jueves

FRANCISCO "PACO" ESPÍNOLA - DON JUAN, EL ZORRO (56)


La pulpería (11)

Al entrar halló que en un ángulo de la pulpería, de espaldas a los bocoyes, y con un taburete por asiento, se exponía a la contemplación cierto Venado cubierto por un poncho negro del que surgían, negras, las bocamangas de la chaqueta, como eran negras sus bombachas de merino, por lo cual resaltaba el blanco pañuelo al modo porteño, “serenero”; el “panza de burro” gris clarito, y las espuelas y las alzaprimas de plata. Y no había duda de que no era por duelo sino por preferencia que así vestía; porque además del pañuelo blanco no ostentaba “luto” en el sombrero. Ni tampoco tenía bordes negros el pañuelo de bolsillo que, en una ocasión, apareció entre los pliegues del poncho y acarició la frente alta.

Fundada en el suelo, la guitarra se le recostaba dulcemente a la pierna.

-¡Pucha! ¡Me aparezco justo en el descanso! -exclamó para sí el Vizcacha.

En efecto: el cantor bebía a pequeños sorbos su caña, posaba el vaso en el taburete que adrede tenía al lado, se inclinaba después a su izquierda para atender con afectuosa cortesía al coimero de la casa, el joven Aperiá de la golillita negra. Que este, cuando se inició el canto, en puntas de pie y con un banquito de ceibo en la mano había llegado para sentarse a su vera todo oídos y todo ojos. En ese momento, después de remolinear un poco en su intimidad, el mozuelo se animó y le había dicho:

-Si no tiene inconveniente, y disculpe, ¿después no haría el bien de cantar otra vez la décima de “La blanca luna”?

-Es que es linda, ¿noverdá?

-Sí, señor. Y era la preferida de la finada mama.

-¡Ah, usté es huérfano!

-Es verdá. Y de un pasmo acabo de perder a un hermano.

-¡Anda en la mala, compañero!

-Es verdá; sí señor.

-Bueno, le haré el gusto. Pero al final. Y diré que es a su pedido. Si no, quién sabe lo que cree la gente. Capaz de pensar que soy como los pájaros, que siempre cantan lo mismo.

El diálogo fue cortado, sin querer, por el Barranquero, por don Pedro. Como los años lo habían puesto curioso además de cegatón, meciendo los colgajos se fue hacia los barriles, el pescuezo estirado a fin de llevar bien adelantados los ojos. Y se hizo estaca frente al Venado y a su admirador. Observó la guitarra; como si el guitarrero fuese otro objeto inerte, lo observó también… Y cuando empezó a dar cuenta de que con aquel fisgonear estaba haciendo un papel:

-Con el permiso de usté -le dijo en menudos parpadeos. Y se sacó la gorra.

Aquellas sus botas ya no le servían más que para resguardarse las canillas; por esto se retiró con marcha apagada, de descalzo. Y tornó al rincón donde el viejo Chimango, que no advirtió su ausencia, contemplaba con un poco de preocupación al aun más viejo Carancho. Es que a este, la música, como siempre, le había producido una exacerbante susceptibilidad. Se le antojó, igual que en otras oportunidades artísticas, que la gente de la pulpería se le había puesto en contra. Y que esa hostilidad de hijos de puta estaba mereciendo que él empezara a puñalada limpia.

-¡Bueno, compadre! -intentaba calmar el Chimango, intuyéndolo todo-. Si acaso, si acaso… ¡no escuchamos nada y nos retiramos!... ¿Bueno, compadre?

-¡No, señor! -roncó el otro viejo´. ¡Faltaba más!

-Porque si nosotros nos retiramos…

-¡No, señor! Dejemé no más a mí. La música está linda. Y no me voy a privar de una cosa que me gusta tanto a mí por esta manga de perdularios, ¡sepa usté!

Pretendía lanzar a todo el mundo miradas provocativas; pero para escurrirlas por entre sus párpados cada vez más caídos tenía que echar la cabeza tan atrás, que quedaba como haciendo gárgaras.

-¿Qué pasa? ¿Qué pasa, compadres?

Era el Lechuzón quien, al llegar, ya apreció la preocupación de su compadre Chimango.

-¿Qué pasa? -repitió.

-No… La música -musitó este con riesgo de ser oído por el hecho furia.

-¡Ah! ¡Pero se le pasa! Cuando él se pone así, le viene asma. Y entonces ya busca para afuera, y entonces se le pasan las dos cosas.

-Pero es que reciencito medio quiso hacer de armas.

-¡No me lo diga!

Alarmado, el Lechuzón se abocó al Carancho.

-¡Compadre, usté se me está atacando del asma!

-¡No, señor! -aspiró hasta las verijas el Carancho, casi reventando el cinto. Y ya buscó la puerta, a los rebufes.

-¿No se lo dije? ¿No se lo dije a usté, compadre Chimango? No hay que perder la tranquilidá. Después vuelve hecho una seda.

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