1ª edición / Caracol
al Galope 1999
1ª edición WEB /
elMontevideano Laboratorio de Artes 2018
Edición y prólogo: Hugo Giovanetti Viola
PARTE
2
18
La casa estaba en
silencio y supo que los tres dormían. Desde lo alto de la escalera alcanzó a
escuchar un ronquido y una música muy suave y se metió en su cuarto. Ella
estaba allí, claro, sin mirarlo especialmente, sin importarle nada, apoyada en
la pared con su vestido rojo, fumando, los agujeros de la cara realzados por la
luz gris. Entonces pensó en su padre, en Ester, en Cristina. A ellos les
quedaría el dolor y la vergüenza del cajón lacrado y los comentarios mordaces
hechos a media voz, las sospechas de muchos finalmente confirmadas y otros etéceteras
previsibles.
Y fue en ese momento que
pensó que tenía que liberarlos de lo insoportable del después. “Así podré irme
en paz” se dijo, “sin dejarlos huérfanos de mí. Porque si el amor es para
siempre, debe continuar después del fin. Es por eso que no puedo irme sin
ustedes, dejarlos detrás de mí. No puedo abandonarlos así, ya que entenderían.
Nos vamos todos juntos para asegurar lo que siempre nos mantuvo unidos. En
cuanto a lo que tengo que hacer, el dolor es mío, pero será rápido, porque no
me queda mucho tiempo. Papá, Ester, Cris: si yo pudiera decirles, intentar
explicarlo, pero ni siquiera eso. Ni siquiera un adiós. Sólo tengo para ustedes
una última caricia, apenas lo que pueda salir de mi boca sin palabras, nada
más. Eso y mi corazón despedazado, aunque ni siquiera creo en un más allá.
Acaso para ustedes pueda existir ese lugar donde continuar juntos como lo están
en este momento dentro de mí”.
El silencio de la casa
era opresivo. “Ahora llega tu momento de confirmación” pensó. “El que te
definirá por completo. Es ahora, ahora o nunca más”. Intentó levantarse pero el
cuerpo se negó, retraído, cómodo como estaba y sin precisar moverse. “Ahora no puede
fallarme, no ahora” se dijo con rabia. La miró levantando la mano nudosa con el
cigarro, chupando, soltando el humo, el vestido rojo recortado en la pared. “Y
aquí me ves, puta, tratando de cumplir con tus designios sin ser ni siquiera
dueño de mi propio cuerpo”. Pero Ella, claro está, no dijo nada. “Hasta en este
momento estás solo” se dijo. Entonces forzó el cuerpo apoyándose sobre la base
de madera de la cama. “Ahora, ahora, ahora” pensó. Era una hora propicia,
porque hasta el silencio de la casa parecía esperar algo. Fue arrastrando los
pies a través del corredor de la luz difusa de la tarde y abrió la puerta del
cuarto de sus padres dispuesto a vencer la resistencia de los huesos que no
querían y no querían y no querían. Y la música, la suave melodía indefinida que
ocupaba el silencio del dormitorio, y el brillo de la radio prendida sobre la
mesa de luz.
Al rato, cuando entró en
el dormitorio de Cris y cerró la puerta, se sentía aliviado. Se apoyó contra la
pared, intentando controlar el estómago revuelto y el temblor de las manos. “Viste”
se dijo, “al fin y al cabo no fue tan difícil. Les diste un beso, nada más que
eso, el último”. Ahora podía percibir el zumbido enloquecido de las abejas sin
necesidad de tocarse las costillas. Cris dormía de costado y con un brazo
frente a la cara, y él se sentó del otro lado de la cama y le apoyó una mano
sobre la frágil cadera, oyéndola respirar. No podía imaginarla mayor de lo que
era en este momento. A lo mejor estaría soñando con sus muñecas y él deseó que
fuera un sueño hermoso. Cerró los ojos y recordó su vocecita y los ojos muy
abiertos cuando un año y medio atrás le aseguró con palabras firmes y claras
que moriría si algo le pasaba en la ciudad, como si supiera lo que estaba
diciendo. Él la trató de boba y se rio abrazándola y acariciándole la graciosa
forma de la mandíbula fina y en punta alzada hacia su rostro igual que la de
sus muñecas, y la luminosidad de los ojos inquietos, voraces e insaciables. Y
nunca más pudo olvidarla corriendo al lado del ómnibus, sus rodillas flacas
emergiendo por debajo de la pollera escocesa hasta que se detuvo sin dejar de
agitar el brazo, mientras el ómnibus doblaba la próxima esquina.
“Hay cosas, Cris, las que
están en los libros que me pediste que te ayudara a leer en estas vacaciones,
los árboles, las flores y los animales sobre los que querías saber a toda costa
y sobre las que te podrías responder o no, que ya no me interesan. Porque
además existen todas las dudas para las que estudiar o rezar nunca es
suficiente. Lo que te queda por saber ahora, Cris, te dejaría demasiado triste
y te empujaría hacia algo que nadie te enseñó a soportar: tu padre, tu madre,
tu hermano yendo hacia donde van los canarios muertos y los niños pobres cuando
les llega el fin, cuando el mundo ya les dejó bien claro que para ellos no hay
casa ni comida ni nadie que los quiera. No se trata de la muerte del alma
porque a lo mejor ella, como tú creías, no puede morir. Se trata apenas de
colocar el cuerpo en el olvido, de borrarle las dudas y la certeza de sufrir.
Tengo que dejarte afuera de este dolor, preservarte de toda tristeza”.
Escuchó sin respirar el
silencio de la casa. Miró el monte de ropas oscuras y bien dobladas en una
silla, del otro lado de la cama, y los zapatitos negros formando una mancha
simétrica sobre la alfombra. Entonces su mano tembló secamente sobre la cadera
de Cris. “Así es. Y sé que lo entenderías si tuviera el tiempo y las palabras
para explicártelo: que lo único que matamos de esta manera fue a la soledad”.
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