AUTOR Y PERSONAJE EN LA ACTIVIDAD
ESTÉTICA (10)
3) Uno de los momentos especiales y de singular importancia de la visión
plástica externa del hombre es la vivencia de las fronteras exteriores que la
delimitan. Este momento se vincula indisolublemente con la apariencia y puede
separarse de ella sólo en lo abstracto, al expresar la actitud del hombre
exterior que lo abarca: es el momento de la delimitación del hombre en el
mundo. Esa frontera exterior se vive de una manera muy diferente por la
autoconsciencia, es decir, con respecto a uno mismo frente a la actitud hacia
otro hombre. Efectivamente, tan sólo en el otro hombre me es dada la vivencia,
convincente desde el punto de vista estético y ético, de la objetualidad
empíricamente limitada. El otro en su totalidad me es dado, en el mundo que me
es externo, como un momento de este mundo limitado espacialmente por todos
lados; en todo momento determinado yo vivencio claramente todos sus límites, lo
abarco con mi mirada y puedo palparlo todo; estoy viendo la línea que enmarca
su cabeza sobre el fondo del mundo externo, así como todas las líneas de su
cuerpo, que lo delimitan en el espacio; es externo, como una cosa entre otras
cosas, sin abandonar sus fronteras para nada, sin infringir para nada su unidad
visible, palpable y plástica.
No cabe duda de que toda mi experiencia recibida jamás puede ofrecerme una
visión semejante de mi propia delimitación externa completa; no tan sólo la
percepción real, sino tampoco las nociones son capaces de construir un
horizonte cuya parte formaría yo como una totalidad absolutamente delimitada.
En relación con la percepción real, esto no requiere una demostración especial:
yo me ubico en la frontera de mi visión; el mundo visible se extiende frente a
mi persona. Al volver la cabeza hacia todos lados, puedo lograr una visión de
mí mismo desde cualquier punto del espacio que me rodea y en el centro del cual
yo me encuentro, pero no podré verme a mí mismo rodeado por este espacio. El
caso de la noción es algo más difícil. Ya hemos visto que aunque habitualmente
yo no puedo figurarme mi propia imagen, con cierto esfuerzo siempre lo puedo
hacer, imaginando mi figura delimitada por todas partes como si se tratara de
otro. Pero esta imagen no es convincente: yo no dejo de vivenciarme desde el
interior, y esta vivencia propia permanece conmigo o, más bien, yo mismo permanezco
dentro de la vivencia y no la transfiero a la imagen figurada; y precisamente
esta conciencia de que yo estuviese representado íntegramente en esta imagen,
la conciencia de que yo no exista fuera de ese objeto completamente delimitado,
es la que jamás resulta convincente: un índice necesario de toda percepción y
concepción de mi expresividad externa es la conciencia del hecho de que yo no
me encuentro, en toda mi plenitud, en esta imagen. Mientras que la concepción
de otro hombre corresponde plenamente a la totalidad de su visión real, mi
conceptualización propia aparece como construida y no corresponde a ninguna
percepción real; lo más importante de una vivencia real de uno mismo permanece
fuera de la visión exterior.
Esta diferencia entre una vivencia propia y la vivencia imaginada del otro
se supera mediante el conocimiento o, más exactamente, el conocimiento
subestima esta diferencia, igual que menosprecia también la unicidad del sujeto
cognoscente. En el único mundo del conocimiento, yo no puedo ubicar a mi persona
como un único yo-para-mí, en oposición a todos los demás hombres sin
excepción alguna, tanto pasados como presentes y futuros, en tanto que sean
otros para mí; por el contrario, yo sé que soy un hombre tan limitado como
todos los demás, y que cualquier otro hombre se vivencia esencialmente desde su
interior, sin manifestarse, por principio, en una expresividad exterior de sí
mismo. Pero este conocimiento no puede determinar una visión real del mundo
concreto del sujeto único. La correlación de las categorías de imágenes del yo
en la que yo vivencio a mí mismo, como algo único, se distingue
radicalmente de la forma del otro en la que yo vivencio a todos los
demás hombres sin excepción. También el yo del otro hombre es vivenciado
por mí de un modo totalmente diferente de mi propio yo: el yo del
otro se reduce a la categoría del otro como su momento; esta diferencia
tiene importancia no sólo para la estética, sino también para la ética. Basta
con señalar la inequidad de principio que existe entre el yo y el otro desde el
punto de vista de la moral cristiana: no se puede amar a uno mismo, pero se
debe amar al otro, no se puede ser condescendiente consigo mismo, pero se debe
ser condescendiente con el otro; en general se debe liberar al otro de cualquier
peso y tomarlo para uno mismo; (7) por ejemplo el altruismo que valora de una
manera muy distinta la felicidad propia y la del otro. Más adelante vamos a
regresar al solipsismo ético.
Notas
(7) Cf. La máxima del Nuevo Testamento: “Llevad la carga del otro” (Gál.
VI, 2).
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