En las obras naturalistas
el dramaturgo crea el diálogo de tal manera que, aun pareciendo natural,
muestra lo que quiere que se vea. Al emplear un lenguaje ilógico, mediante la introducción
de lo ridículo en el discurso y de lo fantástico en la conducta, un autor del
teatro absurdo se adentra en otro vocabulario. Por ejemplo, llega un tigre a la
habitación y la pareja no se da cuenta: la mujer habla, el marido contesta
quitándose los pantalones y un nuevo par entra flotando por la ventana. El
teatro del absurdo no buscaba lo irreal por buscarlo. Empleaba lo irreal para
hacer ciertas exploraciones, ya que observaba la falta de verdad en nuestros
intercambios cotidianos, y la presencia de verdad en lo que parecía traído por
los pelos. Si bien ha habido algunas obras notables surgidas de esta manera de
ver el mundo, en cuanto a escuela, el absurdo ha llegado a un callejón sin
salida. Lo mismo que en tanta estructura novelística, lo mismo que en tanta
música concreta, por ejemplo, el elemento de sorpresa se atenúa y tenemos que
afrontar el hecho de que el campo que abarca es a veces pequeñísimo. La fantasía
inventada por la mente corre el riesgo de ser de poca monta, la extravagancia y
el surrealismo de tanta parte del absurdo no hubiera satisfecho a Artaud más
que la estrechez de la obra psicológica. Lo que quería en su búsqueda de lo
sagrado era absoluto: deseaba un teatro que fuera un lugar sagrado, quería que
ese teatro estuviera servido por un grupo de actores y directores devotos, que
crearan de manera espontánea y sincera una inacabable sucesión de violentas
imágenes escénicas, provocando tan poderosas e inmediatas explosiones de
humanidad que a nadie le quedaran deseos de volver de nuevo a un teatro de
anécdota y charla. Quería que el teatro contuviera todo lo que normalmente se
reserva al delito y a la guerra. Deseaba un público que dejara caer todas sus
defensas, que se dejara perforar, sacudir, sobrecoger, violar, para que al
mismo tiempo pudiera colmarse de una poderosa y nueva carga.
Esto parece formidable;
origina, sin embargo, una duda. ¿Hasta qué punto hace pasivo al espectador?
Artaud mantenía que sólo en el teatro podíamos liberarnos de las recognoscibles
formas en que vivimos nuestras vidas cotidianas. Eso hacía del teatro un lugar
sagrado donde se podía encontrar una mayor realidad. Quienes ven con sospecha
la obra artaudiana se preguntan hasta qué punto es omnímoda esta verdad y, en
segundo lugar, qué valor tiene la experiencia. Un tótem, un grito de las
entrañas, pueden derribar los muros de prejuicio de cualquier hombre, un
alarido puede sin duda llegar hasta las vísceras. Pero ¿es creativa,
terapéutica, esta revelación, este contacto con nuestras represiones? ¿Es
verdaderamente sagrada o bien Artaud en su pasión nos arrastra a un mundo
inferior, al margen del esfuerzo, de la luz, a D. H. Lawrence, a Wagner? ¿No
hay incluso un olor a fascismo en el culto de la sinrazón? ¿No es anti
inteligente un culto de lo invisible? ¿No es una negación de la mente?
Al igual que ocurre con
todos los profetas, debemos distinguir al hombre de sus seguidores. Artaud
nunca logró su propio teatro; quizá la fuerza de su visión es como la zanahoria
delante de la nariz, que nunca se puede alcanzar. Cierto es que siempre habló
de una completa forma de vida, de un teatro en el cual la actividad del actor y
la del espectador son llevadas por la misma desesperada necesidad.
Artaud aplicado es Artaud
traicionado: traicionado porque se explota sólo una parte de su pensamiento, traicionado
porque es más fácil aplicar reglas al trabajo de un puñado de devotos actores
que a las vidas de los desconocidos espectadores que por casualidad se han
adentrado en el teatro.
Sin embargo, en las
impresionantes palabras “teatro de la crueldad” se busca a tientas un teatro
más violento, menos racional, más extremado, menos verbal, más peligroso. Hay
una alegría en las conmociones, cuya dificultad es que desaparecen. ¿Qué sigue
a una conmoción? Ahí radica el obstáculo. Disparo una pistola apuntando hacia
el espectador -lo hice en cierta ocasión- y por un segundo tengo la posibilidad
de alcanzarlo de un modo diferente. Debo relacionar esa posibilidad con un propósito;
de lo contrario, un instante después, el espectador vuelve a su punto de
partida: la inercia es la mayor fuerza conocida. Muestro una hoja de color azul
-nada más que de ese color-, ya que el azul es una afirmación directa que
produce una emoción. Un instante después dicha impresión se desvanece. Si hago
surgir un brillante destello de color escarlata, la impresión que produce es
diferente, pero a menos que alguien se aferre a ese momento y sepa por qué, cómo
y para qué lo hago, la impresión comienza también a desaparecer. La dificultad
radica en que uno se puede encontrar disparando los primeros tiros sin saber
adónde le lleva la batalla. Una ojeada al público corriente nos apremia de
manera irresistible a agredirlo, a disparar primero y preguntar después. Este
es el camino que lleva al happening.
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