Capítulo VI
En
la casa del Zorrino (4)
El mate se derramó al
alargarlo a su primo.
-¡Y tan buena que podría
ser la vida si no fuésemos malos! -suspiró el Zorrino. Pero nadie quiere
aflojar. Todos quieren que empiecen los otros, primero. Y claro, en ese tirar y
tirar no se consigue nada. Lo que es por mi parte, no les doy el brazo a
torcer. Malo soy, vos lo sabés perfectamente (Don Juan lo miró como si se le
hubiesen aparecido visiones del otro mundo) y malo seguiré siendo hasta que me
muera… Pero comprendo que lo lindo es lo otro, Juan: la tranquilidá, la amistá,
el respeto, un solo cariño a la redonda… Total, vos ves, aquí lo que cuesta
menos resulta que es lo que cuesta más. Pero Juan, si este mundo, a veces,
parece que lo han hecho, vaya a saberse por qué apuro, con los desperdicios
derramados cuando hicieron algún otro mundo que yo calculo que hay, no más. Porque
haber hecho nada más que este… vos ves que no puede ser. Acomodarse pa una cosa
tan bárbara, empezar, y después, contentarse con esto vos ves que no lo cree
nadie.
Furioso, pasó el mate y
tomó otro trago de caña. Desde el fogón, entre las cenizas, una pandilla de
ojillos rojos lo miraban muy vivarachos.
-Mirá, creélo, nos han
tirado a todos pa abajo y después nos pusieron el cielo de tapa… y que cada
cual haga su juego: “¿Qué usté, señor, quiere armar pleitos o andar levantando
falsos o carnear en lo ajeno o cargar la taba o jugar con naipes marcados? ¡Muy,
pero muy bien! Ahí tiene bastante anchura para hacer a su gusto. ¿y a usté,
don, le gusta más ser bueno? Está bien. Dejesé aporrear, no más; llore, deje
que le haga marcar el paso el hambre; siga llorando… Y recuestesé a un consuelo
pa darse de lomo en seguida porque él mismo le ha sacado el cuerpo. Y alargue la
manó en amistá para que por abajo del poncho lo abran de una puñalada… Ahí
tienen lo que no tiene fin pa moverse a sus anchas. Pero abajo, siempre, ¿eh?
Con ustedes no queremos saber nada. Ahí tiene luz pa el día. Y, pa que de noche
no se anden matando a porrazos, ahí tienen una luna que los va a remediar
bastante bien. Tomen trigo, tomen araos y bueyes, tomen yeguas pa la trilla.
Hagansé bancos y camas, que lo que es por falta de madera no se van a andar quejando,
me palpita. Y si quieren quebrar el agua, metanlé a la caña o a la ginebra.
Ustedes ya saben cómo se hacen las guitarras. Y en cuanto a los cantos, eso, m’hijitos,
eso corre por cuenta de ustedes. Acuestensén, levantensén, pongansén en tranca
o salgan a tomar el fresco. Ahí tienen tierra de sobra. Y si se pechan es
porque les gusta. Vivan como a ustedes se les acomode. Y pa estirar la para
elijan hacerlo bajo techo o en descampado; rodeados de sus dolientes o solos
como ombligos. Pero eso sí, no empiecen después con ruegos de que no se quieren
morir. ¡Ustedes ven que demasiada pacencia hemos tenido con ustedes!” Y
enseguida, Juan, ¡zás, ¡tras!, nos encajaron el cielo… y se fueron.
Un poco fatigado por el
énfasis, tomó aliento, Y cuando advirtió que había estado haciendo ademanes
amenazadores hacia Don Juan cual si este fuera el que tuviera las culpas del
mundo, bajó el brazo alzado en el acaloramiento. Con la impresión de tamaña
injusticia involuntaria que el otro pudo pensar que cometía, el Zorrino agarró
apasionado el jarro de caña y se lo ofreció a su primo, quien lo miraba todavía
estupefacto.
Luego bebió también él.
Y, ya vacío el recipiente, se incorporó para llenarlo.
Uno de los rayos de sol
que los agujeros de la vieja quincha dejaban deslizar, se había ido acercando
al ojo avizor de la carabina. Ahora, saltando confianzudo hasta pararse justo sobre
el borde del orificio, lo hacía mirar casi con complacencia el brillito que le
puso.
Algo de esto advirtió y
no le fue satisfactorio al Zorrino. Porque, cuando haciéndole bastante peso en
la mano el jarro, volvió a su asiento, dio de costado con la bota al caño del
arma y lo ocultó por completo bajo el camastro.
Falto de apoyo, el rayo
de sol cayó fijado en el suelo. Mas, enseguida, allá arriba, en la quincha, el
viento debió de haber movido algunas pajas y tapado el agujero; o algo se
asentó en él (paloma, cuervo, acaso) porque lo cierto es que, en una,
desapareció el rayito.
Frente a Don Juan otra
vez, al Zorrino se le impuso aquel aire sombrío de su primo, y decidió no
hablarle. Al silencio solo lo turbaban sus “Tome”, sus “Sírvase”, alargando el
mate, o el chirriar de la pava cuando, ya hirviente su agua, con el barbotar
advertía al dueño de casa que la retirara de entre el braserío ya ahogándose en
cenizas, y le diera un alce a su negra panza recalentada.
El reciente desahogo
había permitido el avance de una ternura que ahora empezaba a tomar cuerpo en el
primo de Don Juan. Y ella traía de la cincha a una confianza en sí mismo que lo
estaba poniendo casi arrogante. Se iba a jugar por su primo; por lo mejor que
para él pisaba la tierra. Las horas que llegarían inatajables encontrarían a
Don Juan con un compañero de ley. Era valiente, se sabía. Era campero como
pocos. Acostumbrado a pasar trabajos, la vida a monte, de matrero, para él no
le levantaba inquietudes. Al contrario, aquello iba a ser una diversión. Como
casi nunca, en este momento el Zorrino aceptaba contento el ser como era. Y a
esto se debió que de pronto exclamara, sin que el otro estuviera en condiciones
de advertirle la huella por donde su pensamiento, ya bastante tambaleante,
venía.
-Yo soy jinete como el
que más. A mí, en mis años, todavía no he encontrado el potro que me despida. Y
he rodado muchas veces, sí; pero siempre he salido paradito, usté lo sabe.
Antes de mirarlo, Don
Juan miró el jarro de caña. A pesar de sus graves meditaciones, el cariño por
su primo lo asomó hacia él desde sus sombríos pensamientos. Entonces, como el
deseado efecto de quien le pasa la mano a la cabeza de un gurí, exclamó:
-¡Ah, mozo!
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