1ª edición / Caracol
al Galope 1999
1ª edición WEB /
elMontevideano Laboratorio de Artes 2018
Edición y prólogo: Hugo Giovanetti Viola
PARTE
3
29
Estuvimos mucho rato
contemplando las llamas que consumieron todo, hasta que la lluvia terminó de
apagarlas y al verdor de las laderas empezó a distinguirse entre un amanecer
repentinamente claro. Al empezar el descenso me di vuelta a observar la cumbre
blanca de la montaña, recortada contra el azul brillante con la firmeza y la
seguridad que nosotros nunca tuvimos y ya no alcanzaríamos jamás.
Después pensé en mis
padres y en mi abuela, esperándome allá abajo. Paulo Enrique, Claudio y Joaquín
se arrastraban cargando el mismo silencio culpable de los demás, y era difícil
pensar en los muchachitos que fueron o fuimos hasta hace poco tiempo. La verdad
era que bajábamos no sólo hacia Montesaltos sino, sobre todo, hacia el horror
que no había sido destruido ni descifrado frente al cobertizo de don Agustín. Y
hasta las bestias como Gregorio caminaban separados y alertas: todos tenían las
escopetas abiertas sobre los hombros, pero las manos rondaban las cartucheras
dispuestas a cargarlas en la primera oportunidad. Porque seguramente no podían
razonar que al enemigo invisible era ya imposible enfrentarlo con tiros, pero
de alguna forma aceptaban que había sido declarada una guerra de todos contra
todos y que cualquiera, hasta la más intrascendente e inocua criatura podía
cargar, en su sangre o en su simple hálito, aquel soplo de exterminio y
envolver a su presa con el poder del Mal. Cualquiera de nosotros. Y en la
reposada quietud del domingo, con el sol en la cara y escuchando el chapotear
de nuestros pasos sobre la tierra que demoraría horas en endurecerse, pensé
también en Miriam. Nosotros, pensé. Tan pobres que somos, tan débiles,
distraídos, cobardes y flojos. No nos gusta mirarle la cara a la verdad. Por lo
menos ella tiene su Dios, pensé. Y la certeza, que había acosado a Ángel en los
últimos días, de que todos tenemos un alma para cuidar. El campanario de la
iglesia brillaba como un farol entre las manchas verdes de los árboles, y
pudimos oír la voz del cura desde lejos, amplificada por los parlantes de la
plaza: “Yo testifico a todo aquel que escucha las palabras de la profecía de
este libro: si alguno desoyera estas cosas, Dios traería sobre él las plagas
que están narradas aquí”.
Y sin dejar de caminar
tanteando los terrones di vuelta la cabeza una vez más y miré la humareda allá
en lo alto, elevándose imperturbable en el aire azul de la mañana. Y no sé cómo
supe, porque ni yo mismo lo entendí, que aquello era el propio Ángel,
descansando por fin en paz. La columna detenida cortaba el cielo radiante del domingo
como si no pudiese estar en otro lado y subía hacia un lugar donde quizás
vayamos todos, con ese brillo escondido que permanece en nuestros ojos cuando
se les apaga la luz.
30
Cualquiera podría
haberlos confundido con un cansado grupo de cazadores, pero ellos evitaban
mirarse a los ojos y apenas se percibían por el ruido acompasado de las botas,
el jadeo de los cuerpos culpables y el olor a sudor, ropa mojada y humo. Y
aunque alguno pensara que ahora las cosas seguirían como antes y cada uno
podría volver a cargar con su parcela de rutina diaria como si no hubiese
pasado nada, todos sabían que ya no serían los mismos.
Hasta que los techos de
la ciudad empezaron a humear bajo el sol y escucharon la resonancia metálica,
seca, fría y sin piedad de la voz del padre Antonio, multiplicada por los
parlantes: “El que da testimonio de estas cosas, dice: ciertamente vengo en
breve. Amén: sí, ven, Señor Jesús”.
Los hombres van
arrastrando sus botas embarradas y la luz los obliga a entornar los ojos como
si no quisieran ver, resbalando sobre el jugo de la aprensión que se derrite en
forma de terror de toda desguarnecida carne.
Y la voz sigue llegando
desde el valle en su lenta, monolítica, inflexible, inaccesible, inhumana
compasión: “La gracia de Nuestro Señor Jesucristo sea con todos vosotros. Amén”.
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