El libro
El año pasado un grupo de investigadores recibimos la propuesta de colaborar en un libro sobre las nuevas prácticas de lectura y escritura para el Centro Nacional de Innovación e Investigación Educativa (Ministerio de Educación y Formación Profesional de España). José Antonio Cordón-García, Daniel Escandell Montiel (ambos de la Universidad de Salamanca) y yo en representación de la Universitat Pompeu Fabra – Barcelona coordinamos las secciones que integran este volumen volumen. Si la sección de Cordón-García se focalizó en las nuevas formas de lectura, y la de Escandell Montiel en la creación y enseñanza de la escritura digital, en mi sección nos orientamos hacia la creación de textos en el contexto de las culturas colaborativas juveniles. En total participamos en este volumen 16 autores, entre ellos José M. Tomasena, María J. Establés, Mar Guerrero, María J. Masanet y Julio C. Mateus de la UPF. El resultado es un volumen de 156 páginas titulado Lectoescritura Digital que puede ser descargado de forma libre y gratuita.
El libro se enriquece con una serie de entrevistas a reconocidos investigadores en los temas que se abordan en sus páginas -como Joaquín Rodríguez, Joan Ferrés y María Pizarro-. En mi caso, tuve el enorme privilegio de entrevistar a Néstor García Canclini, autor de estudios fundamentales para los que investigamos las transformaciones de la esfera cultural y mediática en tiempos de digitalización. Junto a clásicos como Culturas Híbridas (Grijalbo, 1989), obras como Haciauna antropología de los lectores (2015, México: UAM-Telefónica-Ariel) o Jóvenes,Culturas Urbanas y Redes Digitales (Ariel/Telefónica, 2012, con F. Cruces M. Urteaga Castro Pozo) son referencia obligada para comprender los cambios en el mundo de la lecto-escritura.
A partir de aquí, la entrevista a Néstor García Canclini, a quien agradezco muchísimo su disponibilidad, al igual que a Martha Villabona García del Centro Nacional de Innovación e Investigación Educativa, quién actuó de “interfaz” entre todos los tres coordinadores de sección de este volumen.
La entrevista
En tu libro Lectores, espectadores e internautas (2007) propones un acercamiento a las prácticas de consumo mediático y prestas particular atención a las tensiones y en cómo cambian las viejas prácticas (por ejemplo la lectura). ¿Cómo podríamos resumir en pocas palabras el pasaje del lector al internauta? ¿Qué quedó por el camino? ¿Qué se ganó?
La aparición de ordenadores y móviles fue vista, al principio, como la irrupción de nuevos aparatos que venían a competir con la escuela, los cines, las editoriales y las salas de conciertos. Como había ocurrido –equivocadamente- con la llegada de los televisores. Luego fuimos aprendiendo que los medios audiovisuales generaban otros modos de leer, mirar y escuchar, de aprender, entretenernos y reunirnos. Ser internautas implica un cambio más radical que el de ser espectador (de medios) y no solo lector. Las categorías de lectores y espectadores, como sujetos de actividades relativamente diferenciadas, permitieron mantener campos distintos para la industria editorial, la musical, la cinematográfica y la televisiva. Las empresas y los modos de producción de estos campos se reordenaron y fusionaron como resultado de la convergencia tecnológica.
Si la integración digital entrelaza textos, imágenes y sonidos es porque también los lectores y espectadores se reconvierten en usuarios de pantallas que tienen todo hiperconectado. Leo un libro y, sin levantarme, busco qué más se sabe de ese autor, escucho una conferencia o un concierto suyo en YouTube, el servidor me sugiere otros autores que podrían interesarme, películas y videos relacionados. Estalla la distinción entre medios, entre géneros, entre contenidos con propietarios desligados.
¿Qué quedó atrás? La exigencia de viajar a distintos países y ciudades para saber cuáles son las novedades de los museos, el deporte o los descubrimientos científicos. Tenemos menos necesidad de ir a la biblioteca, al diccionario de nuestra casa o al videoclub para buscar nombres, mapas o películas que ya no están en cartelera. Se gana en accesibilidad y uso. La abundancia digital provoca asociaciones inesperadas y conversaciones a distancia. Pero también hay que hablar de lo que se pierde, se complica o podría lograrse pero se frustra porque la convergencia tecnológica está administrada con nuevas aduanas, costos que alejan a unos usuarios de otros, o los agrupan tendenciosamente. Y también debemos atender a los sentidos diversos con que los internautas modificamos las interacciones: ¿las mejoramos o las enfriamos cuando dejamos de hablar por teléfono y acordamos citas o realizamos conversaciones por WhatsApp o correos diferidos?
A pesar de la disponibilidad de mayor información en las redes, la gente viaja cada vez más. Hoy debemos sacar entradas para las grandes exposiciones en los museos con muchas semanas de antelación y en varias ciudades –por ejemplo Barcelona- están naciendo movimientos anti-turistas… ¿Hasta dónde las tecnologías digitales, que en teoría nos acercan a todos los museos y ciudades exóticas, no terminan alimentado el turismo de masas? Quizá esto tenga que ver con las miles de fotos idénticas que se suben a Instagram en los mismos lugares icónicos del planeta, desde la torre de Pisa hasta el Taj Mahal…
Por un lado, tu pregunta apunta a los límites necesarios en la expansión numérica y lucrativa de las instituciones culturales y las ciudades: ¿debe ser el aumento de público el criterio para evaluar el éxito de un museo, una bienal o un festival? ¿A dónde conduce seguir manejando la expansión urbana como patrón de éxito –las marcas Barcelona, Londres, Nueva York- si el aumento de turistas, de inversionistas extranjeros, y otras marcas, como Airbnb, expulsan a los habitantes históricos, encarecen los precios de renta y venta hasta destruir la convivencia vecinal y el uso responsable de los servicios, en fin, lo que daba la calidad de vida que volvió atractivas a esas ciudades?
Necesitamos una nueva reflexión de fondo sobre el sentido, mucho más complejo hoy, de las políticas urbanas, culturales e interculturales. Las redes, como amplificadoras de las tendencias mercantilistas hegemónicas, son interventoras decisivas en los conflictos urbanos e interculturales. En la Unión Europea el impacto magnificado de las fake news en las elecciones y la estabilidad política está llevando al debate mundial más avanzado sobre la legislación reguladora que se requiere y sobre la urgencia de recuperar el papel público de los Estados (no de cada uno por separado). Falta extender esta reactivación internacional de los poderes públicos respecto del gobierno de las ciudades, de las instituciones culturales, del turismo y –fundamental- de los migrantes que no se desplazan por placer ni en busca del prestigio de las marcas. Se vuelve indispensable recentrar toda la discusión sobre el crecimiento y el desarrollo en los ciudadanos, los desalojados de la política desde que los partidos en casi todo Occidente se redujeron a cúpulas que se distribuyen prebendas, desde que la videopolítica canaliza las quejas, las denuncias y las críticas ofreciendo más atención que los organismos públicos. Las redes corren el riesgo de amplificar y dar apariencia de horizontalidad a estos simulacros participativos. Pero en verdad radicalizan la desciudadanización. Las reinvenciones más atractivas de los movimientos sociales ocurren cuando se enlazan las conexiones tecnológicas de las redes con la convivencia vecinal y la interculturalidad transnacional.
En otro texto posterior –“Leer en papel y en pantallas: el giro antropológico” incluido en el libro Hacia una antropología de los lectores (2015)– tu reflexión vuelve a centrarse en las pantallas y el papel, esas dos “escenas de interacción” que nos acompañan desde la infancia. ¿Qué cambios notaste diez años después del trabajo anterior?
Seguimos oscilando entre el papel y las pantallas. Así como seguimos yendo a librerías, cines, museos y también husmeando lo que se exhibe en ciudades a las que no vamos a viajar, visitamos bibliotecas porque no todo está en la red –o por el placer de tratar con esos templos- mientras buscamos ediciones lejanas en Amazon y miramos en YouTube conciertos que no pudimos presenciar.
Estos diez años, o los transcurridos desde que comenzó el siglo, desacreditan las profecías de sustitución de los libros por la comunicación digital. El edificio letrado está sacudido, mucho más que cuando se imaginó su desaparición por la industrialización de las imágenes. Pero después de las caídas de editoriales, sus fusiones y la multiplicación de independientes, creer que la lectura en papel –y la escritura- está en vías de extincíon es más bien una comodidad, la resistencia a entender cruces densos entre soportes, hábitos y gustos.
No olvido que en diez años los cambios están siendo rotundos y vertiginosos. Las redes sociales, los tuits, los textos de periódicos que nos reenvían, las conversaciones virtuales en que participamos, llaman a leer y escribir a cada momento, todos los días, casi siempre brevemente. Lo más productivo que podemos hacer para captar estas innovaciones no es preguntarnos cuánto –cuánto tiempo leemos, cuántas páginas, cuántas librerías cerraron o abrieron- sino cómo leemos: en papel y de manera distinta en las diferentes pantallas, en casa o en el transporte, cuando trabajamos o estamos al mismo tiempo siguiendo textos en el periódico impreso, el ordenador y el móvil.
En los días de junio de 2018 en que escribo esta respuesta, me reúno en casa con un escritor mexicano y un antropólogo brasileño para no sufrir solo el fútbol incoherente con que la selección argentina pierde frente a la croata. Durante el partido, llegan mensajes de escritores o periodistas argentinos y científicos brasileños, y por supuesto amigos mexicanos. Los tuits, memes y exclamaciones intercambiados hacen evidente que estamos viendo el juego con muchos más, sin importar casi nada la distancia. Leemos y escribimos y vemos la pantalla del televisor y de los iPhones en el mismo momento. Este modo de presencia estando ausente comenzó a ser posible hace una década gracias a las redes sociales. No podemos compartir con ellos el mismo vino, ni ciertos matices de las reacciones solo visibles a la mirada directa, pero la incoherencia del juego es “compensada” al acompañarnos con los enlaces virtuales. Hace una década había que buscar después del partido las opiniones en correos o en los diarios del día siguiente. La convergencia es más que tecnológica. Este ejemplo resalta los aspectos más celebrados de la mutación comunicacional: ampliación global de las interacciones, simultaneidad, acceso gratuito o más barato. Pero el desplazamiento del teléfono fijo por el móvil incluye otras transformaciones muy ambivalentes. Junto con los mensajes –escritos y visuales- intercambiados a distancia de inmediato y creando sensación de copresencia, el predominio del iPhone y el correo electrónico trae modificaciones en la interacción y la disponibilidad hacia los demás. No solo se sustituyen encuentros personales cuando se hacen acuerdos por correos y whatsapps; se pierde esa forma de presencia que es la voz del otro. Asimismo, los mensajes pueden esperar horas o días la respuesta, lo cual quita inmediatez y permite al interlocutor elaborar lo que contestará, disfrazar afectos que se manifiestan en las modulaciones de la voz y más aún en la confrontación cara a cara. ¿Más libertad de cada sujeto, más distancia, menos compromiso? ¿Se pierde la intensidad de los silencios y las vacilaciones de la oralidad, o acaso surgen en la escritura y la lectura diferidas otros énfasis y sugerencias? La convergencia generada por los nuevos intermediarios es también divergencia, la cercanía puede traer alejamiento y a veces otros recursos no habituales en la cultura letrada.
En este mismo texto marcas una diferencia entre “lectura escolar” y “lectura lúdica” y sostienes que la “escuela produce la radical separación entre la lectura formal y la lectura por placer”. Me recuerda la diferencia entre “videojuegos educativos” y “videojuegos para divertirse”… ¿Son dos dimensiones irreconciliables? ¿Por qué lo lúdico termina siendo expulsado del aula en beneficio de prácticas “serias”?
La educación modelada bajo el régimen letrado hizo prevalecer la disciplina intelectual en el aprendizaje y restringió lo lúdico a momentos especiales: la clase de gimnasia, la hora de dibujo o manualidades, el recreo y pocos más. Se debía a separaciones entre la mente y el cuerpo, la productividad y el juego, que hace más de medio siglo la pedagogía y otras ciencias sociales descalificaron. En la era digital y de la biopolítica esos divorcios son aún más inconsistentes.
Sin embargo, la escuela como institución y el envejecimiento de la planta docente los mantienen. Los aprendizajes de habilidades y lógicas no tradicionales a través de videojuegos y otros formatos digitales a disposición de los niños desde los primeros años, en la casa, cuando el iPad u otros teclados están a la mano, son parte “natural” de su entorno. Algunas escuelas incorporan esas nuevas modalidades de adquisición de saberes, pero la distribución de los presupuestos, el equipamiento antiguo de las aulas y la formación de los maestros resisten la adaptación a un mundo virtualizado.
Por supuesto, no hay que idealizar ese predominio de las pantallas y los entrelazamientos entre aprendizaje intelectual y experiencias lúdicas. Provocan a menudo adicciones a las pantallas o confusiones entre realidad y simulacro. Si lo lúdico es marginado en la enseñanza, la escuela no logra repensar estos riesgos y queda al margen también de las instituciones rediseñadas en la e-economía y la e-política: en vez de formar ciudadanos, pretende crear nostálgicos y “logra” finalmente producir alumnos que siguen esquizofrénicamente lo que la escuela impone y, por otro lado, lo que aprenden para funcionar en la sociedad actual, sobre todo en las profesiones más calificadas y mejor remuneradas. O simplemente, para utilizar servidores de salud, conocer las noticias del día y la vida de “ciudades inteligentes” en las que consumir y participar requieren conocimientos que la escuela tarda en incorporar.
De todos modos, los maestros debemos aprender que –por más que nos actualicemos- los alumnos van a formarse, aun durante el periodo de su escolarización, tanto en las aulas como en la sociabilidad generacional y en situaciones extraescolares. Una pregunta clave: qué es capaz de hacer la escuela con lo que los alumnos no van a aprender en ella. Entre otras respuestas, diría que editar saberes dispersos.
A menudo hablas de los límites que presentan las encuestas de lectura y consumo mediático ¿Qué queda fuera de estos estudios de corte cuantitativo? Siempre en el plano metodológico: ¿En qué consistiría el giro antropológico?
Las encuestas sobre la lectura son indispensables, y es lamentable que hayan comenzado a hacerse con rigor científico hace pocas décadas: en Francia y otros países europeos desde los años setenta del siglo XX, en España y América Latina en las dos últimas décadas. Serían útiles datos más antiguos para entender cómo cambiaron los modos de leer cuando la mayoría de la población adquirió esa competencia o cuando se masificaron la prensa o la televisión.
Sin embargo, las encuestas suelen estar condicionadas por las preguntas de los editores, los libreros y los políticos de la cultura formados en el saber letrado: ¿cómo vender más libros y revistas, cómo lograr que se lea más horas por semana? Este sesgo se aprecia al comprobar que, apenas en la década actual, se incorporan a las encuestas preguntas sobre lo que se lee en pantallas, años después de que aparecieran las redes sociales y muchos más desde que nos informamos y comunicamos a través de ordenadores y móviles.
El año pasado un grupo de investigadores recibimos la propuesta de colaborar en un libro sobre las nuevas prácticas de lectura y escritura para el Centro Nacional de Innovación e Investigación Educativa (Ministerio de Educación y Formación Profesional de España). José Antonio Cordón-García, Daniel Escandell Montiel (ambos de la Universidad de Salamanca) y yo en representación de la Universitat Pompeu Fabra – Barcelona coordinamos las secciones que integran este volumen volumen. Si la sección de Cordón-García se focalizó en las nuevas formas de lectura, y la de Escandell Montiel en la creación y enseñanza de la escritura digital, en mi sección nos orientamos hacia la creación de textos en el contexto de las culturas colaborativas juveniles. En total participamos en este volumen 16 autores, entre ellos José M. Tomasena, María J. Establés, Mar Guerrero, María J. Masanet y Julio C. Mateus de la UPF. El resultado es un volumen de 156 páginas titulado Lectoescritura Digital que puede ser descargado de forma libre y gratuita.
El libro se enriquece con una serie de entrevistas a reconocidos investigadores en los temas que se abordan en sus páginas -como Joaquín Rodríguez, Joan Ferrés y María Pizarro-. En mi caso, tuve el enorme privilegio de entrevistar a Néstor García Canclini, autor de estudios fundamentales para los que investigamos las transformaciones de la esfera cultural y mediática en tiempos de digitalización. Junto a clásicos como Culturas Híbridas (Grijalbo, 1989), obras como Haciauna antropología de los lectores (2015, México: UAM-Telefónica-Ariel) o Jóvenes,Culturas Urbanas y Redes Digitales (Ariel/Telefónica, 2012, con F. Cruces M. Urteaga Castro Pozo) son referencia obligada para comprender los cambios en el mundo de la lecto-escritura.
A partir de aquí, la entrevista a Néstor García Canclini, a quien agradezco muchísimo su disponibilidad, al igual que a Martha Villabona García del Centro Nacional de Innovación e Investigación Educativa, quién actuó de “interfaz” entre todos los tres coordinadores de sección de este volumen.
La entrevista
En tu libro Lectores, espectadores e internautas (2007) propones un acercamiento a las prácticas de consumo mediático y prestas particular atención a las tensiones y en cómo cambian las viejas prácticas (por ejemplo la lectura). ¿Cómo podríamos resumir en pocas palabras el pasaje del lector al internauta? ¿Qué quedó por el camino? ¿Qué se ganó?
La aparición de ordenadores y móviles fue vista, al principio, como la irrupción de nuevos aparatos que venían a competir con la escuela, los cines, las editoriales y las salas de conciertos. Como había ocurrido –equivocadamente- con la llegada de los televisores. Luego fuimos aprendiendo que los medios audiovisuales generaban otros modos de leer, mirar y escuchar, de aprender, entretenernos y reunirnos. Ser internautas implica un cambio más radical que el de ser espectador (de medios) y no solo lector. Las categorías de lectores y espectadores, como sujetos de actividades relativamente diferenciadas, permitieron mantener campos distintos para la industria editorial, la musical, la cinematográfica y la televisiva. Las empresas y los modos de producción de estos campos se reordenaron y fusionaron como resultado de la convergencia tecnológica.
Si la integración digital entrelaza textos, imágenes y sonidos es porque también los lectores y espectadores se reconvierten en usuarios de pantallas que tienen todo hiperconectado. Leo un libro y, sin levantarme, busco qué más se sabe de ese autor, escucho una conferencia o un concierto suyo en YouTube, el servidor me sugiere otros autores que podrían interesarme, películas y videos relacionados. Estalla la distinción entre medios, entre géneros, entre contenidos con propietarios desligados.
¿Qué quedó atrás? La exigencia de viajar a distintos países y ciudades para saber cuáles son las novedades de los museos, el deporte o los descubrimientos científicos. Tenemos menos necesidad de ir a la biblioteca, al diccionario de nuestra casa o al videoclub para buscar nombres, mapas o películas que ya no están en cartelera. Se gana en accesibilidad y uso. La abundancia digital provoca asociaciones inesperadas y conversaciones a distancia. Pero también hay que hablar de lo que se pierde, se complica o podría lograrse pero se frustra porque la convergencia tecnológica está administrada con nuevas aduanas, costos que alejan a unos usuarios de otros, o los agrupan tendenciosamente. Y también debemos atender a los sentidos diversos con que los internautas modificamos las interacciones: ¿las mejoramos o las enfriamos cuando dejamos de hablar por teléfono y acordamos citas o realizamos conversaciones por WhatsApp o correos diferidos?
A pesar de la disponibilidad de mayor información en las redes, la gente viaja cada vez más. Hoy debemos sacar entradas para las grandes exposiciones en los museos con muchas semanas de antelación y en varias ciudades –por ejemplo Barcelona- están naciendo movimientos anti-turistas… ¿Hasta dónde las tecnologías digitales, que en teoría nos acercan a todos los museos y ciudades exóticas, no terminan alimentado el turismo de masas? Quizá esto tenga que ver con las miles de fotos idénticas que se suben a Instagram en los mismos lugares icónicos del planeta, desde la torre de Pisa hasta el Taj Mahal…
Por un lado, tu pregunta apunta a los límites necesarios en la expansión numérica y lucrativa de las instituciones culturales y las ciudades: ¿debe ser el aumento de público el criterio para evaluar el éxito de un museo, una bienal o un festival? ¿A dónde conduce seguir manejando la expansión urbana como patrón de éxito –las marcas Barcelona, Londres, Nueva York- si el aumento de turistas, de inversionistas extranjeros, y otras marcas, como Airbnb, expulsan a los habitantes históricos, encarecen los precios de renta y venta hasta destruir la convivencia vecinal y el uso responsable de los servicios, en fin, lo que daba la calidad de vida que volvió atractivas a esas ciudades?
Necesitamos una nueva reflexión de fondo sobre el sentido, mucho más complejo hoy, de las políticas urbanas, culturales e interculturales. Las redes, como amplificadoras de las tendencias mercantilistas hegemónicas, son interventoras decisivas en los conflictos urbanos e interculturales. En la Unión Europea el impacto magnificado de las fake news en las elecciones y la estabilidad política está llevando al debate mundial más avanzado sobre la legislación reguladora que se requiere y sobre la urgencia de recuperar el papel público de los Estados (no de cada uno por separado). Falta extender esta reactivación internacional de los poderes públicos respecto del gobierno de las ciudades, de las instituciones culturales, del turismo y –fundamental- de los migrantes que no se desplazan por placer ni en busca del prestigio de las marcas. Se vuelve indispensable recentrar toda la discusión sobre el crecimiento y el desarrollo en los ciudadanos, los desalojados de la política desde que los partidos en casi todo Occidente se redujeron a cúpulas que se distribuyen prebendas, desde que la videopolítica canaliza las quejas, las denuncias y las críticas ofreciendo más atención que los organismos públicos. Las redes corren el riesgo de amplificar y dar apariencia de horizontalidad a estos simulacros participativos. Pero en verdad radicalizan la desciudadanización. Las reinvenciones más atractivas de los movimientos sociales ocurren cuando se enlazan las conexiones tecnológicas de las redes con la convivencia vecinal y la interculturalidad transnacional.
En otro texto posterior –“Leer en papel y en pantallas: el giro antropológico” incluido en el libro Hacia una antropología de los lectores (2015)– tu reflexión vuelve a centrarse en las pantallas y el papel, esas dos “escenas de interacción” que nos acompañan desde la infancia. ¿Qué cambios notaste diez años después del trabajo anterior?
Seguimos oscilando entre el papel y las pantallas. Así como seguimos yendo a librerías, cines, museos y también husmeando lo que se exhibe en ciudades a las que no vamos a viajar, visitamos bibliotecas porque no todo está en la red –o por el placer de tratar con esos templos- mientras buscamos ediciones lejanas en Amazon y miramos en YouTube conciertos que no pudimos presenciar.
Estos diez años, o los transcurridos desde que comenzó el siglo, desacreditan las profecías de sustitución de los libros por la comunicación digital. El edificio letrado está sacudido, mucho más que cuando se imaginó su desaparición por la industrialización de las imágenes. Pero después de las caídas de editoriales, sus fusiones y la multiplicación de independientes, creer que la lectura en papel –y la escritura- está en vías de extincíon es más bien una comodidad, la resistencia a entender cruces densos entre soportes, hábitos y gustos.
No olvido que en diez años los cambios están siendo rotundos y vertiginosos. Las redes sociales, los tuits, los textos de periódicos que nos reenvían, las conversaciones virtuales en que participamos, llaman a leer y escribir a cada momento, todos los días, casi siempre brevemente. Lo más productivo que podemos hacer para captar estas innovaciones no es preguntarnos cuánto –cuánto tiempo leemos, cuántas páginas, cuántas librerías cerraron o abrieron- sino cómo leemos: en papel y de manera distinta en las diferentes pantallas, en casa o en el transporte, cuando trabajamos o estamos al mismo tiempo siguiendo textos en el periódico impreso, el ordenador y el móvil.
En los días de junio de 2018 en que escribo esta respuesta, me reúno en casa con un escritor mexicano y un antropólogo brasileño para no sufrir solo el fútbol incoherente con que la selección argentina pierde frente a la croata. Durante el partido, llegan mensajes de escritores o periodistas argentinos y científicos brasileños, y por supuesto amigos mexicanos. Los tuits, memes y exclamaciones intercambiados hacen evidente que estamos viendo el juego con muchos más, sin importar casi nada la distancia. Leemos y escribimos y vemos la pantalla del televisor y de los iPhones en el mismo momento. Este modo de presencia estando ausente comenzó a ser posible hace una década gracias a las redes sociales. No podemos compartir con ellos el mismo vino, ni ciertos matices de las reacciones solo visibles a la mirada directa, pero la incoherencia del juego es “compensada” al acompañarnos con los enlaces virtuales. Hace una década había que buscar después del partido las opiniones en correos o en los diarios del día siguiente. La convergencia es más que tecnológica. Este ejemplo resalta los aspectos más celebrados de la mutación comunicacional: ampliación global de las interacciones, simultaneidad, acceso gratuito o más barato. Pero el desplazamiento del teléfono fijo por el móvil incluye otras transformaciones muy ambivalentes. Junto con los mensajes –escritos y visuales- intercambiados a distancia de inmediato y creando sensación de copresencia, el predominio del iPhone y el correo electrónico trae modificaciones en la interacción y la disponibilidad hacia los demás. No solo se sustituyen encuentros personales cuando se hacen acuerdos por correos y whatsapps; se pierde esa forma de presencia que es la voz del otro. Asimismo, los mensajes pueden esperar horas o días la respuesta, lo cual quita inmediatez y permite al interlocutor elaborar lo que contestará, disfrazar afectos que se manifiestan en las modulaciones de la voz y más aún en la confrontación cara a cara. ¿Más libertad de cada sujeto, más distancia, menos compromiso? ¿Se pierde la intensidad de los silencios y las vacilaciones de la oralidad, o acaso surgen en la escritura y la lectura diferidas otros énfasis y sugerencias? La convergencia generada por los nuevos intermediarios es también divergencia, la cercanía puede traer alejamiento y a veces otros recursos no habituales en la cultura letrada.
En este mismo texto marcas una diferencia entre “lectura escolar” y “lectura lúdica” y sostienes que la “escuela produce la radical separación entre la lectura formal y la lectura por placer”. Me recuerda la diferencia entre “videojuegos educativos” y “videojuegos para divertirse”… ¿Son dos dimensiones irreconciliables? ¿Por qué lo lúdico termina siendo expulsado del aula en beneficio de prácticas “serias”?
La educación modelada bajo el régimen letrado hizo prevalecer la disciplina intelectual en el aprendizaje y restringió lo lúdico a momentos especiales: la clase de gimnasia, la hora de dibujo o manualidades, el recreo y pocos más. Se debía a separaciones entre la mente y el cuerpo, la productividad y el juego, que hace más de medio siglo la pedagogía y otras ciencias sociales descalificaron. En la era digital y de la biopolítica esos divorcios son aún más inconsistentes.
Sin embargo, la escuela como institución y el envejecimiento de la planta docente los mantienen. Los aprendizajes de habilidades y lógicas no tradicionales a través de videojuegos y otros formatos digitales a disposición de los niños desde los primeros años, en la casa, cuando el iPad u otros teclados están a la mano, son parte “natural” de su entorno. Algunas escuelas incorporan esas nuevas modalidades de adquisición de saberes, pero la distribución de los presupuestos, el equipamiento antiguo de las aulas y la formación de los maestros resisten la adaptación a un mundo virtualizado.
Por supuesto, no hay que idealizar ese predominio de las pantallas y los entrelazamientos entre aprendizaje intelectual y experiencias lúdicas. Provocan a menudo adicciones a las pantallas o confusiones entre realidad y simulacro. Si lo lúdico es marginado en la enseñanza, la escuela no logra repensar estos riesgos y queda al margen también de las instituciones rediseñadas en la e-economía y la e-política: en vez de formar ciudadanos, pretende crear nostálgicos y “logra” finalmente producir alumnos que siguen esquizofrénicamente lo que la escuela impone y, por otro lado, lo que aprenden para funcionar en la sociedad actual, sobre todo en las profesiones más calificadas y mejor remuneradas. O simplemente, para utilizar servidores de salud, conocer las noticias del día y la vida de “ciudades inteligentes” en las que consumir y participar requieren conocimientos que la escuela tarda en incorporar.
De todos modos, los maestros debemos aprender que –por más que nos actualicemos- los alumnos van a formarse, aun durante el periodo de su escolarización, tanto en las aulas como en la sociabilidad generacional y en situaciones extraescolares. Una pregunta clave: qué es capaz de hacer la escuela con lo que los alumnos no van a aprender en ella. Entre otras respuestas, diría que editar saberes dispersos.
A menudo hablas de los límites que presentan las encuestas de lectura y consumo mediático ¿Qué queda fuera de estos estudios de corte cuantitativo? Siempre en el plano metodológico: ¿En qué consistiría el giro antropológico?
Las encuestas sobre la lectura son indispensables, y es lamentable que hayan comenzado a hacerse con rigor científico hace pocas décadas: en Francia y otros países europeos desde los años setenta del siglo XX, en España y América Latina en las dos últimas décadas. Serían útiles datos más antiguos para entender cómo cambiaron los modos de leer cuando la mayoría de la población adquirió esa competencia o cuando se masificaron la prensa o la televisión.
Sin embargo, las encuestas suelen estar condicionadas por las preguntas de los editores, los libreros y los políticos de la cultura formados en el saber letrado: ¿cómo vender más libros y revistas, cómo lograr que se lea más horas por semana? Este sesgo se aprecia al comprobar que, apenas en la década actual, se incorporan a las encuestas preguntas sobre lo que se lee en pantallas, años después de que aparecieran las redes sociales y muchos más desde que nos informamos y comunicamos a través de ordenadores y móviles.
No es posible captar esta nueva
ecología de la cultura si solo analizamos la crisis de las empresas, por otra
parte los nuevos hábitos de lectores y espectadores, y por otra la modificación
en el papel de los mediadores: escuelas, bibliotecas o medios masivos
tradicionales. Tampoco son suficientes las estadísticas: seguir el ritmo de las
ventas, cuántos libros al año lee cada persona, cuánto tiempo dedica a leer a
los hijos. La apariencia de rigor de las estadísticas oculta que estas
preguntas dejan fuera prácticas lectoras nuevas o no legitimadas por el saber letrado.
La convergencia de varias disciplinas en el estudio de la lectura –la sociología de la educación, la psicolingüística, las ciencias cognitivas, los estudios sobre consumo y recepción- proporcionan hoy una visión multidimensional más compleja de los procesos implicados en el acto de leer.
Al articular la sociología de la lectura con la antropología de los lectores, podemos hacer otros descubrimientos. Por ejemplo, cuando seguimos etnográficamente los comportamientos de jóvenes, con un nivel educativo promedio más alto que las generaciones anteriores, vemos que son los más capacitados para leer y comprender textos. En parte, porque su facilidad para usar tanto libros como pantallas, y los conocimientos exigidos por las ocupaciones digitalizadas, estimulan búsquedas más diversas de información. Al pedir a estudiantes universitarios que escribieran sus biografías lectoras y diarios de lectura, percibimos cómo distinguen el tiempo en línea y el tiempo fuera de conectividad, las lecturas para estudiar y las realizadas con otros fines. La lectura en red lleva en su misma dinámica la estrategia de los hipertextos. A veces hay un tópico que hila el tránsito, aunque también puede abrir la dirección ya seguida a tópicos diferentes. Se combinan novelas, textos escolares, reseñas, imágenes y fragmentos de discos o películas o conciertos en YouTube. Los estudiantes saben distinguir que el procesamiento reflexivo, exigido por esta acumulación, es más fácil en la casa o en un lugar calmo. Como sostiene Rosalía Winocur, la “conexión total” que requieren una narración larga o un ensayo no excluye la fragmentación y la intertextualidad.
Verónica Gerber y Carla Pinochet Cobos dicen que las nuevas generaciones “leen por proyectos”, según necesidades coyunturales. Podríamos incluso hablar de book surfing… ¿Hasta dónde estas nuevas lecturas no nacen y, al mismo tiempo, realimentan la producción de formatos textuales breves, efímeros y fragmentarios?
La preocupación por conocer a los lectores más que la fortuna de los libros nos hizo averiguar los vínculos de diversos lectores con soportes en papel y pantallas. En las investigaciones publicadas en los libros Hacia una antropología de los lectores, referida a la Ciudad de México, y en ¿Cómo leemos en la sociedad digital?, dedicada a Madrid, exploramos comportamientos e imaginarios de grupos de distintas edades y formaciones, cómo leen y cómo se organizan para leer, para informarse y entretenerse en las bibliotecas, los clubes de lectura, en relación con los medios y los booktubers, en diversos trabajos y en la comunicación digital.
Esta búsqueda nos llevó a reconceptualizar qué es leer, para qué se lee, por qué leemos cada vez más fragmentariamente. Esa tarea requirió dos operaciones: desontologizar y descuantitivizar las preguntas. Las respuestas estadísticas, derivadas de una época librocéntrica, suponen que leer es leer en papel y además leer en forma lineal y secuencial. Las industrias comunicacionales, al integrar textos de muy diversa extensión y carácter, imágenes y sonidos, vuelven inoperantes las definiciones de lectura del periodo letrado. Nos obligan, por tanto, a desontologizar la pregunta qué es leer e interrogar más bien cuándo y cómo se lee. Hoy toda investigación necesita comenzar por describir la lectura tal como se observa en los lectores.
No se trata, entonces, de partir de una sola definición de lectura. Si no sabemos qué es leer, no podemos medirlo. Las encuestas que fijan un preconcepto y se dedican a ponerle números imponen esa noción a la sociedad y despliegan operaciones que no se dan la posibilidad de cuestionar esa noción-guía. Sin autocuestionar los supuestos en el proceso de conocimiento, no se llega a ningún saber.
Por eso, intentamos cambiar las preguntas habituales por otras que hagan posible registrar de modo abierto los comportamientos de aquellos que leen. Es este giro antropológico –y epistemológico- el que permite ir incorporando todos los soportes de lectura: las pantallas de los ordenadores, de los móviles, de los iPad, de las salas de cine y los aparatos de vídeo, los carteles publicitarios, las instrucciones de las medicinas, etc. Seguimos analizando las escenas de lectura tradicionales –la casa, la escuela y las bibliotecas- y agregamos el metro, el autobús, el parque, el lugar de trabajo, la relación con quienes nos comunicamos –presencial o virtualmente-.
Si la lectura se presenta como un conjunto de actividades que desbordan los soportes y lugares donde venían ocurriendo, antes de contar cuánto se lee necesitamos saber qué hay que contar. Secundariamente, será interesante averiguar cuánto se lee en bibliotecas, medios de transporte o parques, cuántos leen en papel, en pantalla o prefieren imprimir el artículo o el libro, cuántos blogs o mensajes de Facebook frecuentan. Pero con el fin de comprender, más que la cantidad de los que se agrupan en uno u otro batallón en la guerra por la defensa de la lectura, dónde y cómo se organizan los lectores para informarse, conocer, comunicarse, entretenerse y quizá mejorar sus competencias lectoras.
En este momento hay un debate muy interesante entre quienes consideran a los fans unos creadores libres que potencian la cultura participativa (como Henry Jenkins) y otros investigadores que los ven como esclavos del sistema capitalista que trabajan gratis para las grandes corporaciones de Hollywood (como Christian Fuchs). ¿Cómo te posicionarías en este debate? En el texto del 2007 decías que no existen “ni individuos soberanos ni masas uniformadas”… ¿Sigues pensando lo mismo?
No he estudiado el fenómeno de los fans, pero sí estoy trabajando sobre las posibilidades futuras de la democracia cuando los ciudadanos somos reemplazados por algoritmos. ¿Es posible informarse y participar responsablemente en el capitalismo electrónico? No solo hay crisis democrática por lo que más se estudia en la sociología política: la pérdida de legitimidad y representación de los partidos y las cúpulas empresariales y mediáticas, debido a la corrupción y las fake news. Vivimos la dispersión del sentido del lenguaje y de la libre elección en los comportamientos ciudadanos al ser subsumidos en la lógica del capital y de los algoritmos.
Este proceso se inició, como decía, cuando la expansión masiva de la televisión creó la videopolítica. La mediación audiovisual alejó a los políticos de sus votantes y redujo el papel de la prensa, en general de la cultura letrada. Las marchas de manifestantes siguen existiendo, pero los medios suelen hablar de ellas casi únicamente cuando perturban la vida urbana. Las redes sociales radicalizan este proceso: redistribuyen el micrófono y la cámara generando la sensación de que cualquiera puede actuar como ciudadano, como denunciante y eventual juez; vuelven a todos inseguros al mostrar que los comportamientos personales pueden ser filmados y difundidos masivamente. La vulnerabilidad e impotencia de los ciudadanos aumenta cuando sentimos no solo que nuestras comunicaciones pueden ser grabadas y expuestas públicamente, sino que la suma de nuestros comportamientos y deseos serán combinados en algoritmos y ese saber, que abarca hasta lo más íntimo, será organizado por fuerzas secretas, globalizadas, que usarán esos conocimientos para encauzar nuestros actos como consumidores y como ciudadanos. El espacio público donde debería ejercerse la ciudadanía, pese a mostrarse tan visibilizado, se nos aparece opaco y lejano.
Una pregunta para terminar: en la última década algunos conceptos como el de “prosumidor” o “produsuario”, que ponen precisamente el énfasis en la doble función creadora/consumidora, han ido ocupando el centro de muchas conversaciones científicas y profesionales ¿Qué te parecen estos conceptos? ¿Podríamos decir que el “prosumo sirve (también) para pensar”?
En la línea de lo que venía diciendo, compartir información y compartir innovaciones productivas son dos modalidades complementarias para generar riqueza en el capitalismo conectivo y poder en la competencia política. Se disimula el papel subordinado de usuarios, ciudadanos e innovadores nombrándolos como prosumidores, “muchedumbre creativa” o comunidades inteligentes en red como dice Yann Moulier Boutang. Pero el análisis económico y simbólico de la apropiación que las empresas hacen del valor generado en redes sociales, blogs, videos en Youtube e iniciativas productivas la revela como explotación de una fuerza de trabajo no pagada. Sin embargo, estas estrategias de acumulación por desposesión, en el sentido de David Harvey, no significan simplemente una pérdida para los usuarios. Su ambigüedad reside en que, simultáneamente, prestan servicios con signos y efectos diversos. La información que subimos a Facebook, las fotos compartidas en Instagram y las alertas con que los usuarios de Waze avisan que hay tráfico excesivo o una manifestación son reconvertidos en servicios de Waze para otros conductores y también en datos para que los gobernantes controlen las protestas, tal como ha estudiado Luis Reygadas.
Para analizar estos nuevos escenarios son parcialmente útiles los estudios críticos hechos en el último medio siglo en la investigación de los medios. Anticipan cómo se fue formando una capacidad masiva de modelar la información, así como su interacción con la recepción activa y los usos de las audiencias –pienso en los trabajos de James Llul, Jesús Martín Barbero o Guillermo Orozco, entre otros-. Necesitamos reubicar ahora esos aportes en la reorganización de las relaciones laborales y comunicativas del capitalismo cognitivo.
Gustavo Lins Ribeiro, quien observa que la expropiación del conocimiento y las innovaciones para desarrollar la acumulación ya existió en el capitalismo industrial, sostiene que las diferencias actuales derivan de la expansión de las computadoras e Internet: aparecen nuevas prácticas lucrativas, otros modelos productivos y gerenciales, diferencias en los discursos y la construcción de hegemonía. Actuar en el mundo de hoy requiere usar dispositivos capaces de articular muchos modos de acceso a la información y la comunicación.
Sabemos que el smartphone condensa una multiplicidad de funciones, administradas por una empresa gigante: Google. ¿Cómo interactúa con los usuarios? Organiza grandes volúmenes de información y la hace universalmente accesible, en parte gratuitamente a través de gmail, Google Maps, Google Earth, Waze y YouTube. ¿Qué clase de servicio proporciona esta gestión de palabras, imágenes y sonidos? Lins Ribeiro destaca una operación: las palabras se convierten en mercancías. Recuerda que antes ciertas palabras tenían valor comercial, por ejemplo bajo la forma de libros, revistas o periódicos; ahora, como dice Lins Ribeiro, “cualquier palabra que pueda asociarse con mercancías o servicios tiene un valor. Actualmente, el precio de las palabras se encuentra desencarnado: ya no supone una creación literaria”. Sin embargo, al explicarnos que las palabras se transforman en signos de búsqueda y se articulan algorítmicamente en “un panóptico electrónico del mercado”, señala cómo la información que damos a Google sobre nuestros comportamientos, deseos y opiniones, nos convierte en insumos mercantilizados. Tal vez habría que hablar de formas nuevas de encarnar las palabras, que no refieren solo a la creación literaria sino al soporte corporal, vivencial, de cada usuario cuando, al activar signos de búsqueda, entrega lo que es, cree ser o desea ser.
Economía de la carnada llama Lins Ribeiro al proceso de intercambio entre el regalo, o sea el servicio que Google suministra, y lo que le cedemos de nuestra información más personal. Alude al modo en que este capitalismo electrónico nos lleva a encarnar: enganchándonos, sometiendo gustos y pensamientos íntimos a rastreos que quedan fuera de nuestro control. Esta economía laboral se sostiene gracias al trabajo no remunerado, incluso físico (clics, disposición corporal), de los usuarios.
Me parece excitante para las escuelas y universidades imaginar cómo conocer y actuar en estos nuevos escenarios. En ciertos casos, las redes sociales, especialmente entre los jóvenes, están logrando el paso de consumidores a prosumidores, de simples usuarios a creadores. Si se abren nuevas posibilidades de emancipación, las escuelas son claves para que nos emancipemos. Frente a la desciudadanización sistémica del capitalismo conectivo, la educación es necesaria para que las capacidades de los internautas no se limiten a mostrar creatividad y ocurrencias, sino para construir comunidades alternativas.
Una parte enorme de las comunicaciones disidentes y participativas –como los youtubers y los networks que los representan- está cayendo bajo el dominio de las mismas corporaciones capitalistas, generando –como escriben Márquez y Ardévol– una “situación de control y hegemonía mediática no muy diferente a la era –predigital- de la comunicación masiva”. Concuerdo, en parte, con esta apreciación. Sin embargo, las formas de participar en la producción de programas, de producir datos sobre audiencias e interactuar entre emisores y receptores o entre receptores y usuarios han cambiado lo suficiente como para que esta reorganización del poder sea más que una simple continuación de la época controlada por las industrias comunicacionales masivas.
Las comunidades de software libre, como fuerzas contrahegemónicas, cuestionan la actual hegemonía tecnológica, política y económica. Márquez y Ardévol mencionan a Anonymus como ejemplo de un modelo desafiante al de la celebridad individual hollywoodense (que perpetúa, dicen, la mayoría de youtubers) al construir una celebridad colectiva, “un seudónimo colectivo y protector que actúa como una identidad común compartida”.
Las nuevas formas de dependencia y emancipación suscitadas por este capitalismo conectivo están entre los mayores estímulos para repensar nuestros modos de leer, de promover la lectura, y también de hacer política.
La convergencia de varias disciplinas en el estudio de la lectura –la sociología de la educación, la psicolingüística, las ciencias cognitivas, los estudios sobre consumo y recepción- proporcionan hoy una visión multidimensional más compleja de los procesos implicados en el acto de leer.
Al articular la sociología de la lectura con la antropología de los lectores, podemos hacer otros descubrimientos. Por ejemplo, cuando seguimos etnográficamente los comportamientos de jóvenes, con un nivel educativo promedio más alto que las generaciones anteriores, vemos que son los más capacitados para leer y comprender textos. En parte, porque su facilidad para usar tanto libros como pantallas, y los conocimientos exigidos por las ocupaciones digitalizadas, estimulan búsquedas más diversas de información. Al pedir a estudiantes universitarios que escribieran sus biografías lectoras y diarios de lectura, percibimos cómo distinguen el tiempo en línea y el tiempo fuera de conectividad, las lecturas para estudiar y las realizadas con otros fines. La lectura en red lleva en su misma dinámica la estrategia de los hipertextos. A veces hay un tópico que hila el tránsito, aunque también puede abrir la dirección ya seguida a tópicos diferentes. Se combinan novelas, textos escolares, reseñas, imágenes y fragmentos de discos o películas o conciertos en YouTube. Los estudiantes saben distinguir que el procesamiento reflexivo, exigido por esta acumulación, es más fácil en la casa o en un lugar calmo. Como sostiene Rosalía Winocur, la “conexión total” que requieren una narración larga o un ensayo no excluye la fragmentación y la intertextualidad.
Verónica Gerber y Carla Pinochet Cobos dicen que las nuevas generaciones “leen por proyectos”, según necesidades coyunturales. Podríamos incluso hablar de book surfing… ¿Hasta dónde estas nuevas lecturas no nacen y, al mismo tiempo, realimentan la producción de formatos textuales breves, efímeros y fragmentarios?
La preocupación por conocer a los lectores más que la fortuna de los libros nos hizo averiguar los vínculos de diversos lectores con soportes en papel y pantallas. En las investigaciones publicadas en los libros Hacia una antropología de los lectores, referida a la Ciudad de México, y en ¿Cómo leemos en la sociedad digital?, dedicada a Madrid, exploramos comportamientos e imaginarios de grupos de distintas edades y formaciones, cómo leen y cómo se organizan para leer, para informarse y entretenerse en las bibliotecas, los clubes de lectura, en relación con los medios y los booktubers, en diversos trabajos y en la comunicación digital.
Esta búsqueda nos llevó a reconceptualizar qué es leer, para qué se lee, por qué leemos cada vez más fragmentariamente. Esa tarea requirió dos operaciones: desontologizar y descuantitivizar las preguntas. Las respuestas estadísticas, derivadas de una época librocéntrica, suponen que leer es leer en papel y además leer en forma lineal y secuencial. Las industrias comunicacionales, al integrar textos de muy diversa extensión y carácter, imágenes y sonidos, vuelven inoperantes las definiciones de lectura del periodo letrado. Nos obligan, por tanto, a desontologizar la pregunta qué es leer e interrogar más bien cuándo y cómo se lee. Hoy toda investigación necesita comenzar por describir la lectura tal como se observa en los lectores.
No se trata, entonces, de partir de una sola definición de lectura. Si no sabemos qué es leer, no podemos medirlo. Las encuestas que fijan un preconcepto y se dedican a ponerle números imponen esa noción a la sociedad y despliegan operaciones que no se dan la posibilidad de cuestionar esa noción-guía. Sin autocuestionar los supuestos en el proceso de conocimiento, no se llega a ningún saber.
Por eso, intentamos cambiar las preguntas habituales por otras que hagan posible registrar de modo abierto los comportamientos de aquellos que leen. Es este giro antropológico –y epistemológico- el que permite ir incorporando todos los soportes de lectura: las pantallas de los ordenadores, de los móviles, de los iPad, de las salas de cine y los aparatos de vídeo, los carteles publicitarios, las instrucciones de las medicinas, etc. Seguimos analizando las escenas de lectura tradicionales –la casa, la escuela y las bibliotecas- y agregamos el metro, el autobús, el parque, el lugar de trabajo, la relación con quienes nos comunicamos –presencial o virtualmente-.
Si la lectura se presenta como un conjunto de actividades que desbordan los soportes y lugares donde venían ocurriendo, antes de contar cuánto se lee necesitamos saber qué hay que contar. Secundariamente, será interesante averiguar cuánto se lee en bibliotecas, medios de transporte o parques, cuántos leen en papel, en pantalla o prefieren imprimir el artículo o el libro, cuántos blogs o mensajes de Facebook frecuentan. Pero con el fin de comprender, más que la cantidad de los que se agrupan en uno u otro batallón en la guerra por la defensa de la lectura, dónde y cómo se organizan los lectores para informarse, conocer, comunicarse, entretenerse y quizá mejorar sus competencias lectoras.
En este momento hay un debate muy interesante entre quienes consideran a los fans unos creadores libres que potencian la cultura participativa (como Henry Jenkins) y otros investigadores que los ven como esclavos del sistema capitalista que trabajan gratis para las grandes corporaciones de Hollywood (como Christian Fuchs). ¿Cómo te posicionarías en este debate? En el texto del 2007 decías que no existen “ni individuos soberanos ni masas uniformadas”… ¿Sigues pensando lo mismo?
No he estudiado el fenómeno de los fans, pero sí estoy trabajando sobre las posibilidades futuras de la democracia cuando los ciudadanos somos reemplazados por algoritmos. ¿Es posible informarse y participar responsablemente en el capitalismo electrónico? No solo hay crisis democrática por lo que más se estudia en la sociología política: la pérdida de legitimidad y representación de los partidos y las cúpulas empresariales y mediáticas, debido a la corrupción y las fake news. Vivimos la dispersión del sentido del lenguaje y de la libre elección en los comportamientos ciudadanos al ser subsumidos en la lógica del capital y de los algoritmos.
Este proceso se inició, como decía, cuando la expansión masiva de la televisión creó la videopolítica. La mediación audiovisual alejó a los políticos de sus votantes y redujo el papel de la prensa, en general de la cultura letrada. Las marchas de manifestantes siguen existiendo, pero los medios suelen hablar de ellas casi únicamente cuando perturban la vida urbana. Las redes sociales radicalizan este proceso: redistribuyen el micrófono y la cámara generando la sensación de que cualquiera puede actuar como ciudadano, como denunciante y eventual juez; vuelven a todos inseguros al mostrar que los comportamientos personales pueden ser filmados y difundidos masivamente. La vulnerabilidad e impotencia de los ciudadanos aumenta cuando sentimos no solo que nuestras comunicaciones pueden ser grabadas y expuestas públicamente, sino que la suma de nuestros comportamientos y deseos serán combinados en algoritmos y ese saber, que abarca hasta lo más íntimo, será organizado por fuerzas secretas, globalizadas, que usarán esos conocimientos para encauzar nuestros actos como consumidores y como ciudadanos. El espacio público donde debería ejercerse la ciudadanía, pese a mostrarse tan visibilizado, se nos aparece opaco y lejano.
Una pregunta para terminar: en la última década algunos conceptos como el de “prosumidor” o “produsuario”, que ponen precisamente el énfasis en la doble función creadora/consumidora, han ido ocupando el centro de muchas conversaciones científicas y profesionales ¿Qué te parecen estos conceptos? ¿Podríamos decir que el “prosumo sirve (también) para pensar”?
En la línea de lo que venía diciendo, compartir información y compartir innovaciones productivas son dos modalidades complementarias para generar riqueza en el capitalismo conectivo y poder en la competencia política. Se disimula el papel subordinado de usuarios, ciudadanos e innovadores nombrándolos como prosumidores, “muchedumbre creativa” o comunidades inteligentes en red como dice Yann Moulier Boutang. Pero el análisis económico y simbólico de la apropiación que las empresas hacen del valor generado en redes sociales, blogs, videos en Youtube e iniciativas productivas la revela como explotación de una fuerza de trabajo no pagada. Sin embargo, estas estrategias de acumulación por desposesión, en el sentido de David Harvey, no significan simplemente una pérdida para los usuarios. Su ambigüedad reside en que, simultáneamente, prestan servicios con signos y efectos diversos. La información que subimos a Facebook, las fotos compartidas en Instagram y las alertas con que los usuarios de Waze avisan que hay tráfico excesivo o una manifestación son reconvertidos en servicios de Waze para otros conductores y también en datos para que los gobernantes controlen las protestas, tal como ha estudiado Luis Reygadas.
Para analizar estos nuevos escenarios son parcialmente útiles los estudios críticos hechos en el último medio siglo en la investigación de los medios. Anticipan cómo se fue formando una capacidad masiva de modelar la información, así como su interacción con la recepción activa y los usos de las audiencias –pienso en los trabajos de James Llul, Jesús Martín Barbero o Guillermo Orozco, entre otros-. Necesitamos reubicar ahora esos aportes en la reorganización de las relaciones laborales y comunicativas del capitalismo cognitivo.
Gustavo Lins Ribeiro, quien observa que la expropiación del conocimiento y las innovaciones para desarrollar la acumulación ya existió en el capitalismo industrial, sostiene que las diferencias actuales derivan de la expansión de las computadoras e Internet: aparecen nuevas prácticas lucrativas, otros modelos productivos y gerenciales, diferencias en los discursos y la construcción de hegemonía. Actuar en el mundo de hoy requiere usar dispositivos capaces de articular muchos modos de acceso a la información y la comunicación.
Sabemos que el smartphone condensa una multiplicidad de funciones, administradas por una empresa gigante: Google. ¿Cómo interactúa con los usuarios? Organiza grandes volúmenes de información y la hace universalmente accesible, en parte gratuitamente a través de gmail, Google Maps, Google Earth, Waze y YouTube. ¿Qué clase de servicio proporciona esta gestión de palabras, imágenes y sonidos? Lins Ribeiro destaca una operación: las palabras se convierten en mercancías. Recuerda que antes ciertas palabras tenían valor comercial, por ejemplo bajo la forma de libros, revistas o periódicos; ahora, como dice Lins Ribeiro, “cualquier palabra que pueda asociarse con mercancías o servicios tiene un valor. Actualmente, el precio de las palabras se encuentra desencarnado: ya no supone una creación literaria”. Sin embargo, al explicarnos que las palabras se transforman en signos de búsqueda y se articulan algorítmicamente en “un panóptico electrónico del mercado”, señala cómo la información que damos a Google sobre nuestros comportamientos, deseos y opiniones, nos convierte en insumos mercantilizados. Tal vez habría que hablar de formas nuevas de encarnar las palabras, que no refieren solo a la creación literaria sino al soporte corporal, vivencial, de cada usuario cuando, al activar signos de búsqueda, entrega lo que es, cree ser o desea ser.
Economía de la carnada llama Lins Ribeiro al proceso de intercambio entre el regalo, o sea el servicio que Google suministra, y lo que le cedemos de nuestra información más personal. Alude al modo en que este capitalismo electrónico nos lleva a encarnar: enganchándonos, sometiendo gustos y pensamientos íntimos a rastreos que quedan fuera de nuestro control. Esta economía laboral se sostiene gracias al trabajo no remunerado, incluso físico (clics, disposición corporal), de los usuarios.
Me parece excitante para las escuelas y universidades imaginar cómo conocer y actuar en estos nuevos escenarios. En ciertos casos, las redes sociales, especialmente entre los jóvenes, están logrando el paso de consumidores a prosumidores, de simples usuarios a creadores. Si se abren nuevas posibilidades de emancipación, las escuelas son claves para que nos emancipemos. Frente a la desciudadanización sistémica del capitalismo conectivo, la educación es necesaria para que las capacidades de los internautas no se limiten a mostrar creatividad y ocurrencias, sino para construir comunidades alternativas.
Una parte enorme de las comunicaciones disidentes y participativas –como los youtubers y los networks que los representan- está cayendo bajo el dominio de las mismas corporaciones capitalistas, generando –como escriben Márquez y Ardévol– una “situación de control y hegemonía mediática no muy diferente a la era –predigital- de la comunicación masiva”. Concuerdo, en parte, con esta apreciación. Sin embargo, las formas de participar en la producción de programas, de producir datos sobre audiencias e interactuar entre emisores y receptores o entre receptores y usuarios han cambiado lo suficiente como para que esta reorganización del poder sea más que una simple continuación de la época controlada por las industrias comunicacionales masivas.
Las comunidades de software libre, como fuerzas contrahegemónicas, cuestionan la actual hegemonía tecnológica, política y económica. Márquez y Ardévol mencionan a Anonymus como ejemplo de un modelo desafiante al de la celebridad individual hollywoodense (que perpetúa, dicen, la mayoría de youtubers) al construir una celebridad colectiva, “un seudónimo colectivo y protector que actúa como una identidad común compartida”.
Las nuevas formas de dependencia y emancipación suscitadas por este capitalismo conectivo están entre los mayores estímulos para repensar nuestros modos de leer, de promover la lectura, y también de hacer política.
Bibliografía citada
por N. García Canclini
· Cruces, F. (2017). ¿Cómo leemos en la sociedad
digital? Lectores, booktubers y prosumidores. Madrid:
Telefónica-Ariel.
· Harvey, D. (2005). El “nuevo” imperialismo:
acumulación por desposesión. Buenos Aires: CLACSO.
·
García Canclini, N. (2015). Hacia una antropología de los
lectores. México: UAM-Telefónica-Ariel.
·
Lins Ribeiro, G. (2018). El precio de la palabra: La hegemonía del
capitalismo electrónico-informático y el Googleismo. Desacatos, 56, 16-33.
·
Lull, J.
(1998). World families watch television. Newbury Park: Sage.
·
Martín-Barbero, J. (1987). De los medios a las
mediaciones. Comunicación, cultura y hegemonía. México: Editorial
Gustavo Gili.
· Márquez, I. y Ardévol, E. (2018). Hegemonía y contrahegemonía en el
fenómeno youtuber. Desacatos, 56, 34-49.
· Moulier
Boutang, Y. (2007). Le capitalism cognitif: La
nouvelle grande transformation. París: Editions Amsterdam.
·
Orozco, G. (2008). Audiencias y pantallas en América. Comunicar, 30, 10-13.
· Reygadas, L. (2018). Dones, falsos dones, bienes comunes y explotación
en las redes digitales. Diversidad de la economía virtual, Desacatos, 56, 70-89.
·
Winocur, R. (2015). Prácticas tradicionales y emergentes de
lectoescritura entre jóvenes. En: N. García Canclini (ed.) Hacia una antropología de los lectores (pp.
243-281). México: UAM-Telefónica-Ariel
. (HIPERMEDIACIONES / 19-9-2019)
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