Después que Leregas fue expulsado del colegio, debemos retomar el hilo
de otro ejemplar priápico, Farraluque, que después de haber sido condenado a
perder tres salidas dominicales, volvió a provocar una prolongada cadeneta
sexual, que tocaba en los prodigios. El primer domingo sin salida vagó por los
silenciosos patios de recreo, por el salón de estudios, que mostraba una
vaciedad total. El transcurrir del tiempo se le hacía duro y lento, arena
demasiado mojada dentro de la clepsidra. El tiempo se le había convertido en
una sucesión de gotitas de arena. Cremosa, goteante, interminable crema batida.
Quería borrar el tiempo con el sueño, pero el tiempo y el sueño marchaban de
espaldas, al final se daban dos palmadas y volvían a empezar como en los
inicios de un duelo, espalda contra espalda, hasta que llegaban a un número
convenido, pero los disparos no sonaban. Y sólo se prolongaba el olor del
silencio dominical, la silenciosa pólvora algodonosa, que formaban nubes
rápidas, carrozas fantasmales que llevaban una carta, con un cochero decapitado
que se deshacía como el humo a cada golpe de su látigo dentro de la niebla.
Farraluque volvía en su hastío a atravesar el patio, cuando observó que
la criada del director, bajaba la escalera, con el rostro en extremo
placentero. Su paso revelaba que quería forzar un encuentro con el sancionado
escolar. Era la misma que lo había observado detrás de las persianas, llevándole
el drolático chisme a la esposa del director. Cuando pasó por su lado le dijo:
-¿Por qué eres el único que te has quedado este domingo sin visitar a
tus familiares? -Estoy castigado, le contestó secamente Farraluque. Y lo peor
del caso es que no sé por qué me han impuesto este castigo. -El director y su
esposa han salido, le contestó la criadita. Estamos pintando la casa, si nos
ayudas, procuraremos recompensarte. Sin esperar respuesta, cogió por la mano a
Farraluque, yendo a su lado mientras subían la escalera. Al llegar a la casa
del director, vio que casi todos los objetos estaban empapelados y que el olor
de la cal, de los barnices y del aguarrás, agudizaban las evaporaciones de
todas esas substancias, escandalizando de súbito los sentidos.
Al llegar a la sala le soltó la mano a Farraluque y con fingida
indiferencia trepó una escalerilla y comenzó a resbalar la brocha chorreante de
cal por las paredes. Farraluque miró en torno y pudo apreciar que en la cama
del primer cuarto la cocinera del director, mestiza mamey de unos diecinueve
años henchidos, se sumergía en la intranquila serenidad aparente del sueño.
Empujó la puerta entornada. El cuerpo de
la prieta mamey reposaba de espaldas. La nitidez de su espalda se prolongaba
hasta la bahía de sus glúteos resistentes, como un río profundo y oscuro entre
dos colinas de cariciosa vegetación. Parecía que dormía. El ritmo de su
respiración era secretamente anhelante, el sudor que le depositaba el estío en
cada uno de los hoyuelos de su cuerpo, le comunicaba reflejos azulosos a
determinadas regiones de sus espaldas. La sal depositada en cada una de esas
hondonadas de su cuerpo parecía arder. Avivaba los reflejos de las tentaciones,
unidas a esa lejanía que comunica el sueño. La cercanía retadora del cuerpo y
la presencia en la lejanía de la ensoñación.
Farraluque se desnudó en una fulguración y saltó sobre el cuadrado de
las delicias. Pero en ese instante la durmiente, sin desperezarse, dio una
vuelta completa, ofreciendo la normalidad de su cuerpo al varón recién llegado.
La continuidad sin sobresaltos de la respiración de la mestiza, evitaba la
sospecha de fingimiento. A medida que el aguijón del leptosomático
macrogenitosoma la penetraba, parecía como si fuera a voltear de nuevo, pero
esas oscilaciones no rompían el ámbito de su sueño. Farraluque se encontraba en
ese momento de la adolescencia, en el que al terminar la cópula, la erección permanece
más allá de sus propios fines, convidando a veces a una masturbación frenética.
La inmovilidad de la durmiente comenzaba ya a atemorizarlo, cuando al asomar a la
puerta del segundo cuarto, vio a la españolita que lo había traído de la mano,
igualmente adormecida. El cuerpo de la españolita no tenía la distensión del de
la mestiza, donde la melodía parecía que iba invadiendo la memoria muscular.
Sus senos eran duros como la arcilla primigenia, su tronco tenía la resistencia
de los pinares, su flor carnal era una araña gorda, nutrida de la resina de
esos mismos pinares. Araña abultada, apretujada como un embutido. El cilindro
carnal de un poderoso adolescente, era el requerido para partir el arácnido por
su centro. Pero Farraluque había adquirido sus malicias y muy pronto comenzaría
a ejercitarlas. Los encuentros secretos de la españolita parecían más oscuros y
de más difícil desciframiento. Puerta de bronce, caballería de nubios,
guardaban su virginidad. Labios para instrumentos de viento, duros como
espadas.
Cuando Farraluque volvió a saltar sobre el cuadrado plumoso del segundo
cuarto, la rotación de la españolita fue inversa a la de la mestiza. Ofrecía la
llanura de sus espaldas y su bahía napolitana. Su círculo de cobre se rendía
fácilmente a las rotundas embestidas del glande en todas las acumulaciones de
su casquete sanguíneo. Eso nos convencía de que la españolita cuidaba
teológicamente su virginidad, pero se despreocupaba en cuanto a la doncella, a la
restante integridad de su cuerpo. Las fáciles afluencias de sangre en la
adolescencia, hicieron posible el prodigio de que una vez terminada una
conjugación normal, pudiera comenzar otra “per angostam viam”. Ese encuentro
amoroso recordaba la incorporación de una serpiente muerta por la vencedora
silbante. Anillo tras anillo, la otra extensa teoría flácida iba penetrando en
el cuerpo de la serpiente vencedora, en aquellos monstruosos organismos que aun
recordaban la indistinción de los comienzos del terciario donde la digestión y
la reproducción formaban una sola función. La relajación del túnel a recorrer,
demostraban en la españolita que eran frecuentes en su gruta la llegada de la
serpiente marina. La configuración fálica de Farraluque era en extremo propicia
a esa penetración retrospectiva, pues su aguijón tenía un exagerado predominio
de la longura sobre la raíz barbada. Con la astucia propia de una garduña
pirenaica, la españolita dividió el tamaño incorporativo en tres zonas, que
motivaban, más que pausas en el sueño, verdaderos resuellos de orgullosa
victoria. El primer segmento aditivo correspondía al endurecido casquete del
glande, unido a un fragmento rugoso, extremadamente tenso, que se extiende
desde el contorno inferior del glande y el balano estirado como una cuerda para
la resonancia. La segunda adición traía el sustentáculo de la resistencia, o el
tallo propiamente dicho, que era la parte que más comprometía, pues daba el
signo de si se abandonaría la incorporación o con denuedo se llegaría hasta el
fin. Pero la españolita, con una tenacidad de ceramista clásico, que con solo dos
dedos le abre toda la boca a la jarra, llegó a unir las dos fibrillas de los
contrarios, reconciliados en aquellas oscuridades. Torció el rostro y le dijo
al macrogenitosoma una frase que este no comprendió al principio, pero que
después lo hizo sonreír con orgullo. Como es frecuente en las peninsulares, a
las que su lujo vital las lleva a emplear gran número de expresiones criollas,
pero fuera de su significado, la petición dejada caer en el oído del atacante
de los dos frentes establecidos, fue: la ondulación permanente. Pero esa
frase exhalaba por el éxtasis de su vehemencia, nada tenía que ver con una
dialéctica de las barberías. Consistía en pedir que el conductor de la energía,
se golpease con la mano puesta de plano la fundamentación del falo introducido.
A cada uno de esos golpes, sus éxtasis se trocaban en ondulaciones corporales.
Era una cosquilla de los huesos, que ese golpe avivaba por toda la fluencia de
los músculos impregnados de un Eros estelar. Esta frase había llegado a la españolita
como un oscuro, pero sus sentidos le habían dado una explicación y una
aplicación clara como la luz por los vitrales. Retiró Farraluque su aguijón,
muy trabajado en aquella jornada de gloria, pero las ondulaciones continuaron
en la hispánica espolique, hasta que lentamente su cuerpo fue transportado por
el sueño.
1 comentario:
Creo que es una cópula muy bien descrita y llena de erotismo sin caer en la pornografía, sino en el detalle minucioso.
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