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EL LEGENDARIAMENTE ESCANDALOSO CAPÍTULO VIII DE PARADISO (6) - LEZAMA LIMA


Farraluque sólo tuvo tiempo para ponerse los zapatos, el pantalón y el saco con una espiral negra que recorría todo su espaldar. Cruzó las dos solapas del saco para no mostrar la vellocilla del pecho. Vio en el centro de la calle, sentados en alegre bisbiseo, al del trompo con Adolfito. Para irse quitando el susto, Farraluque se sentó con los dos golfillos. Creyendo penetrar en su alegría, el miquito le sonreía pensando en su fiesta sexual, pues estaba en ese momento en que la cópula era igualmente placentera para él si la ejercía con una albina dorada de la enorme protuberancia de un fibroma, como en un tronco de palma. No asociaba el placer sexual a ningún sentido estético, ni siquiera a la fascinación de los matices de la simpatía. Igualmente la presencia activa o pasiva de la cópula dependía de la ajena demanda. Si la vez anterior que había estado con Farraluque, se había mostrado tan esquivo, no era por subrayar ningún prejuicio moral, sino para preparar posteriores aventuras. La astucia era en él mucho más fuerte que la varonía, que le era indiferente y aun desconocida.

-¿Ya sabes quién era el alguien que te esperaba?, le dijo Adolfito, tan pronto se alejó tirando de los cordeles el muchacho con quien hablaba.

Farraluque contestó alzando los hombros. Después se limitó a decir: -no me interesó quitarle al antifaz-.

-Pues detrás del antifaz, te hubieras encontrado con la cara del esposo de la señora de enfrente del colegio. Aquella que tuviste que tirarle del pelo… terminó Adolfito sonriéndose.

Llegó el último día de clase, por las vacaciones de Navidad, y José Cemí después de despedirse de los poquísimos amigos que tenía en el colegio, penetró en su casa cerca de las cinco de la tarde, pues estuvo un rato sentado en el banco de enfrente de su casa, viendo la marcha de los patinadores hacia el Malecón. Al pasar por la verja, entre la puerta mayor y la puerta por la que se entraba al comedor, observó ya a su tía Leticia y a Doña Augusta, hablando con incesancia de su próximo viaje a Santa Clara. -Estoy enferma, decía Leticia, y tú me tienes que acompañar, pues si no lo hicieras, no serías una buena madre-. La conversación unas veces se remansaba, cuando Leticia tenía el convencimiento de que su madre la acompañaría en el viaje; otras se volvía intranquila, cuando las voces se alzaban y se cruzaban, y era cuando doña Augusta alegaba que tenía su casa abandonada, que sus otros hijos necesitaban de ella, que estaba aburrida de vivir en provincia, cuando tenía casa en Prado. En esos momentos dubitativos para su compañía, se exasperaba su habitual histerismo, apretaba los dientes y sollozaba, reclamaba las sales, se extendía en el sofá, como si estuviera extremadamente mareada. -Está bien, decía Doña Augusta, condescendiendo en hacer sus valijas, me volveré a ir, todas mis cosas quedarán abandonadas, Rialta se volverá a quedar sola con sus muchachos, hundiéndose cada vez más en el recuerdo de José Eugenio. Tu egoísmo, Leticia, es la única enfermedad que tienes, y una madre acaba siempre por someterse al egoísmo de sus hijos. Además, encuentro a Horacio día tras día más propenso a la melancolía, apenas quiere salir a pasear, por otra parte. Alberto está cada día más majadero. Demetrio lo pierde de vista semanas enteras, y cuando regresa está muy intranquilo, y para vencer a esa intranquilidad, apela a procedimientos que lo vuelven más intranquilo aun, hasta llegar a pelearse con el propio Demetrio, que lo tolera sólo por las cosas que me tiene que agradecer de su época de estudiante sin blanca, pero la verdad que ya comienza a cansarse, pues su mujer lo hostiga para que ponga un límite a su paciencia. Cuando tú, Leticia, me arrastras, todo eso queda abandonado y así nos vas llevando a la dispersión y el caos-.

Leticia al ver que llegaba Joseíto, como ella le decía a José Cemí, se dirigió a Rialta, diciéndole: Si tú quisieras yo me llevaría a Joseíto, para que pasase dos semanas conmigo, él no ha estado en el campo, saldrá a ver algún ingenio, alguna granja. Montaría a caballo por las mañanas y eso le haría mucho bien para su asma. Lo encuentro que vive muy retraído para su edad. Le hace falta salir, tratar más a la gente, tener amigos. Parece que nada más le gusta oírlos a ustedes, cuando le hacen relatos de las Navidades de Jackhonville, de la muerte de los abuelos, y sobre todo de la muerte de su padre. Así lo van haciendo tímido, ya he visto que cuando alguien viene de visita, sale corriendo a esconderse. En realidad Leticia no decía ninguna de esas cosas para inclinar o convencer a Rialta, de que le diera permiso para acompañarle en su viaje a Santa Clara, sino para incluir a alguien más de la familia en el séquito de Doña Augusta, creyendo que así fortalecía su causa.

Cemí oía la escena con indiferencia, pues en esas solicitaciones familiares, le gustaba que fuese su madre la que escogiese. -Yo creo que haría bien, contestó Rialta, aunque en el fondo no le gustaba separarse de sus hijos. El aire del campo le hará bien a su asma, aunque es una enfermedad tan rara y especial, que a lo mejor le sucede con tantas yerbas y flores, que empeora. Pero como va a estar poco tiempo, porque eso sí, dijo cambiando de acento en la expresión, si está más tiempo iré yo misma a buscarlo.

-No llegaremos a ninguna nota trágica, contestó Leticia, disimulando con una sonrisa, el efecto desagradable causado por las palabras de Rialta. A las dos semanas ya está de nuevo contigo, volvió a decir Leticia, con menos asma y contentísimo y queriendo preparar una nueva excursión.

Rialta consintió para hacerle más agradable los primeros días de Doña Augusta, en su traslado un poco forzado para Santa Clara, que estuviese acompañada por uno de sus nietos, para que no fuese tan brusca la separación del resto de la familia. Sabía que Leticia era un temperamento abusivo y dada a la satisfacción de sus menores deseos domésticos. El resentimiento que le había comunicado el casarse con un hombre mayor de edad, del que nunca estuvo enamorada, unido a los años que había tenido que pasar en provincia, una Olalla como ella, que pertenecía a la crema de la crema, a la aristocracia con casa propia en Prado, la habían vuelto muy tenaz en agrandar los detalles de su vivir cotidiano, queriéndolos convertir en una cabalgata convergente hacia sus deseos. Por lo menos, en la despedida José Cemí y Doña Augusta, estarían en su bando, es decir, en su momentánea compañía en el momento del regreso a la provincia.

Sonaron los primeros avisos para que el tren se pusiera en marcha. Augusta, Rialta con sus tres hijos. Leticia y su esposo, con sus dos hijos, y Demetrio siempre alegre por la contemplación del esposo de Leticia, que le recordaba los amenos días de Isla de Pinos. Se rompió la fila horizontal, pasando los familiares que iban a hacer el viaje al interior de los vagones. Desde la muerte de su padre, Cemí asociaba toda separación a la idea de la muerte. El regreso de toda partida, era la ausencia de morir. A medida que fueron pasando los años, paradojalmente, esa sensación de muerte, que se entrelazaba a sus estados de laxitud, a los comienzos de toda somnolencia, o a la resistencia de un hastío que no se doblega, lo fueron llevando, al cobrar conciencia de los estados de abstemia, a sentir la vida como una planicie, sobre la que se desenvuelve un espeso zumbido, sin comienzo, sin finalidad, expresión para esos estados de ánimo que redujo con los años, hasta decir con sencillez que la vida era un bulto muy atado, que se desataba al caer en la eternidad.

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