Los habaneros olfatean, entre las cinco y las seis de la tarde, del
domingo, ese tedio compartido por las familias, padres e hijos, que abandonan
el cine y van de retirada para su casa. Es el momento invariablemente
angustioso en que la excepción del tedio se entrega a lo cotidiano soportado
por el hombre que rumia su destino, no lo que lo dirige y lo consume.
Farraluque salió de la vaciedad de un patio escolar, en vacaciones de fin de
semana, al reto mayor del tedio fuerte en los estados de ánimo, en el sistema
nervioso de una ciudad. En el primer café de la esquina, pudo observar cómo el
padre de una niña, intentaba quitarle la grasa residual de un mantecado, de su
blusa blanca con puntitos azules. En la otra esquina una manejadora, toda de
blanco, intentaba arrancar arrancar a una niña del farol donde se había trabado
su globo rojo con negros signos islámicos. Cerca de la alcantarilla, un garzón
soltaba su trompo, traspasándolo después a la palma de la mano. Se rascaba la
mano, se sentaba en el quieto, después miraba de un extremo a otro de la calle,
muy lentamente.
Llegó al número convenido de la calle Concordia. Introdujo el llavín, se
desprendió como un cisco y dio un paso casi tambaleándose, pues había llegado a
un bosque de niebla. ¿En qué profundos había caído? Después que su vista se fue
acostumbrando, pudo darse cuenta que era una carbonería en donde se encontraba.
Las primeras divisiones que rodeaban todo el cuadrado, estaban dedicadas al
carbón ya muy dividido, para que los clientes se los fueran llevando en
cartuchos. Más arriba, los sacos traídos de la Ciénaga, grandes como pedruscos,
extensos como filamentos de luz fría. Por último, las tortas de carbón vegetal,
que se entremezclaban al otro carbón para favorecer el crecimiento de la
llamada inicial, cuyo surgimiento le arrancaba tantas maldiciones a los
cocineros del siglo pasado, pues había que ser muy diestro para poner a
dialogar en su oportunidad el fragmento más combustible de la madera con los
pellizcos de la llamarada irritante.
Se adelantó para ver una diminuta pieza, iluminada por un pequeño ojo de
buey. Allí se encontraba un hombre, con una madurez cercana a la media
secularidad, desnudo, con las medias y los zapatos puestos, con un antifaz que
hacía su rostro totalmente irreconocible. Apenas vio la presencia del esperado,
se saltó casi para la otra pieza donde la niebla de carbón parecía que pintaba.
Como un sacerdote de una hierofanía primaveral, empezó a desnudar al priápico como
si le tornease, acariciando y saludando con un sentido reverencial todas las
zonas erógenas, principalmente las de mayor longura carnosa. Era regordete,
blancón, con pequeños oleajes de grasa en la región ventral. Farraluque
comprobó que su papada era del tamaño de su bolsa testicular. La maestría en la
incorporación de la serpiente era total, a medida que se dejaba ganar por el
cuerpo penetrante, se ponía rojo, como si en vez de recibir fuese a parir un
monstruoso animal.
El tono apoplético de este poderoso incorporador del mundo exterior, fue
en crescendo hasta adquirir verdadero rugidos oraculares. Con las manos en alto
apretaba los cordeles que cerraban los sacos carboníferos, hasta que sus dedos
comenzaron a sangrar. Recordaba esas estampas, donde aparece Bafameto, el
diablo andrógino, poseído por un cerdo desdentado, rodeada la cintura por una
serpiente que se cruza en el sitio del sexo, inexorablemente vacío, mostrando
su cabeza la serpiente, flácida, en oscilante suspensión. A la altura de su falo,
que no cumplía la ley de la biología evolutiva, de que a mayor función mayor
órgano, pues a pesar del neutro empleado que le impartía, su tamaño era de una
insignia excepcional, lo que hizo reír a Farraluque, pues lo que en él era una
prosea de orgullo, algo para mostrar a los trescientos alumnos del patio de los
primarios, en el sujeto recipiendario era ocultamiento de indiferencia,
flacidez desdeñada por las raíces de la vida. En esa altura indicada, su falo
acostumbrado a eyacular sin el calor de una envoltura carnal, se agitó como
impulsado por la levedad de una brisa suave, pues dentro de la carbonería hacía
un calor de máquina de vapor naval. Los cuerpos sudaban como si se encontraran
en los más secretos pasadizos de una mina de carbón. Introdujo la vacilante
verga en una hendidura de carbón, sus movimientos exasperados en los momentos
finales de la pasión, hicieron que comenzara a desprenderse un cisco. Tiraba de
los cordeles, le daba puñetazos a la concavidad de los sacos, puntapiés a los
carbones subdivididos para la venta a los clientes más pobres. Esa sanguínea
acumulación de su frenesí, motivaron la hecatombe final de la carbonería.
Corrió el cisco con el silencio de un río en el amanecer, después los carbones
de imponente tamaño natural, aquellos que no están empequeñecidos por la pala,
rodaban como en una gruta polifémica. Farraluque y el señor del antifaz, fueron
a refugiarse a la pequeña pieza vecina. El ruido de las tortas de carbón
vegetal, burdos panales negros, era más detonante y de más arrecida frecuencia.
Por la pequeñez del local, toda la variedad del carbón venía a rebotar, golpear
o a dejar irregulares rayas negras en los cuerpos de estos irrisorios
gladiadores, unidos por el hierro ablandado de le enagenación de los sexos.
El carbón al chocar con las losetas del suelo, no sonaba en directa
relación con su tamaño, sino se deshacía en un crujido semejante a un perro
danés que royese a un ratón blanco. Todos los sacos habían perdido su
equilibrio de sostén, como si todos ellos hubiesen sido golpeados por el
maldito furor retrospectivo del caballero del antifaz. Farraluque y su sumando
contrario, no podían ver en la pequeña pieza contigua sostener el hundimiento
de la mina. Muy pronto desistieron de cumplimentar el final de su vestimenta y
sólo se cubrieron con las piezas para el indispensable pudor. Salió primero el
del antifaz, con pliegues faciales aun rubicundos por la entrecortada aventura.
Al llegar a la esquina pudo ver de soslayo el globo rojo con negros signos
islámicos, que aun seguía golpeando el cínico farol sonriente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario