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En el fútbol me fue peor.
No me dejaban agarrar la pelota ni lanzarla, aunque igual entré a jugar en un partido.
Cuando se me vino arriba uno de los contrarios, lo tiré al suelo agarrándolo
del cuello de la camisa. Cuando empezaba a levantarse, le encajé una patada. No
lo podía ni ver. Era aquel primera base del pelo grasoso y los pelos saliéndole
por la nariz. Entonces se acercó Stanley Greensberg, el más grande de todos. Me
podría haber matado si hubiera querido. Era el líder. Todo lo que decía era
palabra santa. Me dijo: “Vos no entendés las reglas. No jugás más al fútbol.”
Me pasaron al voleibol.
Jugaba al voleibol con David y los demás marginados. No me interesaba un
carajo. Acá chillaban y gritaban y se excitaban, pero los otros estaban
jugando al fútbol. Y yo quería jugar al fútbol. Lo único que necesitaba era un
poco de práctica. El voleibol era vergonzoso; un juego de nenas. Después de un
tiempo dejé de jugar. Me queda en el medio del patio, donde no jugaba nadie.
Era el único que no jugaba a nada. Y me quedaba todos los días parado allí
durante los dos recreos.
Pero un día tuve otros
problemas. De golpe me reventaron la cabeza de un pelotazo. Me caí. Me sentía
mareado. Entonces se me acercaron, riéndose y haciendo chistes. “¡Pa, miren,
Henry se desmayó! ¡Se desmayó como una señora! ¡Mírenlo!”
Me levanté con el sol
dándome vueltas alrededor. Después me puse firme. El cielo empezó a quedarse
quieto. Era como estar en una jaula. Alrededor veía caras, narices, bocas y
ojos. Y como no paraban de reírse, pensé que me habían pegado el pelotazo por
gusto. No valía.
-¿Quién tiró esta pelota?
-pregunté.
-Ah, ¿querés saber quién
tiró la pelota?
-Sí.
-¿Y qué vas a hacer
cuando lo sepas?
No respondí.
-Fue Billy Sherril -me
dijeron.
Billy era un chiquilín
gordito, bastante más pasable que ellos, aunque era uno de ellos. Empecé a
caminar hasta donde estaba Billy. Él no se movió. Cuando me le acerqué más, me
tiró un directo. Ni lo sentí. Le pegué atrás de la oreja izquierda y mientras
se la agarraba le pegué en el estómago. Se cayó y quedó tirado.
-Levantate a pelear,
Billy -dijo Stanley Greensberg. Lo levantó y lo empujó arriba mío. Le pegué un
piñazo en la boca y él se la agarró con las dos manos.
-Está bien -dijo Stanley.
-¡Yo peleo por él!
Los chiquilines se
rieron. Yo salí corriendo, porque no quería morir. Y justo en ese momento llegó
un maestro.
-¿Qué está pasando aquí?
-Era el señor Hall.
-Henry le pegó a Billy
-dijo Stanley Greensberg.
-¿Eso es verdad, niños?
-preguntó el señor Hall.
-Sí -le contestaron.
El señor Hall me llevó
hasta el despacho del director tirándome de una oreja. Me sentó de un empujón
en una silla que estaba frente al escritorio vacío y le golpeó la puerta al
director. Al rato se fue del despacho y ni siquiera me miró. Yo me quedé
sentado diez o quince minutos hasta que salió el director y se sentó en el
escritorio de enfrente. Era un hombre muy digno, con el pelo blanco y una
corbata pajarita azul. Parecía un verdadero caballero. Se llamaba Knox. El
señor Knox se agarró las manos y me miró son hablar. Ya no me pareció tan
caballero. Parecía querer humillarme como los otros.
-Bueno -dijo al final-,
decime qué pasó.
-No pasó nada.
-Lastimaste a ese niño, a
Billy Sherril. Sus padres van a querer saber por qué le pegaste.
-No contesté.
-¿Te parece que podés
hacer justicia por mano propia cuando algo no te gusta?
-No.
-¿Entonces por qué le
pegaste?
No contesté.
-¿Te creés que sos
superior al resto de la gente?
-No.
El señor Knox seguía
sentado. Tenía un largo abridor de cartas que frotaba de un lado para otro
sobre el paño verde del escritorio. Había un tintero bastante grande y un
portaplumas con cuatro plumas. Yo no estaba seguro de si iba a pegarme.
-¿Entonces por qué
hiciste lo que hiciste?
No contesté. El señor
Knox frotaba el abridor de cartas de un lado para el otro. Sonó el teléfono.
Atendió.
-¿Hola? ¿Qué pasa, señora
Kirby? ¿Qué? ¿Oiga, no puede mantener un poco la disciplina? Ahora estoy
ocupado. Bueno, apenas termine con esto la llamo…
Colgó. Se sacó el pelo
blanco de arriba de los ojos y me miró.
-¿Por qué armás estos
líos?
No contesté.
-¿Te creés que sos guapo,
eh?
Seguí callado.
-¿Un guapito, eh?
Había una mosca dando
vueltas alrededor del escritorio. Sobrevoló el tintero, se paró arriba del tapón
negro y se quedó frotándose las alas.
-Está bien, voy sos un guapo
y yo también. Vamos a darnos la mano.
Yo no me sentía un guapo,
así que no le di la mano.
-Dale, dame la mano.
Retiré la mano, pero él
me la agarró y me la sacudió saludándome. Entonces se quedó quieto y me miró.
Tenía unos ojos azules más claros que su pajarita azul. Eran casi hermosos.
Siguió mirándome y sosteniéndome la mano. Entonces empezó a apretármela.
-Quiero felicitarte por
ser un chiquilín guapo.
Me la apretó más.
-¿Pensás que yo soy un
tipo guapo?
No contesté.
Me estrujaba los huesos.
Podía sentir el hueso de cada dedo cortando como un cuchillo la carne del dedo
de al lado. Entonces vi relampaguear unas luces rojas.
-¿Pensás que soy un tipo
guapo? -preguntó él.
-Te voy a matar -le dije.
-¿Qué?
El señor Knox siguió
apretando cada vez más fuerte. Su mano parecía el torno de un carpintero. Le
podía ver cada poro de la cara.
-¿Los niños guapos gritan?
No pude seguir mirándole
la cara. Bajé los ojos hacia el escritorio.
-¿Soy un tipo guapo? -me
preguntó.
Y me apretó con más
fuerza. Yo necesitaba gritar, pero aguantaba para que nadie me oyera desde la
clase.
-Ahora, ¿soy un tipo
guapo?
Esperé un poco. Y odié tener
que decirlo. Pero le dije:
-Sí.
El señor Knox me soltó la
mano. Yo la dejé colgando y no quise ni mirarla. Vi que la mosca se había ido y
pensé que “no es tan malo ser una mosca”. El señor Knox se puso a escribir algo
en un papel.
-Mirá, Henry, le estoy
escribiendo una nota a tus padres y quiero que vos se las entregues. ¿Se las
vas a entregar, verdad?
-Sí.
-Metió la nota en un
sobre y me lo dio. Estaba cerrado y no me dieron las menores ganas de abrirlo.
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