martes

EL LEGENDARIAMENTE ESCANDALOSO CAPÍTULO VIII DE PARADISO (4) - LEZAMA LIMA


Esta vez abandonó la cama, mirando con ojos de félida, la alcoba próxima. El final del encuentro anterior, tenía algo de morderse la cola. Su final tan solo agrandaba el deseo de su inmediato comienzo, pues la extrañeza de aquella inesperada situación, así como la extremada vigilancia ejercida sobre la Circe, afanosa de la gruta de la serpiente, había impedido que la afluencia normal de su energía de manifestase libremente. Quedaba un remanente, que el abrupto final había entrecortado, pesándole un cosquilleo en la nuca, como un corcho inexorable en la línea de flotación.

Con una altiva desnudez, ya sabía lo que le esperaba, penetró en el otro cuarto. Allí estaba el miquito, el hermano de la cocinera del director. Acostado de espaldas, con las piernas elegantemente abiertas, mostraba el mismo color mamey de la carne de la hermana, brindando una facilidad externa, pero lleno de complicaciones externas casi indescifrables. Fingía el sueño, pero con una malicia bien visible, pues con un ojo destapado y travieso le daba la vuelta al cuerpo de Farraluque, deteniéndose después en el punto culminante de la lanza.

Su mestizaje no se revelaba en la asimetría del rostro, sino en la brevedad exagerada de la nariz, en unos labios que mostraban la línea de un morado apenas visible, en unos ojos verdosos de felino amansado, la caballera cobra una extensión de exagerada uniformidad, donde era imposible para la mirada aislar una hebra del resto de un grosor de noche cuando va a llover. El óvalo del rostro se cerraba con suavidad atractivo por la sonriente pequeñez de las partes que albergaba. Los dientes pequeños, de un blanco cremoso. Enseñaba un incisivo cortado en forma triangular, que al sonreír mostraba la movilidad de la punta de su lengua, como si fuese con solo la mitad de la de una serpiente bífida. La movilidad de los labios se esbozaba sobre los dientes, tiñéndolo como de reflejos marinos. Tenía tres collares extendidos hasta la mitad del pecho. Los dos primeros de una blancura de masa de coco. El otro, mezclaba una semilla color madera con cinco cuentas rojas. El siena de su cuerpo profundizaba todos esos colores, dándole un fondo de empalizada de ladrillo en el mediodía dorado. La astuta posición del miquito, decidió a Farraluque para que aceptase el reto de un nuevo lecho, con las sábanas onduladas por las rotaciones del cuerpo que mostraba como una lejana burla sagrada. Antes de penetrar Farraluque, en el cuadrado gozoso, observó que al rotar Adolfito, ya es hora que le demos su nombre, mostró el falso escondido entre las dos piernas, quedándole una pilosa concavidad, tensa por la presión ejercida por el falo en su escondite. Al empezar el encuentro Adolfito rotaba con inconcebible sagacidad, pues cuando Farraluque buscaba apuntalarlo, hurtaba la ruta de la serpiente, y cuando con su aguijón se empeñaba en sacar al del otro de su escondite, rotaba de nuevo, prometiéndole más remansada bahía a su espolón. Pero el placer en el miquito parece que consistía en esconderse, en hacer una invencible dificultad en el agresor sexual. No podía ni siquiera lograr lo que los contemporáneos de Petronio habían puesto de moda, la cópula inter femora, el encuentro donde los muslos de las dos piernas provocaban el “chorro”. La búsqueda de una bahía enloquecía a Farraluque, hasta que al fin el licor, en la parábola de su hombría, saltó sobre el pecho del miquito deleitoso, rotando este al instante, como un bailarín prodigioso, y mostrando, al final del combate su espalda y sus piernas de nuevo diabólicamente abiertas, mientras, rotando de nuevo, friccionaba con las sábanas su pecho inundado de una savia sin finalidad.

El tercer domingo de castigo, los acontecimientos comenzaron a rodar y a enlazarse desde la mañana. Adolfito se salió de su hermandad con la cocinera del director, para deslizarse hasta el patio y así poder hablar con Farraluque. Ya él había hablado con las dos criadas del director, para que Farraluque, pudiera ausentarse del colegio al comenzar el crepúsculo. Le dijo que alguien, seducido por su arte de pintar con cal, lo quería conocer. Le dejó la llave del sitio donde habían de coincidir y al despedirse, como para darle seguridad, le dijo que si tenía tiempo iría a darle compañía. Como ya Farraluque descifraba con excesiva facilidad lo que quería decir para él pintura de cal, se limitó a inquirir por el alguien que debería ir a visitar. Pero el miquito le dijo que ya lo sabría, chasqueando la lengua en la oquedad de su incisivo triangular.

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