jueves

J. D. SALINGER - LEVANTAD, CARPINTEROS, LA VIGA DEL TEJADO (20)


El whisky se me iba subiendo despacio a la cabeza y me era imposible descifrar esta información, mucho menos aun examinar sus múltiples ramificaciones posibles. Caminé de vuelta (apenas un poco demasiado rígido) hasta la mesa baja y me puse a remover una vez más la jarra de Collins. El tío del padre de la novia trató de atraer mi atención cuando me acerqué a él, pero yo estaba demasiado abstraído por el parecido entre Muriel y Charlotte como para no responderle. Además me iba sintiendo un poco mareado. Tuve el fuerte impulso, al que no cedí, de sentarme en el suelo para remover la jarra.

Un minuto o dos después, cuando empezaba a servir las bebidas, la señora Silsburn me hizo una pregunta. Cruzó la habitación hacia mí cantando, tan melodiosa era mi forma de remover.

-¿Estaría muy mal que yo le preguntara acerca del accidente que la señora Burwick mencionó antes? Me refiero a los nueve puntos de que habló. ¿Su hermano la empujó por accidente o algo por el estilo?

Dejé la jarra, que parecía extraordinariamente pesada y difícil de manejar, y la miré. Curiosamente, a pesar del ligero mareo que sentía, las imágenes distantes no habían empezado a emborronarse en absoluto. Al contrario, la señora Silsburn, como un punto focal del otro lado de la habitación, parecía de una claridad bastante inoportuna.

-¿Quién es la señora Burwick? -pregunté.

-Mi mujer -contestó el teniente, con cierta sequedad. Me estaba mirando, también, como si perteneciera a un comité que investigara por qué tardaba tanto con las bebidas.

-Ah, claro -dije.

-¿Fue un accidente? -insistió la señora Silsburn-. No tuvo intención de hacerlo, ¿verdad?

-Por el amor de Dios, señora Silsburn.

-¿Cómo dice? -me preguntó fríamente.

-Discúlpeme. No me haga caso. Estoy un poco achispado. Me serví un buen trago en la cocina hace unos cinco minutos… -Me interrumpí y de pronto me volví. Acababa de escuchar pasos pesados y familiares en el vestíbulo de la alfombra. Se acercaba a nosotros, contra nosotros, y un instante después la dama de honor entraba como una tromba.

No tuvo ojos para nadie.

-Finalmente conseguí hablar con ellos -dijo. Su voz sonaba extrañamente apagada, despojada incluso de toda sombra de subrayados-. Después de casi una hora -tenía la cara tensa y parecía acalorada como a punto de estallar-. ¿Está frío? -dijo, y se acercó a la mesa baja sin detenerse y sin que nadie le contestara. Cogió un vaso que yo había llenado a medias, más o menos un minuto antes y se lo bebió de un solo trago ávido-. Es la habitación más calurosa que he conocido en toda mi vida -dijo, de un modo bastante impersonal, y dejó el vaso vacío. Tomó la jarra y volvió a llenar a medias el vaso, con gran tintineo y crujido de cubos de hielo.

La señora Silsburn estaba ya muy cerca de la mesa baja.

-¿Qué dijeron? -preguntó impaciente-. ¿Habló con Rhea?

La dama de honor bebió primero.

-Hablé con todo el mundo -dijo, depositando el vaso y subrayando la expresión “todo el mundo” de una manera torva pero, tratándose de ella, especialmente poco dramática. Miró primero a la señora Silsburn, luego a mí, luego al teniente-. Pueden tranquilizarse -dijo-. Todo ha terminado bien.

-¿Qué quiere decir? ¿Qué ha pasado? -preguntó bruscamente la señora Silsburn.

-Lo que acabo de decir. El novio ya no se siente afectado por la felicidad. -De nuevo había una inflexión familiar en la voz de la dama de honor.

-¿Cómo fue? ¿Con quién hablaste? -le preguntó el teniente-. ¿Hablaste con la señora Fedder?

-Dije que hablé con todo el mundo. Con todo el mundo salvo la candorosa novia. Ella y el novio se han fugado -se volvió hacia mí-. ¿Pero cuánto azúcar puso usted en esto? Tiene un gusto exactamente…

-¿Fugado? -dijo la señora Silsburn, y se llevó una mano a la garganta.

La dama de honor la miró.

-Está bien, cálmese -aconsejó-. Vivirá más tiempo.

La señora Silsburn se sentó inerte en el diván, justo a mi lado. Yo contemplaba a la dama de honor y estaba seguro de que la señora Silsburn hacía lo mismo.

-Parece que él estaba en el apartamento cuando volvieron. Entonces Muriel hizo su maleta y los dos se fueron, simplemente así. -La dama de honor se encogió de hombros con afectación. Tomó de nuevo el vaso y terminó de beber-. De cualquier modo, estamos todos invitados a la recepción. O como quieran llamarle, ahora que la novia y el novio se han ido. Por lo que deduzo, ya hay allí un montón de gente. ¡Todos parecían tan contentos por teléfono!

-Dijiste que habías hablado con la señora Fedder. ¿Qué dice? -preguntó el teniente.

La dama de honor sacudió la cabeza, de un modo más bien ambiguo.

-Estuvo maravillosa. Dios mío, qué mujer. Parecía absolutamente normal. Por lo que sé, quiero decir, por lo que ella dijo, el tal Seymour prometió que empezaría a ir a un psicoanalista para que lo encaminara -se encogió nuevamente de hombros-. ¿Quién sabe? Tal vez todo termine bien. Estoy demasiado desinflada para seguir pensando -miró a su marido-. Vamos. ¿Dónde está tu gorrita?

A continuación vi que la dama de honor, el teniente y la señora Silsburn se encaminaron en fila hacia la puerta, y yo como anfitrión detrás. Les hice gestos evidentes de saludo, pero como nadie se volvió, creo que mi actitud fue ignorada.

Oí que la señora Silsburn le preguntaba a la dama de honor:

-¿Vas a ir allá o qué?

-No sé -fue la respuesta-. Si lo hacemos, será sólo un minuto.

El teniente apretó el botón del ascensor, y los tres quedaron rígidos mirando el tablero indicador. Parecían haber perdido el uso de la palabra. Me quedé en la puerta del apartamento, a unos centímetros de distancia, mirando vagamente hacia delante. Cuando se abrió la puerta del ascensor, dije adiós, en voz alta, y las tres cabezas se volvieron al unísono hacia mí.

-Oh, adiós -dijeron, y oí que la dama de honor gritaba-: ¡Gracias por la copa! -mientras la puerta del ascensor se cerraba tras de ellos.

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