EL
GRITO IV
José Gallardo
DIARIO DE VIAJE
(BUENOS AIRES, ASUNCIÓN
DEL PARAGUAY, MERCEDES)
PARAGUAY
18
DE SETIEMBRE 1851. Llegué a Asunción del Paraguay con
la obsesión de entrevistar a los que convivieron con Artigas los últimos años
de su vida y, de ser posible, a quienes partieron junto a él rumbo al exilio.
El viaje a la capital paraguaya tardó más de la cuenta, antes de poder
concretarlo, por razones laborales, debí recorrer el litoral argentino, lo que
de cualquier manera me sirvió para conversar con muchos viejos revolucionarios
de las provincias de Santa Fé y Entre Ríos. Finalmente abordé un barco de carga
que partía hacia la ansiada meta que me había auto impuesto, merced a los
buenos oficios de su capitán Don Pascual Saracho, que enterado de mis objetivos
ofreció gustosamente sus servicios. Era un veterano marino y conocía en detalle
las batallas libradas por Pedro Campbell, por lo cual la travesía me resultó no
solamente placentera sino también ilustrativa de un aspecto que yo había
soslayado en mis investigaciones sobre el pasado artiguista. Mientras
conversábamos en cubierta no podía dejar de registrar las sinuosidades del río
Paraguay, la pródiga vegetación de sus orillas y la diversidad de aves que
aleteaban encima de nuestras cabezas. Fue un viaje agradable, pero yo no podía
contener mi ansiedad, por eso mi corazón pareció querer detenerse cuando
señalando una de las orillas el Capitán mostró la Bahía de Asunción y la
angosta costa que la precede. Más atrás, entre sinuosas elevaciones manchadas
por espaciosos mantos verdes, estaba la ciudad en la que tanto tiempo había
pensado. Con premura, como queriendo anticipar mi pregunta, mi anfitrión me
explicó que eran siete las colinas sobre las que la ciudad se extendía y
señalando con su mano una de ellas ilustró: aquella por ejemplo es Loma Kavara…
Una cerrada cortina de pájaros nublaba el paisaje, entre ellos miles de
gaviotas que planeaban buscando alimento; gaviotines que la tripulación
paraguaya llamaba Atí Guazú, pero también aves rapaces, como las águilas
pescadoras que son conocidas como Taiguato Rye Morotî y vertiginosos halcones a
los que llaman Taiguato Ro´y. Promediaba setiembre y el calor y la humedad nos
envolvía. Una vez que llegamos al Puerto el Capitán no quiso bajo ningún
concepto que fuera solo hasta el
domicilio de quien me estaba esperando en Paraguay y se ofreció a
acompañarme, me explicó que por sus frecuentes viajes conocía la ciudad como la
palma de su mano. Finalmente llegamos a la casa de Antonio Guzmán, en la parte
céntrica de la ciudad, adonde sería mi circunstancial morada. Los días
siguientes, acompañado de mis entusiastas anfitriones, caminé por Asunción. En
la populosa calle Palma visité pulperías y conversé con los parroquianos, pude
comprarme ropa en los registros, recortarme la barba y hasta adquirir algunos
libros. Recorrí las naves de la Catedral Metropolitana, con sus filas de arcos,
adonde reina San Blas, el Santo Patrono del Paraguay y la Virgen de Asunción y
conocí los barrios nuevos de Santísima Trinidad y Mbrucuyá, invadidos de
vendedores que ofrecen en voz alta toda clase de tejidos, comidas típicas y
artesanías de cuero. En todos los lugares en lo que tuve la oportunidad, en mis
intercambios con los lugareños, indagué qué sabían sobre el General Artigas y
no poca fue mi sorpresa al encontrar que no era un desconocido. Por todas las
zonas en las que anduve pude comprobar el impacto de la modernidad, la ciudad
está salpicada de construcciones barrocas, monumentales y suntuosas y las
clases pudientes, contagiadas seguramente por los ingleses, franceses y
españoles, hacen gala de nuevas modas, sobre todo en los lugares
céntricos, adonde se multiplican las
levitas y los sombreros de felpa. Antonio Guzmán es un hombre muy servicial, lo
conocí mientras estudiábamos en Buenos Aires y está entusiasmado por lo que yo
me he propuesto. Su casa, adonde vive con su esposa, parece un museo de
productos autóctonos, tiene un papagayo que repite con voz aflautada algunas
palabras, pájaros enjaulados, como por ejemplo cardenales y jilgueros, que
reciben a los visitantes con un variopinto concierto y hasta un mono capuchino
que fue comprado en el mercado pero al que mantienen atado ya que según me
explicaron que si bien era muy amigable al principio, como todos los de su
especie, se tornó agresivo y peligroso cuando creció. La duda que me ganó desde
que llegué a la ciudad, era por donde comenzar mis averiguaciones y luego de
pensarlo detenidamente decidí que lo mejor era comenzar por conocer la selva.
En ella no podría obtener información, pero en su verde atmósfera, entre los
lapachos y los cedros, reinando por sobre monos, águilas y tapires, en ese
espacio de naturaleza y libertad, seguramente me encontraría con el espíritu
inmortal del Jefe oriental. No había otra forma si lo que quería era conocer su
espíritu, igual al del puma o del yaguareté, que por alguna razón es conocido
por los lugareños como “fiera de la verdad”.
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22
DE SETIEMBRE DE 1851. Guzmán me acompañó
hasta Ibiray, en donde Artigas vivió sus últimos años. Durante el viaje
mantuvimos un animado intercambio, sobre la confusa y definitoria situación
política a la que estamos asistiendo. El tema que centró nuestra atención, por
supuesto, fue la alianza concertada entre Brasil, Montevideo y Entre Ríos, que
tiene como objetivo central derribar, como primer paso, al gobierno del Cerrito,
para luego arremeter contra la Confederación rosista. A mi interlocutor lo
apasionan los pormenores y por eso, con lujo de detalles, se explayó sobre la
separación de Urquiza. Por lo que contó, cuando Rosas, como lo hacía
protocolarmente todos los años, presentó renuncia a la dirección de las
relaciones exteriores de la Confederación, el entrerriano rompió el compromiso
y la aceptó y de esa forma su Provincia
pasó a ser un estado soberano, con lo que detonó el conflicto. Era notorio el
entusiasmo de Guzmán y al principio supuse que era por ser paraguayo y que su
exaltación era causada por el rechazo a Rosas, quien desde hace años bloquea a
su país, pero en realidad durante la charla pude entrever que lo apasiona todo
lo que tenga que ver con los conflictos económicos, sociales y políticos, tanto
de América, como en general sobre los que ocurren en el resto del mundo. En su
opinión, Brasil participa de la alianza contra la Confederación, como forma de
frenarla, antes de que se torne más peligrosa si llega a conquistar Uruguay y
Paraguay, desde donde puede dominar los ríos que llegan hasta Mato Grosso. Por
mi parte le señalé que a mi me preocupa el riesgo de que Brasil se transforme
en árbitro de los destinos de mi país, en lo que no tuvimos matices es en
cuanto a que entre los orientales el cansancio es general y que la población
está harta de penurias, sufrimiento y miseria. Es más, los dos hemos recibido
abundante información de que tanto entre los integrantes del gobierno de la
Defensa, como entre los del Cerrito,
detonan odios e intrigas, pero que en lo que parece haber una paradójica
coincidencia, es en el hastío a la incidencia de las naciones europeas en los
asuntos nacionales. Es más, mi interlocutor me contó que, en los mentideros
políticos, no para de comentarse que personalidades que en algún momento
solicitaron la intervención extranjera, ahora la acusan en secreto de imponer
políticas insolentes, egoístas y mezquinas. Lo que yo sé, por lo que he
escuchado, es que cada día son más los que sostienen que hay que romper
públicamente con las divisas y que sectores doctorales de los partidos, están
procurando un acercamiento, como forma de frenar al caudillismo. Con medido
entusiasmo, se lo comenté a Guzmán, pero éste guardó silencio y al cabo de un
rato respondió que sin la presencia del pueblo, instituido, como en tiempos de
la Patria Vieja, en torno a sus objetivos, a la corta o a la larga, todo será
más de lo mismo. Su aseveración me impactó y me recogí en mis pensamientos
***
23
DE SETIEMBRE DE 1851. Ibiray queda a dos
leguas al norte de Asunción. Ni bien llegamos al lugar, lo primero que me
impactó fue el intenso azul de un Manduví Guazú henchido por la brisa. Pensé
que había sido admirado cada día por el viejo oriental y un estremecimiento me recorrió
el cuerpo. Desde alguna distancia pude notar que el rancho en que vivía emerge
entre arboledas, es de adobe blanqueado a la cal, tiene techo de dos
aguas, entramado de tacuara y tirantes
redondos de palma y está cercado por postes rústicos cubiertos de enredaderas y
madreselvas. El campo que lo rodea, a muy corta distancia se abre hacia el
distinguido Valle de Tapúa, que se extiende entre casas solariegas de la rancia
nobleza hasta los bosques tórridos de Peñón y Arecayá; por el otro hasta la ancha
llanura de Ña Guazú, que remata en las onduladas lomas de Luque y San Lorenzo.
La casa queda cerca de la del Presidente López, su hijo Benigno y Pimienta
Bueno, un vecino del lugar, me hospedaron con gran amabilidad y se pusieron a
mi disposición desde el primer momento. A ellos les debo el haber podido
conocer en forma detallada la historia más reciente del entrañable General. Ni
bien llegué junto con Antonio Guzmán, nos invitaron a tomar mate y pedí para
que lo hiciéramos abajo del árbol en el que solía descansar Artigas. Por
supuesto que aceptaron. Muy pronto nos vimos rodeados de campesinos de los
alrededores, todos tenían algo que contar, entre otras cosas que con sus largos
rizos plateados que caían por debajo del ancho carandí sobre el poncho claro,
Don José parecía un patriarca bíblico, que en los últimos años se apoyaba en un
largo bastón que le daba cierto aire de peregrino y que al caer la tarde, cuando el toque de
las campanas llegaba de la lejana Asunción, muchos de los ahí presentes se
reunían con él para rezar. Gracias a ellos pude enterarme que cuatro años antes
de su muerte había sido visitado por el general Paz y que al año siguiente por
el brasileño Enrique Beaurepaire Rohán, y muchas, muchas otras anécdotas. Esa
noche pernoctamos en casa de uno de aquellos aldeanos que la ofreció gustoso. A
primeras horas del día siguiente partimos en carro hasta el Cementerio de la
Recoleta, para visitar la tumba en la que yace el General, había corrido entre
los lugareños la voz del por qué estábamos ahí y todos nos paraban para
contarnos algo. A nuestro paso los
hombres terciaban su sombrero sobre sus rostros arcillosos y las mujeres, con
sus hijos a la espalda y vasijas en la cabeza, hacían un leve movimiento de
inclinación. Hablamos con muchos de los que trataron asiduamente a Artigas,
entre ellos con el Juez García, que jugaba con él a los naipes y nos esperó en
la ruta, con Andrea Cuevas que le daba medicinas tradicionales, con Don
Gregorio Narváez, con Juan de la Cruz Cañete y con muchos otros… Creo que hice
bien cuando luego de escucharlos, pensando en mis padres, en mis hijos, en los
viejos combatientes, les di uno a uno, a todos los pobladores con los que
hablé, las gracias por haberle dado su cariño en sus años finales, como no
pudimos hacerlo los orientales. Era hora de volver a Asunción y apuramos el
paso rumbo al camposanto. Ni bien
llegamos nos indicaron que estaba en el tercer sepulcro, en el número 26…. Me arrodillé sobre la
tierra rojiza, la apreté fuerte y besé un puñado de ella, hasta que se fue
escurriendo lentamente para volver a su lugar de origen. Alrededor el silencio
era sobrecogedor. Como si hubiera enmudecido la naturaleza, no sonaba la brisa,
no cantaban los pájaros. Antes de retirarme coloqué sobre el humilde
promontorio un crucifijo de Camila, mi madre, y comenté en voz alta: para que
su alma nos marque el camino… Luego puse a su lado las bordonas de Jacinto, mi
padre y mirando a los que me acompañaban agregué… ¡para que su alma nos cante…!
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26
DE SETIEMBRE DE 1851. Antes de partir de
Ibiray, uno de los lugareños nos aconsejó que si queríamos conocer a alguno de
los que acompañaron a Artigas cuando partió hacia el exilio, tal vez podíamos
encontrarlo en Laurelty, adonde el Dictador Francia había entregado tierras de
las mejores para los desterrados orientales. Lo escuché con atención. Muy
dentro de mi ser abrigaba la esperanza de que alguien pudiera haber conocido a
la negra Tomasa, tan vinculada a mi historia familiar, pero era peregrino
pretender algo por el estilo. Igualmente, por si acaso, guardé entre mis ropas
el diario de mi madre y partimos con Antonio Guzmán hacia ese lugar. Laurelty
se encuentra no muy lejos de Asunción, al costado de una calle pública, cerca
de una cañada protegida por un Monte de Laureles. Los moradores están
acostumbrados a las visitas, entre otros nos recibieron dos negros ancianos,
que habían ingresado al Paraguay con Artigas, luego de una larga y amena
charla, muy ilustrativa, me atreví a preguntar si conocían a una tal Tomasa. Y
les expliqué el por qué de mi pregunta. Me indicaron que preguntara en el
distrito Fernando de la Mora, adonde había otro asentamiento de viejos soldados
artiguistas. Con Antonio Guzmán decidimos ir a la mañana siguiente, ya que para
esa tarde teníamos planificada de antemano una visita a otro campesino, que
vivía a varios kilómetros de distancia de la Capital. Ninguno de los dos
podíamos suponer que nos esperaba un espectáculo extraño, fascinante… Para
llegar adonde nos esperaban teníamos que ir en barca. Finalmente conseguimos
que unos pescadores de surubí nos acercaran, pero a determinada altura
confluimos en una balsa de agua mansa de tres hectáreas y fuimos rodeados por
nenúfares circulares de por lo menos dos metros, que brotaban del agua. La planta flotante en un principio nos hizo
creer que estábamos rodeados de cocodrilos, porque su piel verde rugosa se le
parece. El manto verde se perdía imponente en el horizonte y estaba salpicado
de grandes flores blancas. El barquero llamó Yaceré-Irupé, a aquella floración,
que por lo que luego supe quiere decir canasto de pan en guaraní. Y por algún
motivo la asocié nuevamente con la negra Tomasa, a la que imaginé erguida, con
un atado de ropa blanca como las flores
en la cabeza, caminando por las calles de Mercedes. Al día siguiente partimos
al distrito Fernando de la Mora, a un asentamiento denominado Loma Campamento o
Camba Cuá, que en guaraní significa refugio o agujero de negros. Durante la
visita pude calibrar que la comunidad ha logrado preservar sus valores culturales,
pese a las adversidades, tanto así que cada mes de enero, llegan de todas
partes para participar de sus fiestas alegres y divertidas. Reiteré la pregunta
que había hecho en Laurelty, acerca de si habían oído hablar de Tomasa y no
poca fue mi sorpresa cuando no solamente me respondieron afirmativamente, sino
que me preguntaron si quería conocerla… Al costado de un rancho, sentada y
abanicándose frente a unos niños a los que cada tanto reprendía, había una
anciana de boca pintada y carnes abultadas, que mirándome con falso enojo gritó
haciendo referencia a los críos… ¡estos bellacones prevalidos de mi bondad,
quieren abusar…! Luego lanzó una contagiosa carcajada, y en forma pomposa, me
dio la bienvenida. Calculé que tenía más de 80 años. Cuando le expliqué que era
José, el hijo de Jacinto y Camila, quedó abruptamente en silencio… Me miró con
fijeza y algo de hostilidad…, como si la estuviera engañando. Aproveché la
sorpresa y le acerqué el diario de mi madre. Lo tomó en sus manos y lo ojeó
lentamente. Luego recorrió con sus dedos las páginas doradas por el paso del
tiempo y noté cómo endulzaba su mirada, hasta que de sus cansados ojos brotaron
algunas lágrimas. Entonces pidió que pusiera mi cabeza entre sus manos y por
largos segundos la escuché murmurar unas, para mí, extrañas palabras… Volveré
todas las veces que pueda a verla. Quiero dejar registrado todo lo que me
cuente en este Diario, respetando en la medida de lo posible su cántico, sus decires, sus sentencias y
comparaciones y las raras expresiones con las que salpica sus comentarios, como
nianga, cachimbo o manga, entre tantas otras... No creo que lo logre
cabalmente. Igualmente me sentiré feliz si consigo registrar aunque sea
mínimamente su testimonio, que seguramente tendrá la autenticidad de lo vivido,
y que estoy seguro que muchos secretos develará tanto de mi familia y como de
la Patria Vieja en general.
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