martes

FRANCISCO "PACO" ESPÍNOLA - DON JUAN, EL ZORRO (44)


Capítulo VI

En la casa del Zorrino (4)


El mate se derramó al alargarlo a su primo.

-¡Y tan buena que podría ser la vida si no fuésemos malos! -suspiró el Zorrino. Pero nadie quiere aflojar. Todos quieren que empiecen los otros, primero. Y claro, en ese tirar y tirar no se consigue nada. Lo que es por mi parte, no les doy el brazo a torcer. Malo soy, vos lo sabés perfectamente (Don Juan lo miró como si se le hubiesen aparecido visiones del otro mundo) y malo seguiré siendo hasta que me muera… Pero comprendo que lo lindo es lo otro, Juan: la tranquilidá, la amistá, el respeto, un solo cariño a la redonda… Total, vos ves, aquí lo que cuesta menos resulta que es lo que cuesta más. Pero Juan, si este mundo, a veces, parece que lo han hecho, vaya a saberse por qué apuro, con los desperdicios derramados cuando hicieron algún otro mundo que yo calculo que hay, no más. Porque haber hecho nada más que este… vos ves que no puede ser. Acomodarse pa una cosa tan bárbara, empezar, y después, contentarse con esto vos ves que no lo cree nadie.

Furioso, pasó el mate y tomó otro trago de caña. Desde el fogón, entre las cenizas, una pandilla de ojillos rojos lo miraban muy vivarachos.

-Mirá, creélo, nos han tirado a todos pa abajo y después nos pusieron el cielo de tapa… y que cada cual haga su juego: “¿Qué usté, señor, quiere armar pleitos o andar levantando falsos o carnear en lo ajeno o cargar la taba o jugar con naipes marcados? ¡Muy, pero muy bien! Ahí tiene bastante anchura para hacer a su gusto. ¿y a usté, don, le gusta más ser bueno? Está bien. Dejesé aporrear, no más; llore, deje que le haga marcar el paso el hambre; siga llorando… Y recuestesé a un consuelo pa darse de lomo en seguida porque él mismo le ha sacado el cuerpo. Y alargue la manó en amistá para que por abajo del poncho lo abran de una puñalada… Ahí tienen lo que no tiene fin pa moverse a sus anchas. Pero abajo, siempre, ¿eh? Con ustedes no queremos saber nada. Ahí tiene luz pa el día. Y, pa que de noche no se anden matando a porrazos, ahí tienen una luna que los va a remediar bastante bien. Tomen trigo, tomen araos y bueyes, tomen yeguas pa la trilla. Hagansé bancos y camas, que lo que es por falta de madera no se van a andar quejando, me palpita. Y si quieren quebrar el agua, metanlé a la caña o a la ginebra. Ustedes ya saben cómo se hacen las guitarras. Y en cuanto a los cantos, eso, m’hijitos, eso corre por cuenta de ustedes. Acuestensén, levantensén, pongansén en tranca o salgan a tomar el fresco. Ahí tienen tierra de sobra. Y si se pechan es porque les gusta. Vivan como a ustedes se les acomode. Y pa estirar la para elijan hacerlo bajo techo o en descampado; rodeados de sus dolientes o solos como ombligos. Pero eso sí, no empiecen después con ruegos de que no se quieren morir. ¡Ustedes ven que demasiada pacencia hemos tenido con ustedes!” Y enseguida, Juan, ¡zás, ¡tras!, nos encajaron el cielo… y se fueron.

Un poco fatigado por el énfasis, tomó aliento, Y cuando advirtió que había estado haciendo ademanes amenazadores hacia Don Juan cual si este fuera el que tuviera las culpas del mundo, bajó el brazo alzado en el acaloramiento. Con la impresión de tamaña injusticia involuntaria que el otro pudo pensar que cometía, el Zorrino agarró apasionado el jarro de caña y se lo ofreció a su primo, quien lo miraba todavía estupefacto.

Luego bebió también él. Y, ya vacío el recipiente, se incorporó para llenarlo.

Uno de los rayos de sol que los agujeros de la vieja quincha dejaban deslizar, se había ido acercando al ojo avizor de la carabina. Ahora, saltando confianzudo hasta pararse justo sobre el borde del orificio, lo hacía mirar casi con complacencia el brillito que le puso.

Algo de esto advirtió y no le fue satisfactorio al Zorrino. Porque, cuando haciéndole bastante peso en la mano el jarro, volvió a su asiento, dio de costado con la bota al caño del arma y lo ocultó por completo bajo el camastro.

Falto de apoyo, el rayo de sol cayó fijado en el suelo. Mas, enseguida, allá arriba, en la quincha, el viento debió de haber movido algunas pajas y tapado el agujero; o algo se asentó en él (paloma, cuervo, acaso) porque lo cierto es que, en una, desapareció el rayito.

Frente a Don Juan otra vez, al Zorrino se le impuso aquel aire sombrío de su primo, y decidió no hablarle. Al silencio solo lo turbaban sus “Tome”, sus “Sírvase”, alargando el mate, o el chirriar de la pava cuando, ya hirviente su agua, con el barbotar advertía al dueño de casa que la retirara de entre el braserío ya ahogándose en cenizas, y le diera un alce a su negra panza recalentada.

El reciente desahogo había permitido el avance de una ternura que ahora empezaba a tomar cuerpo en el primo de Don Juan. Y ella traía de la cincha a una confianza en sí mismo que lo estaba poniendo casi arrogante. Se iba a jugar por su primo; por lo mejor que para él pisaba la tierra. Las horas que llegarían inatajables encontrarían a Don Juan con un compañero de ley. Era valiente, se sabía. Era campero como pocos. Acostumbrado a pasar trabajos, la vida a monte, de matrero, para él no le levantaba inquietudes. Al contrario, aquello iba a ser una diversión. Como casi nunca, en este momento el Zorrino aceptaba contento el ser como era. Y a esto se debió que de pronto exclamara, sin que el otro estuviera en condiciones de advertirle la huella por donde su pensamiento, ya bastante tambaleante, venía.

-Yo soy jinete como el que más. A mí, en mis años, todavía no he encontrado el potro que me despida. Y he rodado muchas veces, sí; pero siempre he salido paradito, usté lo sabe.

Antes de mirarlo, Don Juan miró el jarro de caña. A pesar de sus graves meditaciones, el cariño por su primo lo asomó hacia él desde sus sombríos pensamientos. Entonces, como el deseado efecto de quien le pasa la mano a la cabeza de un gurí, exclamó:

-¡Ah, mozo!

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