Recuerdo que cerré el diario (en realidad, lo cerré de golpe) después de la palabra “feliz”. Entonces me quedé sentado unos minutos con el diario bajo un brazo hasta que sentí cierta incomodidad derivada de haber estado tanto tiempo sentado en el borde de la bañera. Cuando me puse de pie, descubrí que sudaba más profusamente que durante el resto del día, como si acabara de salir de un baño caliente en vez de haber estado sentado en el borde de una bañera. Me acerqué al cesto de ropa sucia, levanté la tapa y, con un movimiento de muñeca casi vicioso arrojé literalmente el diario de Seymour entre algunas sábanas y fundas de almohadas que había en el fondo del cesto. Entonces, a falta de una idea mejor, más constructiva, volví a sentarme de nuevo en el borde de la bañera. Me quedé mirando un minuto o dos el mensaje de Boo Boo en el espejo del botiquín y después salí del baño, cerrando la puerta con excesiva energía, como si la pura fuerza pudiera dejar el lugar clausurado para siempre.
Mi
siguiente parada fue en la cocina. Afortunadamente daba al vestíbulo y pude
llegar sin tener que atravesar el salón y enfrentarme a mis huéspedes. Al pasar
la puerta pendular, me quité la chaqueta (la guerrera) y la dejé caer sobre la
mesa esmaltada. Necesitaba toda mi energía simplemente para quitarme la
guerrera y me quedé un rato en camiseta, descansando, antes de asumir la tarea
hercúlea de mezclar las bebidas. Entonces, de pronto, empecé a abrir las
puertas del armario y la nevera, buscando los ingredientes de los Tom Collins. Estaban
todos, salvo que había limones en lugar de limas, y en pocos minutos tenía una
jarra entera de Collins algo azucarados. Tomé cinco vasos y después busqué una
bandeja. Era asaz difícil encontrarla y me llevó bastante tiempo, de modo que
cuando la encontré ya estaba gimiendo de manera casi inaudible mientras abría y
cerraba las puertas de los armarios.
Justo
en el momento en que salía de la cocina con la jarra y los vasos en la bandeja
y la guerrera puesta, se me encendió una bombilla imaginaria en la cabeza, como
ocurre en los tebeos para mostrar que un personaje tiene de pronto una idea muy
brillante. Dejé la bandeja en el suelo. Volví al estante de las bebidas y tomé
una botella medio llena de scotch. Llené el vaso y me serví (de un modo un tanto
accidentado) por lo menos cuatro dedos. Miré el vaso críticamente durante una
fracción de segundo y, como un héroe invicto de película del oeste, me lo bebí
de golpe y con gesto impasible. Pequeño detalle, debo mencionar, que registro
aquí con un estremecimiento bastante claro. Admito que yo tenía veintitrés años
y que estaba haciendo lo que haría cualquier robusto papanatas de veintitrés
años en circunstancias similares. No quiero decir algo tan sencillo como eso.
Quiero decir que no soy un bebedor, como se dice corrientemente. Con un cuarto
de whisky, por lo general me descompongo violentamente o empiezo a escudriñar
la habitación en busca de incrédulos. Con dos cuartos es sabido que me caigo
redondo.
Pero
este (por usar un eufemismo incomparable) no era un día común, y recuerdo que
mientras levantaba de nuevo la bandeja cargada, no había cambios favorables en
el porte de mis huéspedes, fuera del hecho revitalizante de que el tío del
padre de la novia se había unido al grupo. Tenía cruzadas las minúsculas
piernas, el pelo peinado, las manchas de grasa tan impresionantes como siempre
y he aquí que su cigarro estaba encendido. Nos saludamos de una manera aun más
extravagante que de costumbre, como si esas separaciones intermitentes fueran
de pronto demasiado largas e innecesarias para nosotros.
El
teniente seguía junto a los anaqueles. Volvía las páginas de un libro que había
tomado, al parecer absorto. (Nunca descubrí qué libro era.) La señora Silsburn,
con aire considerablemente repuesto e incluso descansado, el maquillaje recién
restaurado, pensé, estaba sentada ahora en el diván, en el extremo más apartado
del tío del padre de la novia. Hojeaba una revista.
-¡Oh,
qué delicia! -dijo, con su voz mundana, al ver la bandeja que yo acababa de
depositar en la mesa baja. Me sonrió cordialmente.
-Le
he puesto muy poca ginebra -mentí mientras empezaba a revolver la jarra.
-Ahora
se está tan a gusto y fresco aquí… -dijo la señora Silsburn-. De paso, ¿puedo
hacerle una pregunta? -Al decirlo, dejó a un lado la revista, se puso de pie,
rodeó el diván y se acercó al escritorio. Se estiró y apoyó un dedo en una de
las fotografías de la pared-. ¿Quién es esta preciosa niña? -me preguntó. Ahora
que el acondicionador funcionaba suave y constantemente y que ella había tenido
tiempo de maquillarse de nuevo, ya no era la niña marchita, asustada, que había
estado bajo el sol ardiente a la puerta del Schrafft de la calle Setenta y
nueve. Ahora se dirigía a mí con todo el frágil equilibrio de que disponía al
principio cuando se metió en el coche, delante de la casa de la abuela de la
novia, cuando me preguntó si yo era alguien llamado Dickie Briganza.
Dejé
de revolver la jarra de Collins y me acerqué a ella. Tenía clavada una uña
pintada en la fotografía del equipo de Los
niños sabios de 1929, y en
una niña en particular. Éramos siete sentados alrededor de una mesa circular,
un micrófono delante de cada niño.
-Es
la niña más preciosa que he visto en mi vida -dijo la señora Silsburn-. ¿Sabe a
quién se parece un poquitito? ¿En los ojos y en la boca?
Más
o menos en ese momento, algo del scotch (aproximadamente un dedo, diría) empezó
a afectarme y estuve a punto de contestarle: “A Dickie Briganza”, pero todavía
prevaleció cierta tendencia a la cautela. Asentí y dije el nombre de la actriz
de cine que la dama de honor, al comienzo de la tarde, había mencionado en
relación con nueve puntos quirúrgicos.
La
señora Silsburn me miró fijamente:
-¿Estaba
también en Los niños sabios? -preguntó.
-Unos
dos años. Diablos, sí. Con su auténtico nombre, claro. Charlotte Mayhew.
-¡Pero
qué interesante! -dijo la señora Silsburn-, No sabía que hubiese estado alguna
vez en la radio ni nada.
-En
realidad, la llevó Seymour. Era la hija de un osteópata que vivía en el mismo
edificio que nosotros, en Riverside Drive. -Volvía a apoyar las manos en el
respaldo de la silla y me incliné hacia delante, en parte para apoyarme, en
parte a la manera de un viejo entregado a sus recuerdos. El sonido de mi voz me
resultaba ahora singularmente agradable-. Estábamos jugando a la pelota… ¿A
alguno de ustedes le interesa esto?
-¡Sí!
-dijo la señora Silsburn.
-Estábamos
jugando a la pelota junto a la casa, una tarde, después de la escuela, Seymour y
yo, y alguien que resultó ser Charlotte empezó a tirarnos unas bolitas desde el
piso doce. Así fue como nos conocimos. La llevamos al programa esa misma
semana. No estábamos enterados siquiera de que sabía cantar. Queríamos que
fuera porque tenía un acento neoyorquino muy bonito. Acento de barrio elegante.
La
señora Silsburn lanzó ese tipo de carcajada cristalina que es, desde luego, la
muerte para el narrador de anécdotas sensible, esté sobrio o no. Evidentemente
estaba esperando que yo terminara para hacerle una pregunta directa al
teniente:
-¿A
quién la encuentra parecida? -le dijo con insistencia-. En los ojos y en la
boca, sobre todo. ¿A quién le recuerda?
El
teniente la miró y luego levantó los ojos a la fotografía.
-¿Se
refiere al aspecto que tiene en esta foto? ¿De niña? -dijo-. ¿O ahora? ¿Al
aspecto que tiene en el cine? ¿Qué quiere decir?
-A
las dos, creo. Pero especialmente en esta foto.
El
teniente examinó la foto con bastante severidad, pensé, como si no aprobara
para nada la forma en que la señora Silsburn, que después de todo era un civil
además de una mujer, le había pedido que mirara.
-Muriel
-dijo-. Se parece a Muriel en esta foto. El pelo y todo.
-¡Pero
tal cual! -dijo la señora Silsburn. Se volvió hacia mí-.
Pero tal cual -repitió-. ¿Conoce a Muriel? Quiero decir, ¿la ha visto cuando
lleva el pelo sujeto en un precioso…?
-Nunca
he visto a Muriel -dije.
-Bueno,
muy bien, le doy mi palabra -la señora Silsburn golpeó solemnemente la foto con
el dedo índice-. Esta niña podría doblar a Muriel a la misma edad. Como dos
gotas de agua.
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