martes

J. D. SALINGER - LEVANTAD, CARPINTEROS, LA VIGA DEL TEJADO (10)


-¿Qué vamos a hacer? ¿Nos vamos a quedar aquí sentados? -dijo la dama de honor-. Tengo un calor que me muero -y la señora Silsburn y yo nos volvimos justo a tiempo para ver cómo miraba directamente a su marido por primera vez desde que habían entrado en el coche-. ¿No te puedes correr un poquito? -le dijo-. Estoy tan apretada que apenas puedo respirar.

El teniente, con su risita ahogada, abrió las manos expresivamente.

-Estoy prácticamente sentado en el guardabarros, Bunny -dijo.

La dama de honor miró entonces, con una mezcla de curiosidad y desaprobación, a su propio compañero de asiento que, como si se dedicara sin saberlo a alegrarme la vida, ocupaba mucho más espacio que el necesario. Había más de cinco centímetros entre su muslo derecho y la base del apoyabrazos externo. Seguramente la dama de honor también lo había advertido, pero, a pesar de su temple, no tenía lo que había que tener para hablar con un pequeño personaje de aspecto tan formidable. Se volvió hacia su marido.

-¿Puedes llegar a tus cigarrillos? -dijo, irritada-. Nunca conseguiré sacar los míos, en la forma en que estoy apretada aquí. -Con la palabra “apretada” volvió la cabeza de nuevo para disparar una breve mirada, en la que todo estaba implícito, al minúsculo culpable que había usurpado el espacio que, a juicio de ella, le correspondía con toda justicia. El viejo permaneció sublimemente fuera de alcance. Siguió mirando fijo hacia delante, al parabrisas. La dama de honor miró a la señora Silsburn y levantó las cejas expresivamente. La señora Silsburn respondió con un gesto lleno de comprensión y simpatía. Mientras, el teniente había desplazado su peso sobre la nalga izquierda, del lado de la ventanilla, y del bolsillo derecho de su chaqueta de oficial sacó un paquete de cigarrillos y una cajita de fósforos. Su mujer tomó un cigarrillo y esperó el fuego, que llegó enseguida. La señora Silsburn y yo observamos el encendido del cigarrillo como si fuera una novedad bastante fascinante.

-Oh, discúlpeme -dijo de pronto el teniente, y tendió el paquete de cigarrillos a la señora Silsburn.

-No, gracias, no fumo -contestó rápidamente la señora Silsburn, casi con pesar.

-¿Soldado? -dijo el teniente, tendiéndome el paquete, después de la más imperceptible de las vacilaciones. A decir verdad, me gustó bastante el ofrecimiento del teniente, porque significaba una pequeña victoria de la cortesía común sobre la casta, pero rechacé el cigarrillo.

-¿Me deja ver los fósforos? -pidió la señora Silsburn, con una voz tímida, casi de niñita.

-¿Estos? -el teniente tendió rápidamente la cajita a la señora Silsburn.

Mientras yo miraba con expresión absorta, la señora Silsburn examinó la cajita de fósforos. En la cubierta exterior, con letras de oro sobre fondo carmesí, estaban impresas las palabras: “Estos fósforos fueron robados de la casa de Bob y Edie Burnick”.

-Encantador -dijo la señora Silsburn meneando la cabeza-, verdaderamente encantador.

Traté de mostrar con mi expresión que quizá no podía leer la inscripción sin gafas; miré bizqueando, neutralmente. La señora Silsburn parecía reacia a devolver la cajita a su dueño. Cuando lo hubo hecho y el teniente la guardó en el bolsillo de su túnica, dijo:

-Creo que nunca había visto una así. -Ahora se había vuelto casi del todo, y contemplaba poco menos que con cariño el bolsillo del teniente.

-Mandamos a hacer un montón el año pasado -dijo el teniente-. Le sorprendería de veras saber cómo le evita a uno quedarse sin fósforos.

La dama de honor se volvió hacia él, o más bien sobre él.

-No lo hicimos por eso -dijo. Echó a la señora Silsburn una mirada del tipo “usted sabe cómo son los hombres” y le dijo-: No sé. Pensé que era mono. Cursi, pero bastante mono.

-Es encantador. Creo que nunca…

-No es que sea original ni nada de eso. Todo el mundo los tiene ahora -dijo la dama de honor-. Les copié la idea al padre y la madre de Muriel. Siempre los tenían en la casa. -Inhaló profundamente y mientras seguía hablando soltaba el humo en pequeñas bocanadas silábicas-. Diablos, son gente formidable. Por eso me enferma toda esta historia. Me pregunto por qué no les pasa algo a todos los sinvergüenzas de este mundo, en vez de pasarles a los buenos. Eso es lo que no entiendo. -Miró a la señora Silsburn en busca de una respuesta.

La señora Silsburn se sonrió con un gesto que era a la vez mundano, débil y enigmático, la sonrisa, por lo que recuerdo, de una especie de Mona Lisa sentada en un estrapontín.

-Muchas veces lo he preguntado -murmuró suavemente. Después mencionó con bastante ambigüedad-: La madre de Muriel es la hermana menor de su difunto marido, ¿sabe?

-¡Oh! -exclamó la dama de honor, interesada-. Bueno, entonces usted ya lo sabe -extendió un brazo izquierdo extraordinariamente largo y echó la ceniza del cigarrillo en el cenicero junto a la ventanilla de su marido-. De veras, creo que es una de las personas realmente brillantes que he conocido en toda mi vida. Quiero decir que ha leído casi todo lo que se ha impreso. Dios mío, si yo hubiera leído sólo una décima parte de lo que esa mujer ha leído y olvidado, sería feliz. Quiero decir que es culta, ha trabajado en un periódico, diseña sus propios vestidos, lo hace todo en casa. ¡Cocina de maravilla! ¡Dios mío! De veras, creo que es la más extraordinaria…

-¿Ella aprobaba la boda? -la interrumpió la señora Silsburn-. Se lo pregunto porque he estado varias semanas en Detroit. Mi cuñada falleció repentinamente y tuve…

-Es demasiado buena para decirlo -dijo la dama de honor secamente. Meneó la cabeza-. Quiero decir que es demasiado discreta y esas cosas. -Reflexionó-. En realidad, esta mañana fue casi la primera vez que le oí decir una palabra sobre el asunto. Y fue sólo porque estaba muy trastornada por la pobre Muriel. -Estiró un brazo y sacudió de nuevo la ceniza del cigarrillo.

-¿Qué dijo esta mañana? -preguntó ávidamente la señora Silsburn.

La dama de honor pareció reflexionar un momento.

-Bueno, no mucho -dijo-. Quiero decir, nada mezquino o realmente pfensivo ni nada por el estilo. Todo lo que dijo fue que el tal Seymour, en su opinión, era un homosexual latente y que en el fondo le tenía miedo al matrimonio. Dijo sólo eso, con inteligencia. Claro que se ha psicoanalizado años y años -la dama de honor miró a la señora Silsburn-. No es un secreto ni nada por el estilo. La propia señora Fedder se lo diría, no estoy revelando ningún secreto.

-Lo sé -dijo la señora Silsburn rápidamente-. Es la última persona en el…

-Me refiero a que no es la clase de persona que va y dice algo así a menos que sepa de qué habla. Y en primer lugar nunca, nunca lo hubiera dicho si la pobre Muriel no hubiese estado tan, tan postrada y todo eso -la dama de honor meneó la cabeza severamente-. Dios mío, tendría que haber visto a esa pobre criatura.

Sin duda, debería interrumpirme para describir mi reacción general ante el significado esencial de lo que la dama de honor decía. Me limito a dejarlo pasar, por el momento, si el lector puede resistirlo.

-¿Qué más dijo? -preguntó la señora Silsburn-. Quiero decir, Rhea. ¿Dijo algo más? -No la miré, no podía apartar los ojos de la cara de la dama de honor, pero tuve la impresión fugaz, disparatada, de que la señora Silsburn estaba casi sentada en el regazo de la principal interlocutora.

-No. En realidad no. Casi nada -la dama de honor, reflexionando, meneó la cabeza-. Como digo, no hubiera dicho nada, con toda la gente allí alrededor y todo, si la pobre Muriel no hubiese estado tan espantosamente trastornada -sacudió de nuevo la ceniza del cigarrillo-. Casi la única otra cosa que dijo fue que Seymour era lo que se dice una personalidad esquizoide y que, mirándolo bien, era mejor para Muriel que las cosas hubieran resultado así. Cosa que a mí me parece sensata, pero no estoy segura de que se lo parezca a Muriel. Él la ha aterrorizado tanto que ella se siente perdida. Eso es lo que me pone tan…

En ese momento fue interrumpida. Por mí. Recuerdo que mi voz era insegura, como lo es invariablemente cuando estoy muy perturbado.

-¿Qué le hizo concluir a la señora Fedder que Seymour es un homosexual latente y una personalidad esquizoide?

Todos los ojos -todos los reflectores-, los de la dama de honor, los de la señora Silsburn, incluso los del teniente, enfocaron bruscamente hacia mí.

-¿Qué? -me dijo la dama de honor, bruscamente, con una leve hostilidad. Y de nuevo tuve la impresión fugaz, desagradable, de que sabía que yo era el hermano de Seymour.

-¿Qué le hace pensar a la señora Fedder que Seymour es un homosexual latente y una personalidad esquizoide?

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