martes

RICARDO AROCENA - EL GRITO / VERSIÓN COMPLETA Y DEFINITIVA (22)


(Una historia de amor, pasión y muerte, nacida en tiempos de la Patria Vieja)

EL GRITO IV


29 de diciembre. Las conversaciones con Vaillant removieron toda mi forma de ver al mundo, incluidas mis búsquedas en el pasado, en particular en el pasado artiguista. Ahora me doy cuenta que durante años intenté explicarme los acontecimientos políticos y sociales utilizando como instrumentos para el análisis conceptos abstractos, como los de “libertad”, “civilización”, “barbarie” y otros, pero el intercambio con el francés me ha aportado nuevos puntos de vista, que me están permitiendo entender los procesos no a partir de nociones genéricas, o fruto de veleidades humanas, sino como expresión de causas más profundas, que en gran medida condicionan el comportamiento de los individuos. Me he dado cuenta que Vaillant reúne por un lado una gran experiencia personal obtenida en el fragor de los conflictos y por otro un sólido conocimiento teórico, adquirido, en parte, según me confesó, durante las largas horas de prisión en el Monasterio de Saint Michel y gracias al intercambio con grandes pensadores de este tiempo. Le gusta hablar. Y cuando lo hace atrapa, todo lo demás parece quedar en suspenso. Cuando le dije que las realidades europeas eran muy diferentes a las americanas y que nuestras conmociones sociales eran muy distintas respondió que esa era una verdad relativa… Que a nadie puede escapar la incidencia europea en las mismas. Entonces hizo referencia a la gran cantidad de extranjeros en el Río de la Plata, a la avalancha de productos europeos y a la participación del Viejo continente en el conflicto platense, dicho lo cual, se lanzó a un extenso análisis del proceso histórico que desembocó en este presente. Entonces explicó que en Europa la gran industria fue creando un mercado mundial en gran medida gracias a la colonización de América, que la producción aceleró el desarrollo de la navegación, del comercio, del ferrocarril, de los medios de transporte terrestre y que ese proceso fue consolidando como clase dominante a la burguesía. Y agregó que en alguna medida los actuales conflictos de estos países tienen que ver con la consolidación de esa clase y que las nuevas formas de producción robustecidas en Europa, no tardarían en extenderse a estas tierras, condenando a los sectores sociales más frágiles, a vender su fuerza de trabajo en las fábricas. Recuerdo que luego de este vaticinio y en respuesta a mi afirmación  sobre el carácter pastoril de la gente americana, que establecía una diferencia con respecto a los obreros europeos, puntualizó que en cada época histórica el modo predominante de producción y la organización social, es la base sobre la que se levanta la historia política y cultural.  Y que por lo tanto también en estos aspectos mucho cambiaría. Es más, dijo que ya estaba cambiando y que me fijara en los modos y costumbres, para no ir más lejos, de la población de Asunción, que no eran iguales a los de décadas atrás. Luego de la larga reflexión, descansó un segundo y mirándonos a los ojos a Guzmán y a mí, nos dijo, intercalando partes en español: "Oh meus amis ...! Mais ce qu’ils doivent toujours garder à l’esprit, c’est que…, la historia del mundo, de l’antiquité à nos jours, est… la historia de la lucha de clases!"  Durante días no pude sacarme de la cabeza el enunciado, no porque me resultara del todo extraño, a esa conclusión había arribado intuitivamente en el contacto en los juzgados con la gente desposeída, durante mis estudios sobre la Patria Vieja, y tiene que ver hasta con muchos de mis conflictos personales, pero nadie me lo había sintetizado con tanta claridad. Ahora tengo claro que las revoluciones no solamente son necesarias porque las clases dominantes no pueden ser derrocadas de otro modo, sino porque únicamente por medio de ellas, las clases dominadas pueden escapar del pantano en que se encuentran y fundar una sociedad sobre nuevas bases. Una vez que llegué a esta conclusión pude comprender en toda su dimensión el frustrado intento artiguista. Por todo esto, de mucho me están sirviendo las reflexiones teóricas del francés sobre los recientes conflictos en Europa, gracias a su forma de interpretarlos he podido hacer comparaciones entre el pasado y presente de nuestra América y en particular percibir las similitudes y las diferencias de lo vivido en uno y otro continente. Pero además logré comprender algo que siempre me inquietó y es por qué personalidades y sectores que un día jugaron un papel de decisivo en determinado proceso histórico, como por ejemplo en la revolución en el Plata, pasaron a patrocinar lo contrario de lo que hasta determinado momento sostuvieron. Mientras el francés con enojo hablaba de las traiciones de Thiers y Guisot, no podía dejar de pensar en las sinuosas actitudes de Alvear y Sarratea…  “¡Es la lucha de clases…!”- repitió Vaillant, cuando fascinado contó que en Francia el objetivo inicial de la última revolución fue una reforma electoral, que a lo sumo no procuraba otra cosa que agrandar un poco el círculo de privilegiados de la misma clase poseedora, pero que cuando estalló el conflicto, el pueblo subió a las barricadas y le imprimió al proceso un espíritu justiciero. La conclusión es clara. Ahora pienso que la Junta de Mayo, en los inicios de la revolución, no había ido mucho más lejos que de la ruptura con la monarquía, y que también fueron los sectores populares los que intentaron profundizar las conquistas. El inicial empuje de Buenos Aires se agotó ni bien la oligarquía consiguió lo que buscaba, pero el abandono de la revolución en este caso no fue abrupto como lo fue de parte de las clases poseedoras en Francia, sino un proceso. Ahora entiendo, analizándolo desde el punto de vista del francés, la razón por la cual la gloriosa revolución de mayo se transformó en su contrario, en una dictadura directoral. “¡Es la historia del mundo!”- diría Vaillant… Atrás estaban los intereses de grandes comerciantes, intermediarios y usureros, a  los que un día les sirvió la revolución anticolonial, pero a la que no vacilaron en traicionar cuando esta avanzó tras nuevas metas. Luego de un largo silencio, el francés recordó apesadumbrado la experiencia de los gobiernos populares en su país… Entonces habló de la generosidad del pueblo cuando accede al gobierno, de su espíritu humanitario. Y con emoción subrayó que la población aún estando hambrienta, no había saqueado, que aunque había conquistado el poder por medio de las armas, no había abusado de la victoria, que pese a despreciar a la autoridad destituida, después del triunfo le había ofrecido su apoyo. Y eso me retrotrajo al exiguo año de paz durante el cual los sueños justicieros parecieron consolidarse en Purificación. También durante el gobierno oriental habían resplandecido los principios y la dignidad. Cuando le pregunté cuales serían las primeras medidas de gobierno en caso de triunfar la revolución socialista algún día en Francia, me habló de expropiar la tierra, de confiscar propiedades a los sediciosos y traidores, del deber general de trabajar, de una educación pública y gratuita. Entonces sentí orgullo de la revolución oriental, que de alguna manera, se había adelantado en el tiempo ya que había confiscado los bienes a los malos europeos y peores americanos y promovido el ordenamiento de la campaña para que los más infelices fueran los más privilegiados e impulsado la conformación de bibliotecas y escuelas… Desde Purificación, Artigas impulsó el federalismo, el trabajo nacional, el libre comercio entre las Provincias… ¡Los que acusaron a Artigas del caos, los que prometieron pacificación, el fin de la “anarquía” y “orden”, los que criticaban “la guerra sorda del jacobinismo”, miren lo que desde entonces hasta la actualidad nos han dado! ¡Si de lo único que por estos días se habla es de más guerras y conflictos! No hubo revolución, pero tampoco ha habido nación, en el caso del Uruguay. Los orientales ni siquiera hemos tenido una nación, porque no se puede denominar como tal a una patria agotada por la guerra, dividida y enfrentada durante casi una década por causa de intereses extraños. Ni nación ni revolución. Al igual que el pueblo francés que ha sufrido la traición a sus revoluciones, los pueblos del Plata han sido reiteradamente engañados desde que conquistaron la independencia, hasta hoy en día, por pandillas de poderosos, entre los cuales no faltan oficiales venales y letrados traidores, que muy bien conozco por mi condición de abogado. Y todo esto refuerza mi compromiso de rescatar los sueños del  pasado, de  los que fueron partícipes mis padres, como una invocación para el futuro. Cuando le pregunté cómo había sido derrotada la república social instalada en los primeros meses de 1848, Vaillant me comentó distraídamente que mientras el pueblo se entregaba a la discusión de los problemas concretos, las viejas y oscuras fuerzas iban reuniéndose para volver. En mi tierra fue igual, el imperio portugués, la oligarquía porteña, los militares traidores, sacrificaron a la revolución artiguista y mataron el carácter revolucionario del federalismo, lo que a la larga nos ha conducido al actual desastre, del que se pretende salir a costa de sacrificar soberanía. Después de todo no deja de ser una extraña casualidad que en mi búsqueda de un camino a partir de mi historia familiar, tan vinculada a los avatares de la Patria Vieja, que se cruzara en mi ruta un hombre como Vaillant, que ha enriquecido mi compromiso con nuevas experiencias, que me iluminan y ayudan a encarar con renovados bríos mi compromiso.  Pronto estaré junto a mi gente, a la que se le ha conculcado históricamente sus derechos y pondré todos mis conocimientos a su servicio. Iré fortalecido por las enseñanzas de los viejos sobrevivientes de Camba Cuá y por el aporte que he recibido de nuevas ideas que retoman y enriquecen los principios de justicia e igualdad.  Durante estos días no me ha abandonado la imagen de uno de los camaradas de mi padre, que hace años, poco antes de morir, me dijo entre sollozos, que los que habían como él manchado los campos de batalla con su sangre y padecido oscuras prisiones, que los que habían arriesgado sus vidas en Rincón, Sarandí e Ituzaingó, entre otros combates, estaban siendo despojados de sus campos y sus hogares. Y me preguntaba casi gritando… ¿Y todo para qué? Recuerdo que levantaba sus manos crispadas hasta rosarme la cara, desde su lecho de muerte. Y se contestaba con rabia, que para que retornaran a manos de los antiguos enemigos. Juro que ni bien regrese al Uruguay, entre otras cosas, investigaré si aún quedan de aquellos patriotas y en el caso de encontrar a alguno me pondré a su servicio y si es necesario apelaré, de ser necesario, en los mismos tribunales en los que han sido estafados en litigios amañados, por juristas corrompidos.

***

4 DE ENERO DE 1852. En las últimas semanas mi vida ha alternado entre las visitas a Tomasa en Camba Cuá y las conversaciones con Vaillant y Guzmán, en casa de este último, en Asunción. Por momentos pienso que ese peregrinar entre uno y otro lugar es todo un símbolo, que la vida me está enseñando en los hechos que hay un vínculo muy estrecho entre el pasado y el presente. Pero también que hay una unidad entre los antiguos sueños de los sobrevivientes y la multitud de ideas que inunda el presente y que juntos las viejas experiencias y los nuevos pensamientos, forman un poderoso pedestal desde donde podremos proyectarnos a un futuro de justicia y libertad. Se lo comenté a Vaillant, que solamente atinó a decir que nunca nada está del todo perdido, que siempre queda un sedimento que vuelve a florecer. Quedó en silencio, y al cabo de un rato y como al pasar, me preguntó qué sabía yo de San Borja del Yi… La pregunta me tomó por sorpresa. Recuerdo bastante del asunto, porque visitaba a Carmela y a mis hermanos en Mercedes, cuando por mandato de Oribe el pueblo fue desarmado. Luego de conquistar las Misiones con apoyo charrúa, el General Fructuoso Rivera volvió al Uruguay con miles de indios misioneros, a los que les prometió tierras, semillas y ganados. Viajaron, por lo que me contaron algunos de aquellos indios, hasta con los huesos de sus muertos, a los que enterraron en el que suponían que sería su hogar definitivo y una enorme cantidad de cabezas de ganado, que les fue brutalmente arrebatada. El compromiso de Don Frutos, como hasta hoy en día lo llaman en el campo, quedó en la nada y una parte de los guaraníes se alzó en armas y fue aplastado. Pero hubo un grupo que por permanecer fiel al caudillo fue compensado con tierras en el río Yi. Conducidos por una mujer, Luisa Tiraparé, también conocida como La Capataza, construyeron una próspera comunidad, que contaba con muchos animales y una buena producción de cereales y hortalizas. Puedo decir que si bien su cultura puede parecer un tanto primitiva e inocente, en el Uruguay está muy presente, por ejemplo en el pueblo comercializaban entre otros objetos religiosos, unas hermosas estatuillas de Santos, que hasta el día de hoy suelen encontrarse en los ranchos de Mercedes y de otras ciudades del Uruguay. Eso me consta. Por allá por el año 43 y por la vinculación de los guaraníes con los colorados, por decisión del gobierno del Cerrito, el poblado fue desmantelado, pero quedaron muchas historias, la más conocida es la de la campana. San Borja contaba con seis campanas, cinco de ellas fueron repartidas por los usurpadores enviados por Oribe entre las Iglesias de otros lugares, pero a una de ellas los indios la tiraron a una laguna cercana. Muchos viajeros aseguran haber escuchado emerger de las aguas lamentos misteriosos y campanadas, que parecen quejarse por la pérdida del pueblo. Luego que le conté esta historia Vaillant guardó un completo silencio y supuse que algo tramaba, yo sé que mantiene un fluido intercambio, con compatriotas suyos que viven en el Uruguay, que le cuentan lo que está pasando. Con el objetivo de sonsacarle alguna cosa, le comenté que no mucho después de desmantelarse San Borja del Yi, cerca de allí, en Villa del Durazno, también por orden de Oribe, fue concentrado un importante grupo de extranjeros, en particular ingleses y franceses. Tenía la esperanza que dijera algo al respeto, pero en forma enigmática y con una provocadora carcajada, repitió lo que había dicho al inicio de la conversación: que siempre queda un sedimento que vuelve a florecer.

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10 DE ENERO DE 1852. Tomasa me invitó a celebrar el 6 de enero, el Día de San Baltasar. Por lo que noté los días previos es  una fecha que no solamente en Camba Cuá, sino en toda la región la gente espera con ansiedad. Por nada del mundo quería perderme un acontecimiento de tal dimensión, lamentablemente esa sería mi última visita al caserío, ya que a los pocos días de concluida la fiesta partiríamos Vaillant y yo rumbo a Buenos Aires. Para estar más tiempo con Tomasa, que no paraba de quejarse de mi alejamiento, viajé a Camba Cuá la tarde anterior al festejo y tuve una inesperada recompensa por haberlo hecho. Ni bien llegué me envolvió el bullicio de los preparativos, la agitación de la gente, el ajetreo de las mujeres, el repiquetear de tambores, el ladrido de los perros, la incontenible alegría de los niños. Durante mi caminata hasta lo de Tomasa, todo eran saludos, preguntas acerca de si pensaba quedarme, invitaciones… En la puerta del rancho, Tomasa mateaba con un negro octogenario, cubierto de motas blancas, al que nunca había visto. Me acerqué batiendo las palmas y me contestaron con gestos de bienvenida. “¡Ayéguese! ¡Ayéguese!”-repitieron varias veces. Y con una enorme sonrisa ni bien me arrimé, Tomasa me dijo que quería presentarme a alguien al que seguramente quería conocer. Totalmente intrigado me senté frente a la imprevista pareja de ancianos. Entonces miré al hombre y lo imaginé un lancero artiguista, igual que Tomasa. Tenía una mirada serena, aunque algo triste, un porte enhiesto y firme que desafiaba los años y algo me decía que no había vivido en vano… Con un tono estentóreo y solemne que contrastaba con el jolgorio general que llegaba hasta la casa, Tomasa me dijo…, el es Ansina, el compadre de Artigas… Y agregó como disculpándose en voz baja que estaba de paso y había ido a visitarla antes de volver para Guaramberé adonde lo esperaban para festejar. Quedé impactado. Era como me lo había imaginado durante estos últimos meses, cada vez que alguien lo nombraba. Fue como ver al tiempo. Como si la historia me hubiera alcanzado, para reclamarme, para exigirme, para aconsejarme. Frente a mí estaba la revolución oriental misma, con forma humana. Y solamente atiné a tomarle las manos mientras con lágrimas repetía: “¡Padre! ¡Padre!“. Aquellas manos que tenía entre las mías empuñaron la lanza cuando el Jefe oriental convocó a los patriotas por primera vez en Mercedes, pelearon en Las Piedras y durante los sitios, apretaron las riendas del caballo con rabia durante La Redota, fueron puño cuando las conspiraciones porteñas, escribieron bellas canciones en Purificación durante el año de gloria, vibraron en horas de triunfos y derrotas y secaron las lágrimas cuando junto con Artigas, Ansina partió al Paraguay… En ellas hundió su rostro cuando murió el viejo patriarca hacía poco más de un año atrás. Con voz baja Ansina comenzó diciendo que creía recordar a mi padre, que nunca había olvidado su talento para cantar ya que durante el primer sitio a Montevideo, varias veces compartió fogón. Y agregó que de todo lo demás se había enterado por Tomasa, que le contó de mi presencia en Paraguay. Yo quería preguntarle de todo, hablar largamente, pero  Ansina no tenía mucho tiempo ya que en cualquier momento lo pasaban a buscar, pero igualmente conversamos bastante. Por momentos me costó entenderlo, ya que salpicaba sus frases con palabras en guaraní, algunas pocas yo conocía, como cuando dijo tasay, haciendo referencia a sus lágrimas por el jefe oriental… Parecía más viejo aún, cuando casi en un susurro me dijo que hace poco que se cumplió el triste aniversario del fallecimiento de Artigas y que nadie ni nada suple el vacío extraordinario, que las garras del dolor lo aprietan fuerte todos los días, a tal punto que olvidó hasta a su guitarra. Y agregó que lo había seguido a sol y sombra y que siempre le dio muestras de lealtad, desde que lo había hecho libre. De pronto, como si adivinara mis pensamientos exclamó: ¡qué breve es la vida de los hombres...! No quería que nada de lo que dijera se me escapara. Notó mi esfuerzo y comentó con una sonrisa que la vejez es una fatalidad, que espera a la muerte, aunque no la nombra. Ansina habla desde una rara profundidad, hay algo de venerable en todo lo que dice y en como lo dice, hay algo profundamente poético en su forma de expresarse. Sentí que nos envolvía un esplendor mágico, que nos apartaba hasta del jolgorio de nuestro alrededor. Ansina parecía sumergido en el pasado. Entonces meditó que cuando llegó al Paraguay fue encerrado como un bicho mientras Artigas era recluido en un convento, pero que igualmente desde donde estaba podía ver la luna por las noches y que hacerlo lo hacía sentir un hombre libre. Y agregó que desde que llegó a Ibiray le gusta buscar la luna en el río, que eso le da  paz. Le pregunté sobre los años que estuvieron él y Artigas en el norte de Paraguay y contó que en el pueblo yerbatero de Curuguaty, adonde en principio fueron confinados, del otro lado de una cañada, en un lugar llamado Urundey, el Jefe oriental levantó su casa. En ese lugar se dedicó a cosechar para él y para los más necesitados, por lo que le quedó el mote de “Padre de los pobres”. Aproveché para preguntarle por qué Artigas no aceptó ninguna invitación de volver al Uruguay y me respondió que su corazón idolatraba la formación de una América Grande y que sentía que hasta estas tierras llegaba la patria, pero además porque rechazaba la idea de regresar adonde su gente guerreaba entre sí. Y con una sonrisa recordó que aun ausente de su patria, nunca olvidó a su pueblo, tanto en sus horas victoriosas como en las fatales y que a veces en Ibiray le daba la impresión que en cualquier momento Don José montaba su morito y volvía al Uruguay. Exhalando un suspiro señaló la tierra con su mano y agregó que los sueños, sueños son y que Artigas y él quedaron aquí, como palos de urundeymí. Entonces tarareó bajo y con voz cascada… “¡Viva el Oriental/ que ama al Paraguay!”. Bastante conversó Ansina, opinó sobre la actual situación en el Plata, a la que no desconocía, sobre la política paraguaya, pero permanentemente volvía al pasado para salpicar sus reflexiones con anécdotas y experiencias vividas en la Patria Vieja y durante los años de exilio. Emanaba sabiduría. Por  ejemplo, haciendo referencia a tantos sueños frustrados cuando parecían al alcance de la mano, confesó que había aprendido que estaba muy cerca lo mucho de lo poco, lo  dulce de lo amargo, la fortaleza de la debilidad. Y agregó que lo tuviera en cuenta, ya que estaba al tanto de mis propósitos, porque Tomasa le había informado y que no olvidara que está muy próximo el amor del odio, tanto como la lealtad de la traición. Lo vinieron a buscar y lo acompañé hasta el camino principal. Caía la tarde y me quedé mirando cómo se perdía la carreta que transportaba a Ansina en el horizonte, entre dorados campos de trigo, aletear de cuervos y nubes en espiral. De regreso a lo de Tomasa no podía dejar de pensar en todo lo que había dicho, en sus consejos y en particular, en sus últimas palabras al despedirse.  Mirándome a los ojos con firmeza me pidió que no olvidara que está muy cerca el pasado del presente y que los traidores por dinero y por poder, están dispuestos a ser servidores hasta de la causa de Judas. Ese fue su legado. Ansina no lo podía saber, lo que me confió desde hace tiempo ronda mi cabeza y en realidad lo vengo ahondando durante mis largas pláticas con Vaillant.

***

Tomasa estuvo entre los que iniciaron el festejo de San Baltasar con una serenata a las dos de la mañana. Nunca la había escuchado cantar y me di cuenta que su voz melodiosa abrazaba a todos como si fuera un manto musical. Mientras coreaba levantaba los brazos y la mirada al cielo y me gustó pensar que quizás estaba dedicando la canción a Camila, como solía hacerlo cuando siendo niña, la hacía dormir. Y también me gustó pensar que mi madre le respondía y era el silbido que cada tanto movía las hojas y levantaba polvareda. Quería estar lo  más cerca posible de Tomasa. Estaba espléndida. Es una mujer robusta pese a los años, de grandes pechos y caderas. Con la cabeza en alto, cubierta por un pañuelo blanco con una moña al frente y con su colorida pollera cubierta por un delantal, parecía una antigua reina africana. En una mano portaba un canasto con flores y en la otra un abanico. Era la viva personificación de la abuela sabia y dulce y me di cuenta que en alguna medida para los pobladores, es la Reina del lugar. A las seis de la mañana del 6 de enero, con un toque de tambores, iniciaron los festejos en sí. Todos bailaban bajo una enorme enramada de Kavara, al toque de las “cajas”, como llaman a los tambores, incluida Tomasa, que lo hacía  con un pasito lento pero muy al compás. Pese a su edad no abandonó nunca la fiesta, salvo de a ratos para recobrar fuerzas. Pude notar que los hombres desarrollan una gran armonía gestual y que las mujeres bailan en forma diferente a ellos, sin tanta variación. Un director marca la culminación de cada danza haciendo un gesto a  los tamborileros. Vista en conjunto la escena es estéticamente hermosa. Tomasa se había impuesto ser una de las anfitrionas y ofrecía a quien quisiera carbonara uruguaya y comidas típicas, pero cada tanto interrumpía sus quehaceres, junto con otros de su edad, para bailar la “danza del viejito”, con la que expresaban en forma atrevida y simpática las posibilidades creativas de la ancianidad. Durante tres días me sumergí en la fiesta, en sus frenéticos bailes, en sus ritmos vibrantes, necesitaba de aquella alegría. Cuando desperté de la bella locura que me había embargado y me recompuse, fui a despedirme de Tomasa. Me miró a los ojos con solemnidad, estaba orgullosa de mis proyectos y de las obligaciones que me había auto impuesto y me despidió sin lágrimas, como seguramente lo había hecho de tantos otros que marcharon a cumplir con su deber. Sencillamente colgó de mi cuello un amuleto, que me acompañará mientras viva. La saludé desde una lomada y levantó el brazo, es la última imagen que me queda de ella y la guardaré en mi pecho, hasta el final.

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