.
-Sí.
-¿Algo como esto? -dijo.
Y cerró los puños y se
los puso arriba de los ojos.
-Tiene botellas de leche
en lugar de ojos -dijo Frank, dándose vuelta hacia mí con los puños en los
ojos. Empezó a reírse. Yo también empecé a reírme. Nos reímos mucho rato.
Entonces Frank se paró.
-¿Te parece que nos habrá
oído?
-Creo que sí. Si puede ver
todo, capaz que también puede oír todo.
-Tengo miedo -dijo
Frank-. Capaz que nos mata. ¿Te parece que nos va a matar?
-No sé.
-Mejor nos quedamos aquí
sentados esperando. No te muevas. Quedate quieto.
Así que nos quedamos
sentados en los escalones del porche, esperando. Esperamos mucho rato.
-Capaz que no nos va a
matar ahora -dije yo.
-Sí. Debe tomarse Su
tiempo -dijo él.
Esperamos una hora más, y
entonces bajamos a la casa de Frank. Yo quería ver una maqueta de avión que
estaba construyendo.
Una tarde decidimos
confesarnos por primera vez. Fuimos a la iglesia. Conocíamos a uno de los
curas, el más importante. Habíamos hablado con él en una heladería. Y una vez
fuimos a la casa. Vivía al lado de la iglesia con una vieja. Nos quedamos un
rato, haciéndole todo tipo de preguntas sobre Dios. ¿Cómo era ÉL? ¿Se pasaba
todo el día sentado en un trono? ¿Iba al baño como todo el mundo? El cura nunca
nos contestaba las preguntas directamente, pero igual era un tipo macanudo, con
una linda sonrisa.
Fuimos caminando a la
iglesia pensando en cómo iba a ser la confesión. Mientras llegábamos se nos
arrimó un perro vagabundo. Estaba muy flaco y tenía hambre. Nos paramos a
acariciarle y rascarle la espalda.
-Es una pena que los
perros no vayan al cielo -dijo Frank.
-¿Por qué no van?
-Porque para ir al cielo
tenés que estar bautizado.
-¿Y si los bautizamos?
-¿Te parece?
-Yo creo que se merece ir
al cielo.
Lo agarré en brazos y
entramos en la iglesia. Fuimos hasta la pila de agua bendita y lo sostuve mientras
Frank le echaba un poco de agua en la frente.
-Quedás bautizado -dijo
Frank.
Después lo volvimos a
dejar en la vereda.
-Parece que ahora
estuviera diferente -dije yo.
El perro no nos prestó
más atención y bajó por la calle. Nosotros volvimos a entrar en la iglesia, y
nos mojamos los dedos en la pila de agua bendita para santiguarnos. Después nos
arrodillamos en un banco cerca del confesionario y esperamos. De atrás de la
cortina salió una gorda hedionda. Cuando pasó al lado nuestro el olor se le
mezcló con el de la iglesia, que era como de orina. La gente venía todos los
domingos a respirar aquel aire con olor a meada y nadie decía nada. Me dieron
ganas de hablarle de eso al cura, pero no me animaba. A lo mejor era por las
velas.
-Voy a entrar -dijo
Frank.
Entonces se levantó y
desapareció atrás de la cortina. Estuvo un rato largo. Salió sonriendo.
-¡Estuvo muy bueno, muy
bueno de verdad! ¡Entrá vos ahora!
Me paré, corrí la cortina
y entré. Estaba oscuro. Me arrodillé. Lo único que podía ver adelante mío eran
unas rejas. Frank me había dicho que atrás de las rejas estaba Dios. Me
arrodillé y traté de pensar en algo malo que hubiera hecho, pero no se me
ocurría nada. Me quedé allí de rodillas tratando y tratando de pensar en algo,
pero no hubo caso. No sabía qué hacer.
-Vamos -dijo una
voz-. ¡Decí algo!
La voz sonaba enojada. Yo
no había esperado que hubiera ninguna voz. Pensé que Dios tenía mucho tiempo
libre. Me asusté. Decidí mentir.
-Bueno -dije-, yo le…
pegué a mi padre. Insulté… a mi madre. Le robé plata del bolso. Me la gasté en
caramelos. Le desinflé la pelota a Chuck. Miré a una chiquilina por abajo de la
pollera. Le pegué a mi madre. Me comí los mocos. Pero hoy bauticé a un perro.
-¿Bautizaste a un
perro?
Estaba liquidado. Pecado
mortal. No precisé seguir. Me paré para irme. Ni siquiera me di cuenta si la
voz me había recomendado que rezara varios Ave María o si no dijo nada. Corrí
la cortina y encontré a Frank esperándome. Salimos a la calle.
-Me siento limpio -dijo
Frank-. ¿Vos no?
-No.
Nunca volvía a
confesarme. Era peor que la misa de las diez.
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