lunes

FRANCISCO "PACO" ESPÍNOLA - DON JUAN, EL ZORRO (52)


La pulpería (7)


Palmeó en el hombro al Barranquero y, haciendo cantar los grillos del chirriar de sus botas de charol, salió solo por el salón, en un paseíto. Desde sus harapos, el otro don Pedro estaba hacía ratos deseoso de hacerle una pregunta. Como vaciló tanto y, mientras había seguido observando, ya tenía resueltas las dudas. Por eso, al regreso de dom Pedro, no en tono interrogante sino con admiración, le dijo, lo mismo:

-¡Eso es seda!

Y, sin quitársela, señalaba con la gorra, estirando el pescuezo, el intenso amarillo de las bombachas que en sus repliegues libraba el poncho de dom Pedro.

Muy airoso en sus arrobas, el Chancho engullía una butifarra, reclamaba otra a alguno de los Charabones y, hecho unas pascuas, entre esquives a la mesa donde antes se sirviera, paseábase del mostrador a una pila de cajones, entre el revolotear de sus listas blancas y celestes.

Pero en uno de sus regresos a la estiba, le dio por seguir de largo… Y de largo fue que llegó talareando hasta la puerta. Ya allí, cierta perplejidad comenzaba a embarullarle un poco la cabeza cuando le llegaron como unas ganitas de irse. Sin esperar a que ellas tomaran su fundamento, ahí, no más, tornó la cara y dijo a los de adentro:

-¡Bueno, muchachos, hasta más ver!

Le respondió un silencio como de mar. Porque conservaba los murmullos.

El Biguá, el Gavilán y el Hurón, decididos a no perder de vista al loco, tras él alcanzaban ya la salida cuando he aquí que el personaje volvió a aparecer, cruzó entre ellos sin repararlos y, llegado al mostrador, se paró frente al pulpero, pero sin dejar de mirar al techo, y le dijo con imperio:

-¡Deme en seguida unos reales de confites!

No quedándoles otro remedio que el de seguir viaje, los tres fulleros habían traspuesto el umbral. Ya a la intemperie, quedáronse un momento mirándose las caras y, después, instintivamente, se recostaron a la pared.

-¡Ahora resulta que el que iba a irse está dentro y los que nos tenemos que quedar, estamos afuera! ¡Pucha, qué bonito!

Cuando con su alegría recobrada el Chancho salió en definitiva, el Hurón, el Biguá y el Gavilán permanecieron inmóviles, siempre la mirada fija en la verde quietud del campo, a la espera de que, por sí mismo, el consternante, que iba a pie, se les pusiera en la visual.

Como durante el combate, en ataque de firme, el abanderado avanza él también, dando el ejemplo, así el poncho a listas blancas y celestes, sobre las zancadas, se hundía a veces y reaparecía entre las chilcas. Es que quién sabe por qué razones, desdeñando la enramada, el Chancho había maneado su tordillo en una islilla de ceibos, lejos, a las cuadras…

El símil acabado de hacer con motivo del poncho se hizo propicio en el marote del Gavilán al él mantenerse apreciando los puntos rojos de aquellos árboles tan en flor. Se acordó del finado su padre, infaltable servidor en las patriadas contra el Supremo Gobierno. Y del finado su abuelo, ídem. Firme una pierna en el suelo, la otra replegada y con la alpargata como plancha en la pared, igual a sus dos socios, de repente recobró la posición natural y, alarmado, se puso en puntas de pie. ¡Pero no! Las franjas azules y blancas, que habían desaparecido, volvieron a surgir agitadas en el chilcal. Y ahora ya, en el centro mismo del rojerío, como si aquello fuese un “Paso del Parque” o un “Tupambay”.

Entonces se volvió a recostar en la pared, volvió a alzar la pierna y aplicar a ella la alpargata. Y minutos después, lo sacó de persistente ensimismamiento la comprobación del Biguá:

-¡Bueno, esto se acabó!

Era que una loma le había salido por las espaldas a don Chancho ya en su tordillo, y lo tapó.

Abandonado el apoyo, cada cual bajó su alpargata. Y todos juntos entraron otra vez en la pulpería.

Tal era el abatimiento, que al tornarse nos les llegó de la izquierda y por detrás de la casa un ludimiento de sables; ni advirtieron, tampoco, al grupo de uniformados jinetes, de carabina a la espalda en su mayoría, que se allegaban a la enramada.

Más que sobresalto, pues, cuando, casi en seguida, irrumpió, desmontando de un salto el Sargento Segundo Cuervo, grave de empaque, con largo rodar de lloronas a cada paso resuelto.

En el medio del salón hizo una seña al dueño de casa. Y, como del lazo, volvió a salir con este a la zaga y sin hacerle el menor ruido a la autoridad, porque los pulperos, los pulperos no usan espuelas. Cada cual está en sus cosas. El pulpero compra, vende… Está bien. Pero hay otros que no.

La concurrencia no les sacaba los ojos. Aun los más apasionados temas habíanse interrumpido en seco, labio adentro. Como si de golpe, faltara puente.

-Entonces, usté me garante… -decía en voz baja el Sargento, situándose del lado de afuera de la puerta.

-¡Como que hay luz, Sargento! Porque aquí no se ha aportado desde hace meses -sostenía el pulpero todavía presa de la inquietud. Y reventando de curiosidad, se arrimó y dijo sin el menor interés:

-¿Y cómo fue la cosa?

-¡Un desmán que no tiene nombre! ¡Con un potro lo han hecho arrastrar al pulpero de “La Blanqueada”!

-¡No me diga! -se iluminó de contento súbito este otro pulpero-. ¿Y resistió don Peludo?

Un mundo de reminiscencias empezó a levantársele en el magín.

-Resistir, resistió. Ahora, que siga resistiendo, esa es otra cuestión. Si le voy a ser franco, para mí, no sigue.

Ahora fue hacia el futuro que se proyectó optimista, la imaginación de este otro pulpero.

-¡No me diga! Y esa casa, ahora, va a marchar como el demontre… ¿Y quién va a quedar al frente de ella?

-¿Pero usté qué se ha pensado de mí? ¡Vaya y averigüe, si quiere!

Se le apartó dos pasos al Sargento, y arrancaba chispas la mirada que hacía fluir, sostenida, sobre el encogido Vizcachón, cada vez más enojado porque se estaba dando cuenta de que él, desde hacía horas, también tenía esa intriga impropia de su jerarquía.

-¡Pero amigo! ¿Sabe que usté tiene cosas? Me parece que es con la autoridá con la que usté está hablando, ¿no? ¡Mire que voy a tener que saber yo quién se va a quedar a cargo de la casa! La policía, lo que tiene que hacer, es desenredar una bruta madeja. Porque, como dijo el Comisario, esta muerte, que ya casi hay que dar por hecha, no es una cosa tan inocente como de entrada pareció. A lo mejor la sobrina de él, la Mulita, que es la heredera… ¡Bueno! Pero estas sí que no son cosas de usté…

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