La pulpería (11)
Al entrar halló que en un
ángulo de la pulpería, de espaldas a los bocoyes, y con un taburete por
asiento, se exponía a la contemplación cierto Venado cubierto por un poncho
negro del que surgían, negras, las bocamangas de la chaqueta, como eran negras
sus bombachas de merino, por lo cual resaltaba el blanco pañuelo al modo
porteño, “serenero”; el “panza de burro” gris clarito, y las espuelas y las
alzaprimas de plata. Y no había duda de que no era por duelo sino por
preferencia que así vestía; porque además del pañuelo blanco no ostentaba “luto”
en el sombrero. Ni tampoco tenía bordes negros el pañuelo de bolsillo que, en
una ocasión, apareció entre los pliegues del poncho y acarició la frente alta.
Fundada en el suelo, la
guitarra se le recostaba dulcemente a la pierna.
-¡Pucha! ¡Me aparezco
justo en el descanso! -exclamó para sí el Vizcacha.
En efecto: el cantor
bebía a pequeños sorbos su caña, posaba el vaso en el taburete que adrede tenía
al lado, se inclinaba después a su izquierda para atender con afectuosa
cortesía al coimero de la casa, el joven Aperiá de la golillita negra. Que
este, cuando se inició el canto, en puntas de pie y con un banquito de ceibo en
la mano había llegado para sentarse a su vera todo oídos y todo ojos. En ese
momento, después de remolinear un poco en su intimidad, el mozuelo se animó y
le había dicho:
-Si no tiene
inconveniente, y disculpe, ¿después no haría el bien de cantar otra vez la
décima de “La blanca luna”?
-Es que es linda,
¿noverdá?
-Sí, señor. Y era la
preferida de la finada mama.
-¡Ah, usté es huérfano!
-Es verdá. Y de un pasmo
acabo de perder a un hermano.
-¡Anda en la mala,
compañero!
-Es verdá; sí señor.
-Bueno, le haré el gusto.
Pero al final. Y diré que es a su pedido. Si no, quién sabe lo que cree la
gente. Capaz de pensar que soy como los pájaros, que siempre cantan lo mismo.
El diálogo fue cortado,
sin querer, por el Barranquero, por don Pedro. Como los años lo habían puesto
curioso además de cegatón, meciendo los colgajos se fue hacia los barriles, el
pescuezo estirado a fin de llevar bien adelantados los ojos. Y se hizo estaca
frente al Venado y a su admirador. Observó la guitarra; como si el guitarrero
fuese otro objeto inerte, lo observó también… Y cuando empezó a dar cuenta de
que con aquel fisgonear estaba haciendo un papel:
-Con el permiso de usté
-le dijo en menudos parpadeos. Y se sacó la gorra.
Aquellas sus botas ya no
le servían más que para resguardarse las canillas; por esto se retiró con
marcha apagada, de descalzo. Y tornó al rincón donde el viejo Chimango, que no
advirtió su ausencia, contemplaba con un poco de preocupación al aun más viejo
Carancho. Es que a este, la música, como siempre, le había producido una exacerbante
susceptibilidad. Se le antojó, igual que en otras oportunidades artísticas, que
la gente de la pulpería se le había puesto en contra. Y que esa hostilidad de
hijos de puta estaba mereciendo que él empezara a puñalada limpia.
-¡Bueno, compadre!
-intentaba calmar el Chimango, intuyéndolo todo-. Si acaso, si acaso… ¡no
escuchamos nada y nos retiramos!... ¿Bueno, compadre?
-¡No, señor! -roncó el
otro viejo´. ¡Faltaba más!
-Porque si nosotros nos
retiramos…
-¡No, señor! Dejemé no
más a mí. La música está linda. Y no me voy a privar de una cosa que me gusta
tanto a mí por esta manga de perdularios, ¡sepa usté!
Pretendía lanzar a todo
el mundo miradas provocativas; pero para escurrirlas por entre sus párpados cada
vez más caídos tenía que echar la cabeza tan atrás, que quedaba como haciendo
gárgaras.
-¿Qué pasa? ¿Qué pasa,
compadres?
Era el Lechuzón quien, al
llegar, ya apreció la preocupación de su compadre Chimango.
-¿Qué pasa? -repitió.
-No… La música -musitó
este con riesgo de ser oído por el hecho furia.
-¡Ah! ¡Pero se le pasa!
Cuando él se pone así, le viene asma. Y entonces ya busca para afuera, y
entonces se le pasan las dos cosas.
-Pero es que reciencito medio
quiso hacer de armas.
-¡No me lo diga!
Alarmado, el Lechuzón se
abocó al Carancho.
-¡Compadre, usté se me
está atacando del asma!
-¡No, señor! -aspiró
hasta las verijas el Carancho, casi reventando el cinto. Y ya buscó la puerta,
a los rebufes.
-¿No se lo dije? ¿No se
lo dije a usté, compadre Chimango? No hay que perder la tranquilidá. Después
vuelve hecho una seda.
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