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Y PERSONAJE EN LA ACTIVIDAD ESTÉTICA (10)
(3 /11) Para el punto de vista estético es importante lo siguiente; yo para
mí soy sujeto de toda actividad, de toda visión, de toda audición, tacto,
pensamiento, sentimiento, etc., como si yo partiera de mi persona en mis
vivencias y me dirigiera delante de mí mismo, hacia el mundo, hacia el objeto.
El objeto se me contrapone a mí como sujeto. Aquí no se trata de una
correlación gnoseológica entre el sujeto y el objeto sino de la correlación
vital entre el yo como sujeto único y todo el resto del mundo como objeto no
tan sólo de mi conocimiento y de los sentidos exteriores, sino también de mi
voluntad y de mi sentimiento. El otro hombre, para mí, se presenta en su
totalidad como objeto; asimismo su yo es tan sólo un objeto para mí. Yo puedo
recordar a mi persona, puedo percibirme parcialmente mediante un sentido
externo y volverme parcialmente objeto del deseo y del sentimiento, esto es,
puedo convertirme en mi propio objeto. Pero en este acto de autoobjetivación ya
no coincidiría conmigo mismo, el yo-para-mí permanecería en el mismo
acto de autoobjetivación, pero no en su producto: estará en el acto de la
visión, sentimiento, pensamiento, pero no en el objeto visto o sentido. Aquí no
nos interesa el aspecto cognoscitivo de esta situación, que ha sido el fundamento
del idealismo, sino la vivencia concreta de su subjetividad y de su absoluta
inagotabilidad en el objeto (momento profundamente comprendido y asimilado por la
estética del romanticismo: las enseñanzas de Schlegel acerca de la ironía (8)),
en oposición a la pura objetividad del otro hombre. El conocimiento aporta aquí
una corrección según la cual tampoco el yo para mí -hombre único- es el yo absoluto
o el sujeto gnoseológico; todo aquello que hace que yo sea yo mismo, un hombre
determinado distinto de otros hombres: un determinado lugar y tiempo, un
determinado destino, etc., es también objeto y no sujeto del conocimiento (Rickert
(9)); pero es la vivencia propia lo que hace que el idealismo sea intuitivamente
convincente, y no la vivencia del otro hombre; esta última es lo que más bien
hace convincente el realismo y el materialismo. El solipsismo, que coloca todo
un mundo dentro de mi conciencia, puede ser convincente intuitivamente, o en
todo caso comprensible; lo totalmente comprensible intuitivamente hubiese sido
colocar todo el mundo y a mí mismo en la conciencia de otro hombre, el cual con
toda evidencia representa tan sólo una parte mísera del gran mundo. Yo no puedo
vivenciar convincentemente a mi persona presa totalmente en un objeto
externamente limitado, totalmente visible y palpable, pero también puedo
imaginarme al otro hombre de una manera distinta: todo lo interno que le
conozco, y que parcialmente vivencio, lo proyecto hacia su imagen exterior como
en un recipiente que contiene su yo, su voluntad, su conocimiento; el
otro está constituido y ubicado para mí en su imagen externa. Mientras tanto,
yo estoy vivenciando mi propia conciencia como algo que abarca el mundo, que lo
abraza, y no como algo colocado en el mundo. La imagen exterior puede ser
vivenciada como algo que concluya y abarque al otro, pero ella no es vivenciada
por mí como algo que me agote y me concluya a mí.
Para evitar malentendidos, subrayamos una vez más aquí que no nos referimos
a los momentos cognoscitivos: la relación entre el alma y el cuerpo, entre la
conciencia y la materia, entre el idealismo y el realismo, y otros problemas
vinculados a estos momentos; lo que nos importa aquí es tan sólo la vivencia
concreta, su carácter convincente desde el punto de vista puramente estético.
Podríamos decir que, desde el punto de vista de una vivencia propia, el
idealismo es intuitivamente convincente, pero desde el punto de vista de cómo vivencio
yo al otro hombre es convincente el materialismo, sin tocar para nada la
justificación filosófica y cognoscitiva de estas dos corrientes. La línea como
frontera del cuerpo es adecuada valorativamente para definir y concluir al otro
en su totalidad, en todos sus momentos, y no es adecuada en absoluto para
definir y concluir a mi propia persona, porque yo me vivencio esencialmente a
mí mismo abarcando todas las fronteras, todo cuerpo, ampliándome más allá de
cualquier límite; mi autoconciencia destruye el carácter prácticamente
convincente de mi imagen.
De allí que tan sólo otro hombre se esté vivenciando por mí como algo
connatural al mundo externo, que pueda ser introducido en él de un modo
estéticamente convincente y concorde con él. El hombre, en tanto que
naturaleza, sólo se vivencia convincentemente en el otro, pero no en sí mismo.
Yo para mí no soy connatural totalmente con el mundo externo; en mí siempre hay
algo esencial que yo puedo oponer al mundo y que es mi actividad interna, mi
subjetividad que se contrapone al mundo exterior en tanto que objeto sin saber
dentro de él; esta actividad interna mía es extranatural y está fuera del mundo,
yo siempre poseo una salida en la línea de la vivencia interior de mi persona
en el acto del mundo; existe una especie de escapatoria gracias a la cual me salvo
de la dación natural. El otro está vinculado íntimamente con el mundo, y
yo me vinculo con la actividad interior que está fuera del mundo. Cuando me
poseo a mí mismo en toda mi seriedad, todo lo objetual en mí -fragmentos de mi
expresividad exterior, todo lo dado y existente en mí, el yo como un determinado
contenido de mi pensamiento acerca de mi persona, de mis sensaciones de mí
mismo-, todo esto deja de expresarme y yo empiezo a hundirme en el acto de este
pensamiento, visión y sensación. Ni una sola circunstancia externa me abarca
completamente ni me agota; yo para mí me ubico en una suerte de tangente con
respecto a otra circunstancia dada. Todo aquello que es dado en mí
espacialmente tiende hacia un centro interior extraespacial, mientras que en el
otro lo ideal tiende a su dación espacial.
Esta particularidad de la concreta vivencia mía del otro plantea el agudo
problema estético de una justificación puramente intensiva de una limitada
consunción dada sin salir fuera de los límites de un mundo exterior espacial y
sensorial igualmente dado; tan sólo en relación con el otro se vive
directamente la insuficiencia de una concepción cognoscitiva y de una
justificación semántica indiferente a la unicidad concreta de la imagen, porque
ambas pasan por alto el momento de la expresividad externa que es tan
importante para la manera de cómo vivencio yo al otro, pero no es esencial
dentro de mi persona.
Mi actividad estética -la que no consiste en el desenvolvimiento
especializado de un artista o autor, sino en una única vida no diferenciada y
no liberada de los momentos no estéticos-, la que sincréticamente encubre una
especie de germen de una imagen creativa y plástica, se expresa en una serie de
acciones irreversibles que salen de mí y que afirman valorativamente al otro
hombre en su conclusividad exterior: abrazo, beso, señal de bendición, etc. Es
en la vivencia real de estas acciones donde se manifiesta con una claridad
especial su carácter improductivo e irreversible. Yo realizo en ellas, de un
modo evidente y convincente, el privilegio de mi ubicación fuera de otro
hombre, y su densidad valorativa se vuelve aquí sobre todo palpable. Y es que
tan sólo al otro se puede abrazar, abarcar por todos lados, palpar amorosamente
todos sus límites: el carácter frágil, terminal y concluido del otro, su ser aquí
y ahora, se conocen por mí internamente y se constituyen mediante el
acto de abarcar; es en este acto donde el ser del otro vuelve a vivir, adquiere
un nuevo sentido, nace en otro plano del ser. Sólo los labios del otro pueden
ser tocados por los míos, sólo sobre el otro pueden colocarse las manos, sólo
por encima del otro podemos elevarnos activamente abarcándolo todo, en todos
los momentos de su ser, su cuerpo, y el alma que está en él. Todo esto yo
no lo puedo vivir con respecto a mi persona, y aquí no se trata únicamente de
una imposibilidad física, sino de una no-verdad emocional y volitiva en
la orientación de todos estos actos hacia uno mismo. En tanto que objeto de un
abrazo, de un beso, de una bendición, este ser externo, limitado, del otro
llega a ser un elástico y consistente material, internamente ponderable, para
formar plásticamente y moldear a un hombre dado no como un espacio concluido físicamente
delimitado, sino como un espacio estéticamente concluido y delimitado,
estéticamente vivo y lleno de sucesos. Está claro, por supuesto que aquí nos
abstraemos de los momentos sexuales, que enturbian la pureza estética de estas
acciones irreversibles; las tomamos como reacciones vitales y artísticamente
simbólicas de la totalidad del hombre, cuando, al abrazar o bendecir un cuerpo,
abrazamos y abarcamos un alma concluida y expresada en este cuerpo.
Notas
(8) La noción de ironía romántica elaborada por Friedrich Schlegel supone
una victoriosa liberación de un yo genial de todas las normas y valores,
de sus propias objetivaciones y engendros, la permanente “superación” de su
limitación, el ascenso lúdico por encima de sí mismo. La ironía es signo de la
total arbitrariedad de cualquier estado del espíritu porque “un hombre
realmente libre e ilustrado -observa Schlegel- debería saber, según su deseo,
adoptar un tono ora filosófico, ora crítico o poético, histórico o retórico,
antiguo o moderno, de una manera totalmente arbitraria, semejante a la afinación
de un instrumento musical, en cualquier momento y en un tono cualquiera.” (Literaturnaia
teoría nemetskogo romantisma, Leningrado, 1954, p. 145).
(9) En el sistema de Rickert, la conciencia que representa la realidad
final no se interpreta como la conciencia de individuos humanos sino como conciencia
universal y suprapersonal que conserva su identidad en la mente de todos los
hombres.
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