El gran poeta español se rodeó de los
grandes círculos de artistas en Madrid y París, pero ni su fama ni sus versos
lo ayudaron en sus tristes relaciones amorosas. En sus últimos días, la guerra
civil lo empujó a un frío y solitario final
Cuenta John Dos Passos (1896-1970), norteamericano
icónico de la Generación Perdida, que "una noche caminé por Segovia
con Antonio Machado, cuyos poemas intentaba yo traducir al inglés.
Era corpulento, andaba torpemente, y vestía un traje arrugado con brillos en
las rodillas. Su sombrero siempre tenía polvo. Daba la sensación de estar más
desamparado que un niño ante los asuntos de la vida diaria. De ser un hombre
demasiado sincero, demasiado sensible, demasiado torpe, a la manera de los
eruditos, para sobrevivir. 'Machado el bueno' le llamaban sus amigos. Era un
gran hombre".
Nada raro en quien, según Gerardo Diego, generación del 27,
Premio Cervantes, "hablaba en verso y vivía en poesía".
Es cierto. Para millones, y gracias al talento de Joan Manoel
Serrat, Machado no existe sino a través de "Caminante, no hay camino,
/ se hace camino al andar", etcétera. Pero que encierra, en apenas seis
líneas, una confesión que también es autobiografía: "Nunca perseguí la
gloria / ni dejar en la memoria / de los hombres mi canción / Yo amo los mundos
sutiles / ingrávidos y gentiles / como pompas de jabón".
Hijo de la generación del 98, tocó todas las cuerdas: prosa, verso,
ensayo, dramaturgia. Madre confitera en el barrio de Triana, padre abogado y
periodista. Según Antonio, "esta luz de Sevilla es el palacio donde nací,
con su rumor de fuente. Mi padre, en su despacho. La alta frente, la breve
mosca, y el bigote lacio."
Confesión: "Desde los 8 a los 32 he vivido en Madrid (…) Pasé por
el Instituto y la Universidad, pero de estos centros no conservo más huella que
una gran aversión a todo lo académico".
En esos días, la sombra de la pobreza, siempre amenazante, era cuerpo
concreto en la casa familiar. Su madre paría su noveno hijo. Su padre, "un
Demófilo agotado, desilusionado, cuarentón y con siete hijos vivos, aceptó el
puesto de abogado que le ofrecieron unos amigos en San Juan de Puerto Rico.
Para allá se embarcó, pero no consiguió fortuna sino el infortunio de una
tuberculosis fulminante que acabó con su vida antes de cumplir 47 años"
(De su Autobiografía).
De ese final, Juan Ramón Jiménez escribió:
"Familia empeña muebles. No trabajan ya hombres. Casa de la picaresca.
Venta de libros viejos". Crueldad gratuita. El autor del tierno Platero
y yo –se dice y hay pruebas–, no era un hombre bueno.
Ambula, de traje raído y zapatos azotados, por la vida bohemia de Madrid
de finales del XIX. Todo lo deslumbra: los tabladillos, las tertulias de
escritores, los toros, la ferocidad de Valle Inclán. Pero la iluminación, la
verdadera, le sucederá en París, donde hace pie en junio del 99.
Como si le hubieran preparado un gran acto teatral para él solo, conoce
a Pío Baroja, a Paul Verlaine, a Oscar Wilde,
a Rubén Darío. Pero de vuelta en España, y por entonces
profesor de francés, elige un destino pequeño, casi insólito, y acaso ingrávido
y sutil: Soria, siete mil almas. Y así explica su elección:
–Yo tenía un recuerdo muy bello de Andalucía. Los hermanos Quintero
estrenaron en Madrid El genio alegre, y alguien me dijo:
'Vaya usted a verla. En esa comedia está toda Andalucía'. Fui a verla, y pensé:
'Si esto de verdad es Andalucía, prefiero Soria'. Y a Soria me fui.
No fue un mal paso. Sus cinco años allí "orientaron mis ojos y mi
corazón hacia lo esencial castellano". Fue en esa tierra, más que un
profesor de la lengua de Racine, un maestro de pueblo. Pero en la otra punta
del arco iris encontró a Leonor Izquierdo, se casó con ella el 30
de julio de 1909. La novia, 15 años. El novio, 34…
Contra todo pronóstico y habladuría de populacho, fueron el uno para el
otro –un modelo–, pero arrancado de cuajo dos años después, cuando la tuberculosis
–la misma maldición que mató a su madre– la borró de este mundo.
Desgarrado, pidió trabajo en Madrid. Inútil: todas las cátedras
ocupadas. Único destino vacante: Baeza, provincia de Jaén. Que aceptará con
dolor y describirá con pluma filosa en una carta a Unamuno:
"Esta Baeza tiene un Instituto, un Seminario, una Escuela de Artes, varios
colegios, y apenas sabe leer el treinta por ciento de la población. No hay más
que una librería donde se venden tarjetas postales, devocionarios y periódicos
clericales y pornográficos. Es la comarca más rica de Jaén, y la ciudad está
poblada de mendigos y de señoritos arruinados en la ruleta".
Para romper el tedio se recibió en Filosofía y Letras, y la baraja salió
ganadora: profesor en Segovia. Domicilio: la pensión más barata, 3,50 pesetas
por día.
Nuevo amor: Pilar de Valderrama, alta burguesía madrileña,
casada, tres hijos. Pero según Concha Espina en el libro
dedicado a esa historia, "Pilar nunca estuvo enamorada de Machado, aunque
como buena cortesana fue diestra en arte de marear la perdiz". Traducción:
lo que en nuestras playas llamamos "calentar la pava pero no tomar el
mate". Ni siquiera guardó las infinitas cartas del poeta: ¡las quemó!
La guerra civil lo aniquila. Está, como todos los escritores y
pensadores republicanos, en peligro de cárcel y de paredón, como el pobrecillo Federico
García Lorca, al que le dedica el poema El crimen fue en Granada.
"Se le vio, caminando entre fusiles, por una calle larga, salir al campo
frío, aún con estrellas, de la madrugada. Mataron a Federico cuando la luz
asomaba (…) Labrad, amigos, de piedra y sueño, en el Alhambra, un túmulo al
poeta, sobre una fuente donde llore el agua, y eternamente diga: el crimen fue
en Granada, ¡en su Granada!"
La guerra la perdía el frente noble ante el fascismo fusilador del
tirano pequeñín y despiadado que se hacía llamar Generalísimo, caudillo de
España por la gracia de Dios. Hora de escapar de sus fauces.
Un día de noviembre de 1936, Rafael Alberti y León
Felipe se ofrecen a sacarlo de la línea de fuego. Pero recuerda
Alberti: "Machado, concentrado y triste, se resistía a partir". Pero
logran llevarlo a la Casa de la Cultura de Valencia. Y a pesar de su
quebrantada salud, en 1937, con dibujos de su hermano José, publica La
guerra, un testimonio eterno sobre la barbarie que ensangrenta a
España.
Pero la muerte no abandona a su presa. El peligro pisa cerca. Lo llevan
al hotel Majestic, del que narra: "El lujo del lugar contrasta con las
miserias de esos días. No hay carbón para las estufas, ni tabaco, ni
comida".
En enero del 39, su fuga a Francia, con cientos de españoles en
caravana, es la última y acaso la peor de la peripecia: a medio kilómetro de la
frontera con Francia pierde sus valijas, camina bajo la lluvia, aterido de
frío, pasa unas noches en un vagón abandonado, y por fin llega a Colliure. A su
exilio francés. Es el 18 de enero. Pero se muere muy poco después: a las tres y
media de la tarde del 22 de febrero de 1939, Miércoles de Ceniza. Y tres días
después, el día de su cumpleaños 85, muere su madre, Ana Ruiz Hernández,
que ha prometido: "Estoy dispuesta a vivir tanto como mi hijo
Antonio". Los dos yacen juntos en un nicho donado por una vecina, en el pequeño
cementerio de Colliure.
Machado. El hombre que, como si percibiera su final, escribió: "Y cuando
llegue el día del último viaje / y esté al partir la nave que nunca ha de
tornar, / me encontraréis a bordo ligero de equipaje, / casi desnudo, como los
hijos de la mar".
(Post scriptum. Consejo para quienes sólo conocen "Caminante no
hay caminos" en la voz de Serrat. Aborden a Machado,
poesía pura y clara como el agua de lluvia. Pueden buscar Campos de Castilla,
Soledades, Galerías, Proverbios y Cantares, Yo voy soñando caminos… Pero les
temps modernes hacen la ventura aún más fácil: Internet, Google, y el nombre de
ese poeta que, como diría Pío Baroja de sí mismo, "nunca tendré una buena
ropa negra". Es cierto: jamás la tuvo. ¡Y qué poco importa!)
(infobae / 16-9-2019)
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