por Carles Geli
La escritora alemana Andrea Köhler defiende las ventajas de la lentitud
y la espera en el ensayo literario-filosófico ‘El tiempo regalado’
De pequeña, la escritora y
periodista alemana Andrea Köhler (Bad Pyrmont, 1957) miraba el
interior de unas cajas de sus abuelos con fotos holográficas de personas; si
esperaba y las movía, parecían fantasmas. Algo de fantasmagórico tenía también
aguardar el revelado del papel fotográfico: “Lo que no estaba, con la espera
estaba”. Eso acabó con la llegada de la foto digital: “Es pura inmediatez:
disparas y ves; se ha perdido el tiempo de espera del revelado, un lapso en el
que podían suceder otras cosas en relación al paisaje o a las personas ahí
recogidas o a ti mismo; con lo digital, esas cosas dejan de suceder”. Y ahí
nació la idea de El tiempo regalado (Libros del
Asteroide; Angle, en catalán), fina reflexión literario-filosófica sobre la
espera, trenzada a partir de las lecturas de 42 libros, de los Hermanos Grimm a
Sloterdijk, pasando por los picos de Beckett y su Esperando a Godot o del Heidegger de Los conceptos fundamentales de la metafísica.
Köhler solo ve
virtudes en la “lata de esperar”, una (in)acción que hoy es anatema o supuesto
estado de imbecilidad improductiva en esta sociedad del yoctosegundo y el
turbocapitalismo. Pero ni esa aceleración ha frenado el sufrimiento de la
espera; al contrario, Internet o Twitter convierten a todos en más impulsivos e
impacientes. “Los intervalos los podemos hacer más cortos e intensos, pero
siguen ahí, con la obsesión de utilizarlos para algo productivo, cuando
eliminar los tiempos de espera nos deja menos tiempo para pensar y conectar con
nosotros mismos”. Hasta hace poco corresponsal en Estados Unidos, ahí ha
detectado la última consecuencia: “Al querer acortar los tiempos de espera solo
ha crecido exponencialmente la ansiedad y la necesidad de su tratamiento médico
en la gente”.
Apoyándose en
el Nabokov de Habla memoria, desarrolla la autora la tesis de que la
vida no deja de ser una larga espera para morir, o un fogonazo entre dos negras
infinitudes. “La cuna se mece sobre el abismo”, escribe el autor de Lolita. “No es una idea tan terrible: la vida es algo
que pasa entre dos momentos de vacío; el hombre es el único animal que sabe que
su vida termina y es eso lo que le lleva a crear arte; que haya un principio y
final y una dirección le da sentido; es una paradoja existencial”, cree Köhler.
Todo creador, sostiene, debe soportar la espera: a que lleguen los pensamientos
y se ordenen. Es lo que Kafka llamaba “el
titubeo antes del nacimiento” porque, como dice ya ella, “a la musa no se la
obliga, pero hay que prepararle el terreno, esperar”. Se trata, pues, de
entender toda espera “como tiempo regalado y no perdido”, lejos de la
adjetivación que el Romanticismo del XVIII asoció a “dolor” y “tormento” y así
ver que el enfermar es “un compás de espera, una pausa que demanda el cuerpo” o
que parte del encanto y la razón de ser del viaje consiste en que “alguien
espere y de fe de nuestra ausencia”.
LA ESPERA MACHISTA
En Madame Bovary o en Anna
Karenina se fija la ensayista en que la rebelión contra la
espera femenina comporta la perdición, lo que contrasta, sostiene, con la
espera positiva cuando se trata del idealizado príncipe azul. ¿Es machista la
espera? “Durante muchos periodos de la Humanidad, ha sido siempre la mujer la
que ha debido esperar al hombre a que volviera, por ejemplo, de largos viajes
exploratorios o de guerras, y así se ha asociado; Penélope, mujer de Ulises, es
el primer personaje literario en el que la espera se hermana con la narración…
Y todo eso, a su vez, va ligado a una eterna pregunta del ser humano: ¿habrá,
en algún lugar, alguien que me espere?”.
Köhler practica lo
que escribe: tras una primera respuesta, aprovecha la pausa de la transcripción
que hace su interlocutor para pensar y añadir argumentos, como en su
aseveración de que, aunque hayamos adaptado nuestro equipo sensorial al tempo
acelerado, los sentimientos conservan su lentitud. “No dejamos de ser humanos:
nuestros sentimientos mantienen un cierto anacronismo, generamos defensas
contra la angustia de la rapidez, por eso no podemos liberarnos de la lentitud,
lo que explica el auge de fenómenos como la meditación, el slow food, el yoga…”, recita. Pero, ¿qué ocurre cuando
no hacemos nada? “Pues muchas cosas, llega lo inexplicable o inaudito, por
ejemplo: hemos de dejar espacio para que pase lo maravilloso; de lo que se
trata hoy es de no tener miedo a no hacer algo productivo”.
Y, tras la pausa,
otro argumento: “El ser humano busca, por naturaleza, seguridad, mientras que
en la espera todo puede pasar; pero si eliminamos la posibilidad de que puedan
suceder cosas, en el fondo perdemos libertad y puede que también memoria”. Otra
pausa y prosigue: “Pensar, escribir requiere tiempo y la naturaleza, también:
de la gestación, la pubertad o el capullo de un insecto, que son estadios de
espera, surgirá una criatura distinta… La fruta también necesita tiempo para
madurar y tiene sus estaciones; la memoria humana está asociada a ello y a los
olores de esa fruta en su temporada. ¿Qué pasará con la memoria si hay unas
frutas todo el año o éstas ya no huelen como olían porque no han madurado en el
árbol lo suficiente?”.
Enjuta, sentada muy
recta sin tocar la silla, Köhler parece fijarse en todo. Ahora ha terminado un
ensayo similar sobre la vergüenza y está en pleno trabajo de otro sobre los
rostros: “Cada cara, claro, es distinta, pero hay a veces reflejos de unas en
otras”. Temas, en cualquier caso, muy alejados. “No crea: son esenciales en la
conformación del ser humano, para conocerse y conocer a los demás”. Al menos,
poco abordados: “Sí, en Filosofía hay muchos libros sobre el tiempo, pero pocos
sobre la espera”. Quizá el problema de la espera es que suele llevar a hablar
con uno mismo. Y eso siempre da miedo.
(EL PAÍS / 22-7-2018)
(EL PAÍS / 22-7-2018)
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