martes

CHARLES BUKOWSKI - JAMÓN Y CENTENO (LA SENDA DEL PERDEDOR) - 18


17


De todos los chiquilines del barrio, Frank era el más simpático. Terminamos haciéndonos amigos, empezamos a andar juntos, no necesitábamos mucho a los demás. A Frank casi lo habían echado del grupo, así que se hizo amigo mío. Era distinto que David, el que volvía a casa conmigo desde la escuela. Frank era mucho mejor. Yo hasta me metí en la Iglesia católica porque él iba allí. A mis padres les gustaba que yo fuera a la iglesia. Las misas del domingo eran muy aburridas. Y además teníamos que ir a las clases de catecismo. Y estudiarlo. Eran nada más que preguntas y respuestas aburridas.

Una tarde estábamos sentados en el porche de mi casa y yo le estaba leyendo el catecismo en voz alta a Frank. Y de golpe leí: “Los ojos de Dios ven todo”.

-¿Tiene ojos que ven todo? -preguntó Frank.

-Sí.

-¿Algo como esto? -dijo.

Y cerró los puños y se los puso arriba de los ojos.

-Tiene botellas de leche en lugar de ojos -dijo Frank, dándose vuelta hacia mí con los puños en los ojos. Empezó a reírse. Yo también empecé a reírme. Nos reímos mucho rato. Entonces Frank se paró.

-¿Te parece que nos habrá oído?

-Creo que sí. Si puede ver todo, capaz que también puede oír todo.

-Tengo miedo -dijo Frank-. Capaz que nos mata. ¿Te parece que nos va a matar?

-No sé.

-Mejor nos quedamos aquí sentados esperando. No te muevas. Quedate quieto.

Así que nos quedamos sentados en los escalones del porche, esperando. Esperamos mucho rato.

-Capaz que no nos va a matar ahora -dije yo.

-Sí. Debe tomarse Su tiempo -dijo él.

Esperamos una hora más, y entonces bajamos a la casa de Frank. Yo quería ver una maqueta de avión que estaba construyendo.

Una tarde decidimos confesarnos por primera vez. Fuimos a la iglesia. Conocíamos a uno de los curas, el más importante. Habíamos hablado con él en una heladería. Y una vez fuimos a la casa. Vivía al lado de la iglesia con una vieja. Nos quedamos un rato, haciéndole todo tipo de preguntas sobre Dios. ¿Cómo era ÉL? ¿Se pasaba todo el día sentado en un trono? ¿Iba al baño como todo el mundo? El cura nunca nos contestaba las preguntas directamente, pero igual era un tipo macanudo, con una linda sonrisa.

Fuimos caminando a la iglesia pensando en cómo iba a ser la confesión. Mientras llegábamos se nos arrimó un perro vagabundo. Estaba muy flaco y tenía hambre. Nos paramos a acariciarle y rascarle la espalda.

-Es una pena que los perros no vayan al cielo -dijo Frank.

-¿Por qué no van?

-Porque para ir al cielo tenés que estar bautizado.

-¿Y si los bautizamos?

-¿Te parece?

-Yo creo que se merece ir al cielo.

Lo agarré en brazos y entramos en la iglesia. Fuimos hasta la pila de agua bendita y lo sostuve mientras Frank le echaba un poco de agua en la frente.

-Quedás bautizado -dijo Frank.

Después lo volvimos a dejar en la vereda.

-Parece que ahora estuviera diferente -dije yo.

El perro no nos prestó más atención y bajó por la calle. Nosotros volvimos a entrar en la iglesia, y nos mojamos los dedos en la pila de agua bendita para santiguarnos. Después nos arrodillamos en un banco cerca del confesionario y esperamos. De atrás de la cortina salió una gorda hedionda. Cuando pasó al lado nuestro el olor se le mezcló con el de la iglesia, que era como de orina. La gente venía todos los domingos a respirar aquel aire con olor a meada y nadie decía nada. Me dieron ganas de hablarle de eso al cura, pero no me animaba. A lo mejor era por las velas.

-Voy a entrar -dijo Frank.

Entonces se levantó y desapareció atrás de la cortina. Estuvo un rato largo. Salió sonriendo.

-¡Estuvo muy bueno, muy bueno de verdad! ¡Entrá vos ahora!

Me paré, corrí la cortina y entré. Estaba oscuro. Me arrodillé. Lo único que podía ver adelante mío eran unas rejas. Frank me había dicho que atrás de las rejas estaba Dios. Me arrodillé y traté de pensar en algo malo que hubiera hecho, pero no se me ocurría nada. Me quedé allí de rodillas tratando y tratando de pensar en algo, pero no hubo caso. No sabía qué hacer.

-Vamos -dijo una voz-. ¡Decí algo!

La voz sonaba enojada. Yo no había esperado que hubiera ninguna voz. Pensé que Dios tenía mucho tiempo libre. Me asusté. Decidí mentir.

-Bueno -dije-, yo le… pegué a mi padre. Insulté… a mi madre. Le robé plata del bolso. Me la gasté en caramelos. Le desinflé la pelota a Chuck. Miré a una chiquilina por abajo de la pollera. Le pegué a mi madre. Me comí los mocos. Pero hoy bauticé a un perro.

-¿Bautizaste a un perro?

Estaba liquidado. Pecado mortal. No precisé seguir. Me paré para irme. Ni siquiera me di cuenta si la voz me había recomendado que rezara varios Ave María o si no dijo nada. Corrí la cortina y encontré a Frank esperándome. Salimos a la calle.

-Me siento limpio -dijo Frank-. ¿Vos no?

-No.

Nunca volvía a confesarme. Era peor que la misa de las diez.

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