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EL LEGENDARIAMENTE ESCANDALOSO CAPÍTULO VIII DE PARADISO (5) - LEZAMA LIMA


Los habaneros olfatean, entre las cinco y las seis de la tarde, del domingo, ese tedio compartido por las familias, padres e hijos, que abandonan el cine y van de retirada para su casa. Es el momento invariablemente angustioso en que la excepción del tedio se entrega a lo cotidiano soportado por el hombre que rumia su destino, no lo que lo dirige y lo consume. Farraluque salió de la vaciedad de un patio escolar, en vacaciones de fin de semana, al reto mayor del tedio fuerte en los estados de ánimo, en el sistema nervioso de una ciudad. En el primer café de la esquina, pudo observar cómo el padre de una niña, intentaba quitarle la grasa residual de un mantecado, de su blusa blanca con puntitos azules. En la otra esquina una manejadora, toda de blanco, intentaba arrancar arrancar a una niña del farol donde se había trabado su globo rojo con negros signos islámicos. Cerca de la alcantarilla, un garzón soltaba su trompo, traspasándolo después a la palma de la mano. Se rascaba la mano, se sentaba en el quieto, después miraba de un extremo a otro de la calle, muy lentamente.

Llegó al número convenido de la calle Concordia. Introdujo el llavín, se desprendió como un cisco y dio un paso casi tambaleándose, pues había llegado a un bosque de niebla. ¿En qué profundos había caído? Después que su vista se fue acostumbrando, pudo darse cuenta que era una carbonería en donde se encontraba. Las primeras divisiones que rodeaban todo el cuadrado, estaban dedicadas al carbón ya muy dividido, para que los clientes se los fueran llevando en cartuchos. Más arriba, los sacos traídos de la Ciénaga, grandes como pedruscos, extensos como filamentos de luz fría. Por último, las tortas de carbón vegetal, que se entremezclaban al otro carbón para favorecer el crecimiento de la llamada inicial, cuyo surgimiento le arrancaba tantas maldiciones a los cocineros del siglo pasado, pues había que ser muy diestro para poner a dialogar en su oportunidad el fragmento más combustible de la madera con los pellizcos de la llamarada irritante.

Se adelantó para ver una diminuta pieza, iluminada por un pequeño ojo de buey. Allí se encontraba un hombre, con una madurez cercana a la media secularidad, desnudo, con las medias y los zapatos puestos, con un antifaz que hacía su rostro totalmente irreconocible. Apenas vio la presencia del esperado, se saltó casi para la otra pieza donde la niebla de carbón parecía que pintaba. Como un sacerdote de una hierofanía primaveral, empezó a desnudar al priápico como si le tornease, acariciando y saludando con un sentido reverencial todas las zonas erógenas, principalmente las de mayor longura carnosa. Era regordete, blancón, con pequeños oleajes de grasa en la región ventral. Farraluque comprobó que su papada era del tamaño de su bolsa testicular. La maestría en la incorporación de la serpiente era total, a medida que se dejaba ganar por el cuerpo penetrante, se ponía rojo, como si en vez de recibir fuese a parir un monstruoso animal.

El tono apoplético de este poderoso incorporador del mundo exterior, fue en crescendo hasta adquirir verdadero rugidos oraculares. Con las manos en alto apretaba los cordeles que cerraban los sacos carboníferos, hasta que sus dedos comenzaron a sangrar. Recordaba esas estampas, donde aparece Bafameto, el diablo andrógino, poseído por un cerdo desdentado, rodeada la cintura por una serpiente que se cruza en el sitio del sexo, inexorablemente vacío, mostrando su cabeza la serpiente, flácida, en oscilante suspensión. A la altura de su falo, que no cumplía la ley de la biología evolutiva, de que a mayor función mayor órgano, pues a pesar del neutro empleado que le impartía, su tamaño era de una insignia excepcional, lo que hizo reír a Farraluque, pues lo que en él era una prosea de orgullo, algo para mostrar a los trescientos alumnos del patio de los primarios, en el sujeto recipiendario era ocultamiento de indiferencia, flacidez desdeñada por las raíces de la vida. En esa altura indicada, su falo acostumbrado a eyacular sin el calor de una envoltura carnal, se agitó como impulsado por la levedad de una brisa suave, pues dentro de la carbonería hacía un calor de máquina de vapor naval. Los cuerpos sudaban como si se encontraran en los más secretos pasadizos de una mina de carbón. Introdujo la vacilante verga en una hendidura de carbón, sus movimientos exasperados en los momentos finales de la pasión, hicieron que comenzara a desprenderse un cisco. Tiraba de los cordeles, le daba puñetazos a la concavidad de los sacos, puntapiés a los carbones subdivididos para la venta a los clientes más pobres. Esa sanguínea acumulación de su frenesí, motivaron la hecatombe final de la carbonería. Corrió el cisco con el silencio de un río en el amanecer, después los carbones de imponente tamaño natural, aquellos que no están empequeñecidos por la pala, rodaban como en una gruta polifémica. Farraluque y el señor del antifaz, fueron a refugiarse a la pequeña pieza vecina. El ruido de las tortas de carbón vegetal, burdos panales negros, era más detonante y de más arrecida frecuencia. Por la pequeñez del local, toda la variedad del carbón venía a rebotar, golpear o a dejar irregulares rayas negras en los cuerpos de estos irrisorios gladiadores, unidos por el hierro ablandado de le enagenación de los sexos.

El carbón al chocar con las losetas del suelo, no sonaba en directa relación con su tamaño, sino se deshacía en un crujido semejante a un perro danés que royese a un ratón blanco. Todos los sacos habían perdido su equilibrio de sostén, como si todos ellos hubiesen sido golpeados por el maldito furor retrospectivo del caballero del antifaz. Farraluque y su sumando contrario, no podían ver en la pequeña pieza contigua sostener el hundimiento de la mina. Muy pronto desistieron de cumplimentar el final de su vestimenta y sólo se cubrieron con las piezas para el indispensable pudor. Salió primero el del antifaz, con pliegues faciales aun rubicundos por la entrecortada aventura. Al llegar a la esquina pudo ver de soslayo el globo rojo con negros signos islámicos, que aun seguía golpeando el cínico farol sonriente.

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