(Una historia de amor, pasión y muerte, nacida en tiempos de la Patria Vieja)
EL
GRITO IV
29 de diciembre. Las conversaciones
con Vaillant removieron toda mi forma de ver al mundo, incluidas mis búsquedas
en el pasado, en particular en el pasado artiguista. Ahora me doy cuenta que
durante años intenté explicarme los acontecimientos políticos y sociales utilizando
como instrumentos para el análisis conceptos abstractos, como los de
“libertad”, “civilización”, “barbarie” y otros, pero el intercambio con el
francés me ha aportado nuevos puntos de vista, que me están permitiendo
entender los procesos no a partir de nociones genéricas, o fruto de veleidades
humanas, sino como expresión de causas más profundas, que en gran medida
condicionan el comportamiento de los individuos. Me he dado cuenta que Vaillant
reúne por un lado una gran experiencia personal obtenida en el fragor de los
conflictos y por otro un sólido conocimiento teórico, adquirido, en parte,
según me confesó, durante las largas horas de prisión en el Monasterio de Saint Michel y gracias al
intercambio con grandes pensadores de este tiempo. Le gusta hablar. Y cuando lo
hace atrapa, todo lo demás parece quedar en suspenso. Cuando le dije que las
realidades europeas eran muy diferentes a las americanas y que nuestras
conmociones sociales eran muy distintas respondió que esa era una verdad
relativa… Que a nadie puede escapar la incidencia europea en las mismas.
Entonces hizo referencia a la gran cantidad de extranjeros en el Río de la
Plata, a la avalancha de productos europeos y a la participación del Viejo
continente en el conflicto platense, dicho lo cual, se lanzó a un extenso
análisis del proceso histórico que desembocó en este presente. Entonces explicó
que en Europa la gran industria fue creando un mercado mundial en gran medida
gracias a la colonización de América, que la producción aceleró el desarrollo
de la navegación, del comercio, del ferrocarril, de los medios de transporte
terrestre y que ese proceso fue consolidando como clase dominante a la
burguesía. Y agregó que en alguna medida los actuales conflictos de estos
países tienen que ver con la consolidación de esa clase y que las nuevas formas
de producción robustecidas en Europa, no tardarían en extenderse a estas
tierras, condenando a los sectores sociales más frágiles, a vender su fuerza de
trabajo en las fábricas. Recuerdo que luego de este vaticinio y en respuesta a
mi afirmación sobre el carácter pastoril
de la gente americana, que establecía una diferencia con respecto a los obreros
europeos, puntualizó que en cada época histórica el modo predominante de
producción y la organización social, es la base sobre la que se levanta la
historia política y cultural. Y que por
lo tanto también en estos aspectos mucho cambiaría. Es más, dijo que ya estaba
cambiando y que me fijara en los modos y costumbres, para no ir más lejos, de
la población de Asunción, que no eran iguales a los de décadas atrás. Luego de
la larga reflexión, descansó un segundo y mirándonos a los ojos a Guzmán y a
mí, nos dijo, intercalando partes en español: "Oh
meus amis ...! Mais ce qu’ils doivent toujours garder à l’esprit, c’est que…, la historia del mundo…,
de l’antiquité à nos jours, est… la
historia de la lucha de clases!" Durante días no pude sacarme de la cabeza el
enunciado, no porque me resultara del todo extraño, a esa conclusión había
arribado intuitivamente en el contacto en los juzgados con la gente desposeída,
durante mis estudios sobre la Patria Vieja, y tiene que ver hasta con muchos de
mis conflictos personales, pero nadie me lo había sintetizado con tanta
claridad. Ahora tengo claro que las revoluciones no solamente son necesarias
porque las clases dominantes no pueden ser derrocadas de otro modo, sino porque
únicamente por medio de ellas, las clases dominadas pueden escapar del pantano
en que se encuentran y fundar una sociedad sobre nuevas bases. Una vez que llegué
a esta conclusión pude comprender en toda su dimensión el frustrado intento
artiguista. Por todo esto, de mucho me están sirviendo las reflexiones teóricas
del francés sobre los recientes conflictos en Europa, gracias a su forma de
interpretarlos he podido hacer comparaciones entre el pasado y presente de
nuestra América y en particular percibir las similitudes y las diferencias de
lo vivido en uno y otro continente. Pero además logré comprender algo que
siempre me inquietó y es por qué personalidades y sectores que un día jugaron
un papel de decisivo en determinado proceso histórico, como por ejemplo en la
revolución en el Plata, pasaron a patrocinar lo contrario de lo que hasta
determinado momento sostuvieron. Mientras el francés con enojo hablaba de las
traiciones de Thiers y Guisot, no podía dejar de pensar en las sinuosas
actitudes de Alvear y Sarratea… “¡Es la
lucha de clases…!”- repitió Vaillant, cuando fascinado contó que en Francia el
objetivo inicial de la última revolución fue una reforma electoral, que a lo
sumo no procuraba otra cosa que agrandar un poco el círculo de privilegiados de
la misma clase poseedora, pero que cuando estalló el conflicto, el pueblo subió
a las barricadas y le imprimió al proceso un espíritu justiciero. La conclusión
es clara. Ahora pienso que la Junta de Mayo, en los inicios de la revolución,
no había ido mucho más lejos que de la ruptura con la monarquía, y que también
fueron los sectores populares los que intentaron profundizar las conquistas. El
inicial empuje de Buenos Aires se agotó ni bien la oligarquía consiguió lo que
buscaba, pero el abandono de la revolución en este caso no fue abrupto como lo
fue de parte de las clases poseedoras en Francia, sino un proceso. Ahora
entiendo, analizándolo desde el punto de vista del francés, la razón por la
cual la gloriosa revolución de mayo se transformó en su contrario, en una
dictadura directoral. “¡Es la historia del mundo!”- diría Vaillant… Atrás
estaban los intereses de grandes comerciantes, intermediarios y usureros, a los que un día les sirvió la revolución
anticolonial, pero a la que no vacilaron en traicionar cuando esta avanzó tras
nuevas metas. Luego de un largo silencio, el francés recordó apesadumbrado la
experiencia de los gobiernos populares en su país… Entonces habló de la
generosidad del pueblo cuando accede al gobierno, de su espíritu humanitario. Y
con emoción subrayó que la población aún estando hambrienta, no había saqueado,
que aunque había conquistado el poder por medio de las armas, no había abusado
de la victoria, que pese a despreciar a la autoridad destituida, después del
triunfo le había ofrecido su apoyo. Y eso me retrotrajo al exiguo año de paz
durante el cual los sueños justicieros parecieron consolidarse en Purificación.
También durante el gobierno oriental habían resplandecido los principios y la
dignidad. Cuando le pregunté cuales serían las primeras medidas de gobierno en
caso de triunfar la revolución socialista algún día en Francia, me habló de
expropiar la tierra, de confiscar propiedades a los sediciosos y traidores, del
deber general de trabajar, de una educación pública y gratuita. Entonces sentí
orgullo de la revolución oriental, que de alguna manera, se había adelantado en
el tiempo ya que había confiscado los bienes a los malos europeos y peores
americanos y promovido el ordenamiento de la campaña para que los más infelices
fueran los más privilegiados e impulsado la conformación de bibliotecas y
escuelas… Desde Purificación, Artigas impulsó el federalismo, el trabajo
nacional, el libre comercio entre las Provincias… ¡Los que acusaron a Artigas
del caos, los que prometieron pacificación, el fin de la “anarquía” y “orden”,
los que criticaban “la guerra sorda del jacobinismo”, miren lo que desde
entonces hasta la actualidad nos han dado! ¡Si de lo único que por estos días
se habla es de más guerras y conflictos! No hubo revolución, pero tampoco ha
habido nación, en el caso del Uruguay. Los orientales ni siquiera hemos tenido
una nación, porque no se puede denominar como tal a una patria agotada por la
guerra, dividida y enfrentada durante casi una década por causa de intereses
extraños. Ni nación ni revolución. Al igual que el pueblo francés que ha
sufrido la traición a sus revoluciones, los pueblos del Plata han sido
reiteradamente engañados desde que conquistaron la independencia, hasta hoy en
día, por pandillas de poderosos, entre los cuales no faltan oficiales venales y
letrados traidores, que muy bien conozco por mi condición de abogado. Y todo
esto refuerza mi compromiso de rescatar los sueños del pasado, de
los que fueron partícipes mis padres, como una invocación para el
futuro. Cuando le pregunté cómo había sido derrotada la república social
instalada en los primeros meses de 1848, Vaillant me comentó distraídamente que
mientras el pueblo se entregaba a la discusión de los problemas concretos, las
viejas y oscuras fuerzas iban reuniéndose para volver. En mi tierra fue igual,
el imperio portugués, la oligarquía porteña, los militares traidores,
sacrificaron a la revolución artiguista y mataron el carácter revolucionario
del federalismo, lo que a la larga nos ha conducido al actual desastre, del que
se pretende salir a costa de sacrificar soberanía. Después de todo no deja de
ser una extraña casualidad que en mi búsqueda de un camino a partir de mi
historia familiar, tan vinculada a los avatares de la Patria Vieja, que se
cruzara en mi ruta un hombre como Vaillant, que ha enriquecido mi compromiso
con nuevas experiencias, que me iluminan y ayudan a encarar con renovados bríos
mi compromiso. Pronto estaré junto a mi
gente, a la que se le ha conculcado históricamente sus derechos y pondré todos
mis conocimientos a su servicio. Iré fortalecido por las enseñanzas de los viejos
sobrevivientes de Camba Cuá y por el aporte que he recibido de nuevas ideas que
retoman y enriquecen los principios de justicia e igualdad. Durante estos días no me ha abandonado la
imagen de uno de los camaradas de mi padre, que hace años, poco antes de morir,
me dijo entre sollozos, que los que habían como él manchado los campos de
batalla con su sangre y padecido oscuras prisiones, que los que habían
arriesgado sus vidas en Rincón, Sarandí e Ituzaingó, entre otros combates,
estaban siendo despojados de sus campos y sus hogares. Y me preguntaba casi
gritando… ¿Y todo para qué? Recuerdo que levantaba sus manos crispadas hasta
rosarme la cara, desde su lecho de muerte. Y se contestaba con rabia, que para
que retornaran a manos de los antiguos enemigos. Juro que ni bien regrese al
Uruguay, entre otras cosas, investigaré si aún quedan de aquellos patriotas y
en el caso de encontrar a alguno me pondré a su servicio y si es necesario apelaré,
de ser necesario, en los mismos tribunales en los que han sido estafados en
litigios amañados, por juristas corrompidos.
***
4
DE ENERO DE 1852. En las últimas semanas mi vida ha
alternado entre las visitas a Tomasa en Camba Cuá y las conversaciones con
Vaillant y Guzmán, en casa de este último, en Asunción. Por momentos pienso que
ese peregrinar entre uno y otro lugar es todo un símbolo, que la vida me está
enseñando en los hechos que hay un vínculo muy estrecho entre el pasado y el
presente. Pero también que hay una unidad entre los antiguos sueños de los
sobrevivientes y la multitud de ideas que inunda el presente y que juntos las
viejas experiencias y los nuevos pensamientos, forman un poderoso pedestal
desde donde podremos proyectarnos a un futuro de justicia y libertad. Se lo
comenté a Vaillant, que solamente atinó a decir que nunca nada está del todo
perdido, que siempre queda un sedimento que vuelve a florecer. Quedó en
silencio, y al cabo de un rato y como al pasar, me preguntó qué sabía yo de San
Borja del Yi… La pregunta me tomó por sorpresa. Recuerdo bastante del asunto,
porque visitaba a Carmela y a mis hermanos en Mercedes, cuando por mandato de
Oribe el pueblo fue desarmado. Luego de conquistar las Misiones con apoyo
charrúa, el General Fructuoso Rivera volvió al Uruguay con miles de indios
misioneros, a los que les prometió tierras, semillas y ganados. Viajaron, por
lo que me contaron algunos de aquellos indios, hasta con los huesos de sus
muertos, a los que enterraron en el que suponían que sería su hogar definitivo
y una enorme cantidad de cabezas de ganado, que les fue brutalmente arrebatada.
El compromiso de Don Frutos, como hasta hoy en día lo llaman en el campo, quedó
en la nada y una parte de los guaraníes se alzó en armas y fue aplastado. Pero
hubo un grupo que por permanecer fiel al caudillo fue compensado con tierras en
el río Yi. Conducidos por una mujer, Luisa Tiraparé, también conocida como La
Capataza, construyeron una próspera comunidad, que contaba con muchos animales
y una buena producción de cereales y hortalizas. Puedo decir que si bien su
cultura puede parecer un tanto primitiva e inocente, en el Uruguay está muy
presente, por ejemplo en el pueblo comercializaban entre otros objetos
religiosos, unas hermosas estatuillas de Santos, que hasta el día de hoy suelen
encontrarse en los ranchos de Mercedes y de otras ciudades del Uruguay. Eso me
consta. Por allá por el año 43 y por la vinculación de los guaraníes con los
colorados, por decisión del gobierno del Cerrito, el poblado fue desmantelado,
pero quedaron muchas historias, la más conocida es la de la campana. San Borja
contaba con seis campanas, cinco de ellas fueron repartidas por los usurpadores
enviados por Oribe entre las Iglesias de otros lugares, pero a una de ellas los
indios la tiraron a una laguna cercana. Muchos viajeros aseguran haber
escuchado emerger de las aguas lamentos misteriosos y campanadas, que parecen
quejarse por la pérdida del pueblo. Luego que le conté esta historia Vaillant
guardó un completo silencio y supuse que algo tramaba, yo sé que mantiene un
fluido intercambio, con compatriotas suyos que viven en el Uruguay, que le
cuentan lo que está pasando. Con el objetivo de sonsacarle alguna cosa, le
comenté que no mucho después de desmantelarse San Borja del Yi, cerca de allí,
en Villa del Durazno, también por orden de Oribe, fue concentrado un importante
grupo de extranjeros, en particular ingleses y franceses. Tenía la esperanza
que dijera algo al respeto, pero en forma enigmática y con una provocadora
carcajada, repitió lo que había dicho al inicio de la conversación: que siempre
queda un sedimento que vuelve a florecer.
***
10
DE ENERO DE 1852. Tomasa me invitó a celebrar el 6 de
enero, el Día de San Baltasar. Por lo que noté los días previos es una fecha que no solamente en Camba Cuá, sino
en toda la región la gente espera con ansiedad. Por nada del mundo quería
perderme un acontecimiento de tal dimensión, lamentablemente esa sería mi
última visita al caserío, ya que a los pocos días de concluida la fiesta
partiríamos Vaillant y yo rumbo a Buenos Aires. Para estar más tiempo con
Tomasa, que no paraba de quejarse de mi alejamiento, viajé a Camba Cuá la tarde
anterior al festejo y tuve una inesperada recompensa por haberlo hecho. Ni bien
llegué me envolvió el bullicio de los preparativos, la agitación de la gente, el
ajetreo de las mujeres, el repiquetear de tambores, el ladrido de los perros,
la incontenible alegría de los niños. Durante mi caminata hasta lo de Tomasa,
todo eran saludos, preguntas acerca de si pensaba quedarme, invitaciones… En la
puerta del rancho, Tomasa mateaba con un negro octogenario, cubierto de motas
blancas, al que nunca había visto. Me acerqué batiendo las palmas y me
contestaron con gestos de bienvenida. “¡Ayéguese! ¡Ayéguese!”-repitieron varias
veces. Y con una enorme sonrisa ni bien me arrimé, Tomasa me dijo que quería
presentarme a alguien al que seguramente quería conocer. Totalmente intrigado
me senté frente a la imprevista pareja de ancianos. Entonces miré al hombre y
lo imaginé un lancero artiguista, igual que Tomasa. Tenía una mirada serena,
aunque algo triste, un porte enhiesto y firme que desafiaba los años y algo me
decía que no había vivido en vano… Con un tono estentóreo y solemne que
contrastaba con el jolgorio general que llegaba hasta la casa, Tomasa me dijo…,
el es Ansina, el compadre de Artigas… Y agregó como disculpándose en voz baja
que estaba de paso y había ido a visitarla antes de volver para Guaramberé
adonde lo esperaban para festejar. Quedé impactado. Era como me lo había
imaginado durante estos últimos meses, cada vez que alguien lo nombraba. Fue
como ver al tiempo. Como si la historia me hubiera alcanzado, para reclamarme,
para exigirme, para aconsejarme. Frente a mí estaba la revolución oriental
misma, con forma humana. Y solamente atiné a tomarle las manos mientras con
lágrimas repetía: “¡Padre! ¡Padre!“. Aquellas manos que tenía entre las mías
empuñaron la lanza cuando el Jefe oriental convocó a los patriotas por primera
vez en Mercedes, pelearon en Las Piedras y durante los sitios, apretaron las
riendas del caballo con rabia durante La Redota, fueron puño cuando las
conspiraciones porteñas, escribieron bellas canciones en Purificación durante
el año de gloria, vibraron en horas de triunfos y derrotas y secaron las
lágrimas cuando junto con Artigas, Ansina partió al Paraguay… En ellas hundió
su rostro cuando murió el viejo patriarca hacía poco más de un año atrás. Con
voz baja Ansina comenzó diciendo que creía recordar a mi padre, que nunca había
olvidado su talento para cantar ya que durante el primer sitio a Montevideo,
varias veces compartió fogón. Y agregó que de todo lo demás se había enterado
por Tomasa, que le contó de mi presencia en Paraguay. Yo quería preguntarle de
todo, hablar largamente, pero Ansina no
tenía mucho tiempo ya que en cualquier momento lo pasaban a buscar, pero
igualmente conversamos bastante. Por momentos me costó entenderlo, ya que
salpicaba sus frases con palabras en guaraní, algunas pocas yo conocía, como
cuando dijo tasay, haciendo referencia a sus lágrimas por el jefe oriental…
Parecía más viejo aún, cuando casi en un susurro me dijo que hace poco que se
cumplió el triste aniversario del fallecimiento de Artigas y que nadie ni nada
suple el vacío extraordinario, que las garras del dolor lo aprietan fuerte
todos los días, a tal punto que olvidó hasta a su guitarra. Y agregó que lo
había seguido a sol y sombra y que siempre le dio muestras de lealtad, desde
que lo había hecho libre. De pronto, como si adivinara mis pensamientos
exclamó: ¡qué breve es la vida de los hombres...! No quería que nada de lo que
dijera se me escapara. Notó mi esfuerzo y comentó con una sonrisa que la vejez
es una fatalidad, que espera a la muerte, aunque no la nombra. Ansina habla
desde una rara profundidad, hay algo de venerable en todo lo que dice y en como
lo dice, hay algo profundamente poético en su forma de expresarse. Sentí que
nos envolvía un esplendor mágico, que nos apartaba hasta del jolgorio de
nuestro alrededor. Ansina parecía sumergido en el pasado. Entonces meditó que
cuando llegó al Paraguay fue encerrado como un bicho mientras Artigas era
recluido en un convento, pero que igualmente desde donde estaba podía ver la
luna por las noches y que hacerlo lo hacía sentir un hombre libre. Y agregó que
desde que llegó a Ibiray le gusta buscar la luna en el río, que eso le da paz. Le pregunté sobre los años que
estuvieron él y Artigas en el norte de Paraguay y contó que en el pueblo
yerbatero de Curuguaty, adonde en principio fueron confinados, del otro lado de
una cañada, en un lugar llamado Urundey, el Jefe oriental levantó su casa. En
ese lugar se dedicó a cosechar para él y para los más necesitados, por lo que
le quedó el mote de “Padre de los pobres”. Aproveché para preguntarle por qué
Artigas no aceptó ninguna invitación de volver al Uruguay y me respondió que su
corazón idolatraba la formación de una América Grande y que sentía que hasta
estas tierras llegaba la patria, pero además porque rechazaba la idea de
regresar adonde su gente guerreaba entre sí. Y con una sonrisa recordó que aun
ausente de su patria, nunca olvidó a su pueblo, tanto en sus horas victoriosas
como en las fatales y que a veces en Ibiray le daba la impresión que en
cualquier momento Don José montaba su morito y volvía al Uruguay. Exhalando un
suspiro señaló la tierra con su mano y agregó que los sueños, sueños son y que
Artigas y él quedaron aquí, como palos de urundeymí. Entonces tarareó bajo y
con voz cascada… “¡Viva el Oriental/ que ama al Paraguay!”. Bastante conversó
Ansina, opinó sobre la actual situación en el Plata, a la que no desconocía,
sobre la política paraguaya, pero permanentemente volvía al pasado para
salpicar sus reflexiones con anécdotas y experiencias vividas en la Patria
Vieja y durante los años de exilio. Emanaba sabiduría. Por ejemplo, haciendo referencia a tantos sueños
frustrados cuando parecían al alcance de la mano, confesó que había aprendido
que estaba muy cerca lo mucho de lo poco, lo
dulce de lo amargo, la fortaleza de la debilidad. Y agregó que lo
tuviera en cuenta, ya que estaba al tanto de mis propósitos, porque Tomasa le
había informado y que no olvidara que está muy próximo el amor del odio, tanto
como la lealtad de la traición. Lo vinieron a buscar y lo acompañé hasta el
camino principal. Caía la tarde y me quedé mirando cómo se perdía la carreta
que transportaba a Ansina en el horizonte, entre dorados campos de trigo,
aletear de cuervos y nubes en espiral. De regreso a lo de Tomasa no podía dejar
de pensar en todo lo que había dicho, en sus consejos y en particular, en sus
últimas palabras al despedirse.
Mirándome a los ojos con firmeza me pidió que no olvidara que está muy
cerca el pasado del presente y que los traidores por dinero y por poder, están
dispuestos a ser servidores hasta de la causa de Judas. Ese fue su legado.
Ansina no lo podía saber, lo que me confió desde hace tiempo ronda mi cabeza y
en realidad lo vengo ahondando durante mis largas pláticas con Vaillant.
***
Tomasa estuvo
entre los que iniciaron el festejo de San Baltasar con una serenata a las dos
de la mañana. Nunca la había escuchado cantar y me di cuenta que su voz
melodiosa abrazaba a todos como si fuera un manto musical. Mientras coreaba
levantaba los brazos y la mirada al cielo y me gustó pensar que quizás estaba
dedicando la canción a Camila, como solía hacerlo cuando siendo niña, la hacía
dormir. Y también me gustó pensar que mi madre le respondía y era el silbido
que cada tanto movía las hojas y levantaba polvareda. Quería estar lo más cerca posible de Tomasa. Estaba
espléndida. Es una mujer robusta pese a los años, de grandes pechos y caderas.
Con la cabeza en alto, cubierta por un pañuelo blanco con una moña al frente y
con su colorida pollera cubierta por un delantal, parecía una antigua reina
africana. En una mano portaba un canasto con flores y en la otra un abanico. Era
la viva personificación de la abuela sabia y dulce y me di cuenta que en alguna
medida para los pobladores, es la Reina del lugar. A las seis de la mañana del
6 de enero, con un toque de tambores, iniciaron los festejos en sí. Todos
bailaban bajo una enorme enramada de Kavara, al toque de las “cajas”, como
llaman a los tambores, incluida Tomasa, que lo hacía con un pasito lento pero muy al compás. Pese
a su edad no abandonó nunca la fiesta, salvo de a ratos para recobrar fuerzas.
Pude notar que los hombres desarrollan una gran armonía gestual y que las
mujeres bailan en forma diferente a ellos, sin tanta variación. Un director
marca la culminación de cada danza haciendo un gesto a los tamborileros. Vista en conjunto la escena
es estéticamente hermosa. Tomasa se había impuesto ser una de las anfitrionas y
ofrecía a quien quisiera carbonara uruguaya y comidas típicas, pero cada tanto
interrumpía sus quehaceres, junto con otros de su edad, para bailar la “danza
del viejito”, con la que expresaban en forma atrevida y simpática las
posibilidades creativas de la ancianidad. Durante tres días me sumergí en la
fiesta, en sus frenéticos bailes, en sus ritmos vibrantes, necesitaba de
aquella alegría. Cuando desperté de la bella locura que me había embargado y me
recompuse, fui a despedirme de Tomasa. Me miró a los ojos con solemnidad,
estaba orgullosa de mis proyectos y de las obligaciones que me había auto
impuesto y me despidió sin lágrimas, como seguramente lo había hecho de tantos
otros que marcharon a cumplir con su deber. Sencillamente colgó de mi cuello un
amuleto, que me acompañará mientras viva. La saludé desde una lomada y levantó
el brazo, es la última imagen que me queda de ella y la guardaré en mi pecho,
hasta el final.
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