Farraluque sólo tuvo
tiempo para ponerse los zapatos, el pantalón y el saco con una espiral negra
que recorría todo su espaldar. Cruzó las dos solapas del saco para no mostrar
la vellocilla del pecho. Vio en el centro de la calle, sentados en alegre
bisbiseo, al del trompo con Adolfito. Para irse quitando el susto, Farraluque
se sentó con los dos golfillos. Creyendo penetrar en su alegría, el miquito le sonreía
pensando en su fiesta sexual, pues estaba en ese momento en que la cópula era
igualmente placentera para él si la ejercía con una albina dorada de la enorme
protuberancia de un fibroma, como en un tronco de palma. No asociaba el placer
sexual a ningún sentido estético, ni siquiera a la fascinación de los matices de
la simpatía. Igualmente la presencia activa o pasiva de la cópula dependía de
la ajena demanda. Si la vez anterior que había estado con Farraluque, se había
mostrado tan esquivo, no era por subrayar ningún prejuicio moral, sino para
preparar posteriores aventuras. La astucia era en él mucho más fuerte que la varonía,
que le era indiferente y aun desconocida.
-¿Ya sabes quién era el alguien
que te esperaba?, le dijo Adolfito, tan pronto se alejó tirando de los
cordeles el muchacho con quien hablaba.
Farraluque contestó
alzando los hombros. Después se limitó a decir: -no me interesó quitarle al
antifaz-.
-Pues detrás del antifaz,
te hubieras encontrado con la cara del esposo de la señora de enfrente del
colegio. Aquella que tuviste que tirarle del pelo… terminó Adolfito sonriéndose.
Llegó el último día de
clase, por las vacaciones de Navidad, y José Cemí después de despedirse de los
poquísimos amigos que tenía en el colegio, penetró en su casa cerca de las
cinco de la tarde, pues estuvo un rato sentado en el banco de enfrente de su
casa, viendo la marcha de los patinadores hacia el Malecón. Al pasar por la
verja, entre la puerta mayor y la puerta por la que se entraba al comedor,
observó ya a su tía Leticia y a Doña Augusta, hablando con incesancia de su próximo
viaje a Santa Clara. -Estoy enferma, decía Leticia, y tú me tienes que acompañar,
pues si no lo hicieras, no serías una buena madre-. La conversación unas veces
se remansaba, cuando Leticia tenía el convencimiento de que su madre la
acompañaría en el viaje; otras se volvía intranquila, cuando las voces se
alzaban y se cruzaban, y era cuando doña Augusta alegaba que tenía su casa
abandonada, que sus otros hijos necesitaban de ella, que estaba aburrida de
vivir en provincia, cuando tenía casa en Prado. En esos momentos dubitativos
para su compañía, se exasperaba su habitual histerismo, apretaba los dientes y
sollozaba, reclamaba las sales, se extendía en el sofá, como si estuviera
extremadamente mareada. -Está bien, decía Doña Augusta, condescendiendo en
hacer sus valijas, me volveré a ir, todas mis cosas quedarán abandonadas,
Rialta se volverá a quedar sola con sus muchachos, hundiéndose cada vez más en
el recuerdo de José Eugenio. Tu egoísmo, Leticia, es la única enfermedad que
tienes, y una madre acaba siempre por someterse al egoísmo de sus hijos. Además,
encuentro a Horacio día tras día más propenso a la melancolía, apenas quiere
salir a pasear, por otra parte. Alberto está cada día más majadero. Demetrio lo
pierde de vista semanas enteras, y cuando regresa está muy intranquilo, y para
vencer a esa intranquilidad, apela a procedimientos que lo vuelven más intranquilo
aun, hasta llegar a pelearse con el propio Demetrio, que lo tolera sólo por las
cosas que me tiene que agradecer de su época de estudiante sin blanca, pero la
verdad que ya comienza a cansarse, pues su mujer lo hostiga para que ponga un
límite a su paciencia. Cuando tú, Leticia, me arrastras, todo eso queda
abandonado y así nos vas llevando a la dispersión y el caos-.
Leticia al ver que llegaba
Joseíto, como ella le decía a José Cemí, se dirigió a Rialta, diciéndole: Si tú
quisieras yo me llevaría a Joseíto, para que pasase dos semanas conmigo, él no
ha estado en el campo, saldrá a ver algún ingenio, alguna granja. Montaría a
caballo por las mañanas y eso le haría mucho bien para su asma. Lo encuentro
que vive muy retraído para su edad. Le hace falta salir, tratar más a la gente,
tener amigos. Parece que nada más le gusta oírlos a ustedes, cuando le hacen
relatos de las Navidades de Jackhonville, de la muerte de los abuelos, y sobre
todo de la muerte de su padre. Así lo van haciendo tímido, ya he visto que
cuando alguien viene de visita, sale corriendo a esconderse. En realidad
Leticia no decía ninguna de esas cosas para inclinar o convencer a Rialta, de
que le diera permiso para acompañarle en su viaje a Santa Clara, sino para
incluir a alguien más de la familia en el séquito de Doña Augusta, creyendo que
así fortalecía su causa.
Cemí oía la escena con
indiferencia, pues en esas solicitaciones familiares, le gustaba que fuese su
madre la que escogiese. -Yo creo que haría bien, contestó Rialta, aunque en el
fondo no le gustaba separarse de sus hijos. El aire del campo le hará bien a su
asma, aunque es una enfermedad tan rara y especial, que a lo mejor le sucede
con tantas yerbas y flores, que empeora. Pero como va a estar poco tiempo,
porque eso sí, dijo cambiando de acento en la expresión, si está más tiempo iré
yo misma a buscarlo.
-No llegaremos a ninguna
nota trágica, contestó Leticia, disimulando con una sonrisa, el efecto
desagradable causado por las palabras de Rialta. A las dos semanas ya está de
nuevo contigo, volvió a decir Leticia, con menos asma y contentísimo y
queriendo preparar una nueva excursión.
Rialta consintió para
hacerle más agradable los primeros días de Doña Augusta, en su traslado un poco
forzado para Santa Clara, que estuviese acompañada por uno de sus nietos, para
que no fuese tan brusca la separación del resto de la familia. Sabía que Leticia
era un temperamento abusivo y dada a la satisfacción de sus menores deseos
domésticos. El resentimiento que le había comunicado el casarse con un hombre
mayor de edad, del que nunca estuvo enamorada, unido a los años que había
tenido que pasar en provincia, una Olalla como ella, que pertenecía a la crema
de la crema, a la aristocracia con casa propia en Prado, la habían vuelto muy
tenaz en agrandar los detalles de su vivir cotidiano, queriéndolos convertir en
una cabalgata convergente hacia sus deseos. Por lo menos, en la despedida José
Cemí y Doña Augusta, estarían en su bando, es decir, en su momentánea compañía
en el momento del regreso a la provincia.
Sonaron los primeros avisos
para que el tren se pusiera en marcha. Augusta, Rialta con sus tres hijos.
Leticia y su esposo, con sus dos hijos, y Demetrio siempre alegre por la
contemplación del esposo de Leticia, que le recordaba los amenos días de Isla
de Pinos. Se rompió la fila horizontal, pasando los familiares que iban a hacer
el viaje al interior de los vagones. Desde la muerte de su padre, Cemí asociaba
toda separación a la idea de la muerte. El regreso de toda partida, era la ausencia
de morir. A medida que fueron pasando los años, paradojalmente, esa sensación
de muerte, que se entrelazaba a sus estados de laxitud, a los comienzos de toda
somnolencia, o a la resistencia de un hastío que no se doblega, lo fueron
llevando, al cobrar conciencia de los estados de abstemia, a sentir la vida
como una planicie, sobre la que se desenvuelve un espeso zumbido, sin comienzo,
sin finalidad, expresión para esos estados de ánimo que redujo con los años, hasta
decir con sencillez que la vida era un bulto muy atado, que se desataba al caer
en la eternidad.
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