14
De golpe estaba en el
hospital, y me frotaban las rodillas con pedazos de algodón empapados en algo.
Me ardían. Los codos también me ardían.
Había un doctor y una
enfermera inclinados arriba mío. Yo estaba en la cama y el sol entraba por la
ventana.
Todo parecía muy
tranquilo. El doctor me sonrió. La enfermera se incorporó y me sonrió. Me
sentía bien allí.
-¿Cómo te llamás? -me
preguntó el doctor.
-Henry.
-¿Henry qué?
-Chinaski.
-¿Polaco, no?
-Alemán.
-¿Por qué nadie quiere
ser polaco?
-Es que yo nací en
Alemania.
-¿Dónde vivís? -me preguntó
la enfermera.
-Con mis padres.
-¿De veras? -dijo el doctor.
-¿Y dónde queda eso?
-¿Qué les pasó a mis
codos y a mis rodillas?
-Te atropelló un auto.
Por suerte, no te agarraron las ruedas. Los testigos dicen que el conductor parecía
un borracho. Te atropelló y se escapó. Pero le anotaron la matrícula. Lo van a
agarrar.
-Tiene una enfermera muy
linda… -dije.
-Gracias -dijo ella.
-¿Querés una cita con
ella? -preguntó el doctor.
-¿Qué es eso?
-¿Querés salir con ella?
-No sé si voy a poder
hacerlo con ella. Soy demasiado joven.
-¿Hacer qué?
-Usted sabe qué.
-Bueno -sonrió la
enfermera-, vení a verme después que se te curen las rodillas y vamos a ver qué
se puede hacer.
-Perdoname -dijo el
doctor-, pero tengo que ver a otro accidentado. -Y se fue de la sala.
-Ahora -dijo la enfermera-,
¿podés decirme en qué calle vivís?
-Virginia Road.
-Decime el número, corazón.
Le di el número de casa.
Me preguntó si teníamos teléfono. Le dije que no me acordaba del número.
-Está bien -dijo ella-,
lo vamos a encontrar. Y no te preocupes. Tuviste suerte. Fue nada más que un
golpe en la cabeza y unos raspones en las rodillas.
Era muy linda, pero yo
sabía que después de que se me curaran las rodillas no iba a querer volver a
verme.
-Quiero quedarme aquí
-dije.
-¿Qué? ¿Estás diciendo
que no querés volver a tu casa con tus padres?
-No. Déjenme quedarme
aquí.
-No podemos, corazón.
Necesitamos estas camas para otra gente que esté más herida o más enferma que
vos.
Me sonrió y se fue de la
sala.
Cuando llegó mi padre me
sacó de la cama sin decir una palabra. Empezamos a caminar por el pasillo.
-¡Taradito! ¿No te enseñé
a mirar para LOS DOS lados antes de cruzar la calle?
Me arrastró por el hall y
nos cruzamos con la enfermera.
-Adiós, Henry -dijo ella.
-Adiós.
Nos metimos en un
ascensor donde había un viejo en una silla de ruedas. Lo llevaba una enfermera.
El ascensor empezó a bajar.
-Creo que voy a morirme
-dijo el viejo. -No me quiero morir. Tengo miedo…
-¡Ya viviste bastante,
viejo podrido! -murmuró mi padre.
El viejo lo miró
asustado. El ascensor se detuvo. La puerta siguió cerrada. Entonces vi por
primera vez al ascensorista. Estaba sentado en un pequeño taburete. Era un
enano vestido con un uniforme de color rojo brillante y un gorrito rojo.
El enano miró a mi padre.
-Señor -dijo. -¡Usted es
un loco asqueroso!
-Macaco -contestó mi
padre-, o abrís la puerta de mierda o te aplasto el culo.
La puerta se abrió.
Fuimos hasta la salida. Mi padre me cargó a través del césped. Yo todavía
llevaba puesto un camisón del hospital. Mi padre llevaba mi ropa en una bolsa.
El viento me levantaba el camisón y podía ver mis rodillas peladas, sin vendar
y pintadas con mercuriocromo. Mi padre atravesó el césped casi corriendo.
-¡Cuando agarren a ese
hijo de puta -dijo- lo voy a demandar! ¡Le voy a sacar toda la plata que tenga!
¡Me va a mantener por el resto de mi vida! ¡Estoy harto de la maldita camioneta
de la leche! ¡Lechería el Estado dorado! ¡Estado dorado mi culo peludo!
Nos vamos a ir a los Mares del Sur. ¡Vamos a vivir comiendo cocos y ananá!
Abrió la puerta del coche
y me colocó en el asiento de adelante. Después se sentó al lado mío. Arrancó.
-¡Odio a los borrachos!
Mi padre era un borracho. Mis hermanos son unos borrachos. Los borrachos son débiles.
Los borrachos son cobardes. ¡Y los borrachos que atropellan a la gente y
se escapan tendría que estar presos el resto de su vida!
Y me siguió hablando
durante el resto del camino:
-¿Sabés que en los Mares
del Sur los nativos viven en chozas de paja? Se levantan de mañana y la comida
les cae desde los árboles. Lo único que tienen que hacer es agarrarla y
comerla, cocos y ananás. ¡Y los nativos creen que los hombres blancos son
dioses! Pescan y asan jabalíes, y las muchachas bailas y llevan polleras de paja
y les masajean las orejas a los hombres. ¡Lechería el Estado dorado, mi culo
peludo!
Pero el sueño de mi padre
no se hizo realidad. Agarraron al hombre que me atropelló y lo llevaron preso.
Tenía mujer y tres hijos y estaba sin trabajo. Era un borracho insolvente.
Estuvo un tiempo en la cárcel, pero mi padre no lo demandó. “¡No podés sacarle
sangre a un nabo de mierda!”, decía.
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