(Diario de Seymour / 3)
3.30
de la madrugada. Estoy en la Sala de Ordenanzas. No podía dormir. Me puse la
chaqueta sobre el pijama y me vine aquí. Al Aspesi está encargado del teléfono.
Se durmió en el suelo. Me puedo quedar aquí si contesto el teléfono por él. Qué
noche. El psicoanalista de la señora Fedder vino a cenar y me acribilló a
preguntas todo el rato, hasta las once y media. De vez en cuando, con gran destreza,
con inteligencia. Una o dos veces llegó a impresionarme. Parece que es un viejo
admirador de Buddy y mío. Está interesado personal y profesionalmente en saber por
qué salté del espectáculo a los dieciséis años. En realidad escuchó el programa
sobre Lincoln, pero tenía la impresión de que yo había dicho que el Discurso de
Gettysburg era “malo para los niños”. No es cierto. Le dije que había dicho que
era un discurso malo para que los chicos lo memorizaran en la escuela. Tenía
también la impresión de que había dicho que era un discurso deshonesto. Le dije
que hubo 51.112 bajas en Gettysburg y que si alguien tenía que hablar en el
aniversario, simplemente hubiera debido dar un paso al frente y agitar el puño
ante el público y luego irse, es decir, siempre que el orador fuese un hombre absolutamente
honesto. No disintió conmigo, pero parecía creer que tengo una especie de
complejo perfeccionista. Mucha charla de su parte, y muy inteligente, sobre las
virtudes de vivir la vida imperfecta, de aceptar las debilidades propias y
ajenas. Estoy de acuerdo con él, pero sólo en teoría. Defenderé hasta el día
del juicio final la simpleza de espíritu, por la razón de que conduce a la
salud y a una especie de felicidad muy real, envidiable. Seguida con pureza, es
la vía del Tao, y sin duda la más alta. Pero para que un hombre con discernimiento
logre esto, tendría que despojarse de la poesía, ir más allá de la poesía. Es
decir, posiblemente no podría aprender a disfrutar de la mala poesía en
abstracto, y mucho menos equipararla a la buena poesía. Tendría que abandonar
por completo la poesía. Dije que no sería una cosa fácil. El doctor Sims dijo
que yo lo planteaba con demasiado rigor, que lo planteaba, dijo, como sólo lo
haría un perfeccionista.
Evidentemente
la señora Fedder le había contado nerviosamente lo de los nueve puntos de
Charlotte. Fue una imprudencia, supongo, haber mencionado a Muriel ese viejo asunto
terminado. Se lo cuenta todo a su madre antes de que la cosa se enfríe. Debería
oponerme, sin duda, pero no puedo. M. sólo me oye cuando su madre también me
escucha. Pobrecita. Pero no tenía intención de discutir con Sims sobre los
puntos de Charlotte. Con una sola copa, no.
Esta
noche en la estación más o menos le prometí a M. que iré a un psicoanalista uno
de estos días. Sims me dijo que el tipo que está aquí en la guarnición es muy
bueno. Es evidente que él y la señora Fedder han tenido un tête-à-tête o
dos sobre el tema. ¿Por qué no me enfurece esto? No me enfurece. Es divertido.
Me reconforta, no sé por qué. Hasta las tópica suegras de los tebeos me han atraído
siempre vagamente. De todos modos, no creo que tenga nada que perder viendo a
un psicoanalista. Si es del ejército, será gratis. M. me quiere, pero nunca se
sentirá cerca de mí, familiar conmigo, mientras no me haya reajustado un poco.
Si
empiezo a ir a un psicoanalista o cuando empiece, quiera Dios que tenga la
previsión de llamar en consulta a un dermatólogo. Un especialista en manos.
Tengo cicatrices en las manos por tocar a cierta gente. Una vez, en el parque,
cuando Franny todavía iba en el cochecito, apoyé la mano en la pelusa de su
coronilla y la dejé demasiado rato. Otra vez, en el Loew de la calle Setenta y
dos, mientras veíamos con Zooey una película de fantasmas. Tenía seis o siete
años y se metió debajo del asiento para no ver una escena de terror. Puse mi
mano sobre su cabeza. Ciertas cabezas, ciertos colores y texturas de pelo
humano dejan marcas permanentes en mí. Otras cosas también. Una vez Charlotte
se me escapó del estudio y yo la cogí del vestido para detenerla, para que se
quedara junto a mí. Un vestido de algodón amarillo que me gustaba porque era
demasiado largo para ella. Todavía tengo una marca amarillo limón en la palma
de la mano derecha. Ah Dios, si se me puede aplicar un nombre clínico, soy una
especie de paranoico al revés. Sospecho que la gente conspira para hacerme
feliz.
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