martes

CHARLES BUKOWSKI - JAMÓN Y CENTENO (LA SENDA DEL PERDEDOR) - 8


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En el fútbol me fue peor. No me dejaban agarrar la pelota ni lanzarla, aunque igual entré a jugar en un partido. Cuando se me vino arriba uno de los contrarios, lo tiré al suelo agarrándolo del cuello de la camisa. Cuando empezaba a levantarse, le encajé una patada. No lo podía ni ver. Era aquel primera base del pelo grasoso y los pelos saliéndole por la nariz. Entonces se acercó Stanley Greensberg, el más grande de todos. Me podría haber matado si hubiera querido. Era el líder. Todo lo que decía era palabra santa. Me dijo: “Vos no entendés las reglas. No jugás más al fútbol.”

Me pasaron al voleibol. Jugaba al voleibol con David y los demás marginados. No me interesaba un carajo. Acá chillaban y gritaban y se excitaban, pero los otros estaban jugando al fútbol. Y yo quería jugar al fútbol. Lo único que necesitaba era un poco de práctica. El voleibol era vergonzoso; un juego de nenas. Después de un tiempo dejé de jugar. Me queda en el medio del patio, donde no jugaba nadie. Era el único que no jugaba a nada. Y me quedaba todos los días parado allí durante los dos recreos.

Pero un día tuve otros problemas. De golpe me reventaron la cabeza de un pelotazo. Me caí. Me sentía mareado. Entonces se me acercaron, riéndose y haciendo chistes. “¡Pa, miren, Henry se desmayó! ¡Se desmayó como una señora! ¡Mírenlo!”

Me levanté con el sol dándome vueltas alrededor. Después me puse firme. El cielo empezó a quedarse quieto. Era como estar en una jaula. Alrededor veía caras, narices, bocas y ojos. Y como no paraban de reírse, pensé que me habían pegado el pelotazo por gusto. No valía.

-¿Quién tiró esta pelota? -pregunté.

-Ah, ¿querés saber quién tiró la pelota?

-Sí.

-¿Y qué vas a hacer cuando lo sepas?

No respondí.

-Fue Billy Sherril -me dijeron.

Billy era un chiquilín gordito, bastante más pasable que ellos, aunque era uno de ellos. Empecé a caminar hasta donde estaba Billy. Él no se movió. Cuando me le acerqué más, me tiró un directo. Ni lo sentí. Le pegué atrás de la oreja izquierda y mientras se la agarraba le pegué en el estómago. Se cayó y quedó tirado.

-Levantate a pelear, Billy -dijo Stanley Greensberg. Lo levantó y lo empujó arriba mío. Le pegué un piñazo en la boca y él se la agarró con las dos manos.

-Está bien -dijo Stanley. -¡Yo peleo por él!

Los chiquilines se rieron. Yo salí corriendo, porque no quería morir. Y justo en ese momento llegó un maestro.

-¿Qué está pasando aquí? -Era el señor Hall.

-Henry le pegó a Billy -dijo Stanley Greensberg.

-¿Eso es verdad, niños? -preguntó el señor Hall.

-Sí -le contestaron.

El señor Hall me llevó hasta el despacho del director tirándome de una oreja. Me sentó de un empujón en una silla que estaba frente al escritorio vacío y le golpeó la puerta al director. Al rato se fue del despacho y ni siquiera me miró. Yo me quedé sentado diez o quince minutos hasta que salió el director y se sentó en el escritorio de enfrente. Era un hombre muy digno, con el pelo blanco y una corbata pajarita azul. Parecía un verdadero caballero. Se llamaba Knox. El señor Knox se agarró las manos y me miró son hablar. Ya no me pareció tan caballero. Parecía querer humillarme como los otros.

-Bueno -dijo al final-, decime qué pasó.

-No pasó nada.

-Lastimaste a ese niño, a Billy Sherril. Sus padres van a querer saber por qué le pegaste.

-No contesté.

-¿Te parece que podés hacer justicia por mano propia cuando algo no te gusta?

-No.

-¿Entonces por qué le pegaste?

No contesté.

-¿Te creés que sos superior al resto de la gente?

-No.

El señor Knox seguía sentado. Tenía un largo abridor de cartas que frotaba de un lado para otro sobre el paño verde del escritorio. Había un tintero bastante grande y un portaplumas con cuatro plumas. Yo no estaba seguro de si iba a pegarme.

-¿Entonces por qué hiciste lo que hiciste?

No contesté. El señor Knox frotaba el abridor de cartas de un lado para el otro. Sonó el teléfono. Atendió.

-¿Hola? ¿Qué pasa, señora Kirby? ¿Qué? ¿Oiga, no puede mantener un poco la disciplina? Ahora estoy ocupado. Bueno, apenas termine con esto la llamo…

Colgó. Se sacó el pelo blanco de arriba de los ojos y me miró.

-¿Por qué armás estos líos?

No contesté.

-¿Te creés que sos guapo, eh?

Seguí callado.

-¿Un guapito, eh?

Había una mosca dando vueltas alrededor del escritorio. Sobrevoló el tintero, se paró arriba del tapón negro y se quedó frotándose las alas.

-Está bien, voy sos un guapo y yo también. Vamos a darnos la mano.

Yo no me sentía un guapo, así que no le di la mano.

-Dale, dame la mano.

Retiré la mano, pero él me la agarró y me la sacudió saludándome. Entonces se quedó quieto y me miró. Tenía unos ojos azules más claros que su pajarita azul. Eran casi hermosos. Siguió mirándome y sosteniéndome la mano. Entonces empezó a apretármela.

-Quiero felicitarte por ser un chiquilín guapo.

Me la apretó más.

-¿Pensás que yo soy un tipo guapo?

No contesté.

Me estrujaba los huesos. Podía sentir el hueso de cada dedo cortando como un cuchillo la carne del dedo de al lado. Entonces vi relampaguear unas luces rojas.

-¿Pensás que soy un tipo guapo? -preguntó él.

-Te voy a matar -le dije.

-¿Qué?

El señor Knox siguió apretando cada vez más fuerte. Su mano parecía el torno de un carpintero. Le podía ver cada poro de la cara.

-¿Los niños guapos gritan?

No pude seguir mirándole la cara. Bajé los ojos hacia el escritorio.

-¿Soy un tipo guapo? -me preguntó.

Y me apretó con más fuerza. Yo necesitaba gritar, pero aguantaba para que nadie me oyera desde la clase.

-Ahora, ¿soy un tipo guapo?

Esperé un poco. Y odié tener que decirlo. Pero le dije:

-Sí.

El señor Knox me soltó la mano. Yo la dejé colgando y no quise ni mirarla. Vi que la mosca se había ido y pensé que “no es tan malo ser una mosca”. El señor Knox se puso a escribir algo en un papel.

-Mirá, Henry, le estoy escribiendo una nota a tus padres y quiero que vos se las entregues. ¿Se las vas a entregar, verdad?

-Sí.

-Metió la nota en un sobre y me lo dio. Estaba cerrado y no me dieron las menores ganas de abrirlo.

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