Muerte y velorio del Peludo (2)
-¿Vámonos, a ver si
llevamos los regalos? De todas maneras… ¿Quieren pitar, muchachos?
Uno aceptó: el mayor. El
otro se había quedado meditabundo. Y, de pronto, dijo, receloso, como quien
entreabre una puerta misteriosa:
-De nosotros tres… ¿quién
se morirá primero?
-¡Eso no se pregunta ni
se piensa, bruto! -atajó el Ñacurutú, escalofriándose.
Al ratito, el Aperiá
volvió a decir:
-¡Vaya uno a saber a
quién le tocará ese turno!
-¡Callate la boca o te
reviento, he dicho!
El Ñacurutú rugió así,
haciendo gestos horribles. Y revolviéndose, al punto de que el sombrero no se
le fue al agua porque un manotazo arriba de la copa se lo alcanzó a abollar en
la cabeza. Es que pensaba en algo parecido. Y a la muerte, a su muerte, claro,
no a la de los demás, a su muerte él tenía un miedo bárbaro.
Cuando entraron, la
Mulita y la Lechuza habían pasado a la cocina. Al sentirlos, lloró la Mulita
más fuerte.
-Hay que resinarse, como
yo digo. La vida es así -habló el Ñacurutú mirando hacia los rincones ya
desmantelados, también esos.
-Es lo que yo le digo
-exclamó la Lechuza.
-¡Pobre mi tío! ¡Tan bueno,
tan trabajador!
El Ñacurutú, que había
descolgado de un clavo unas boleadoras, la conformó con ellas en la mano,
primero, y, luego, agregó, aunque no venía muy bien:
-Si me da estas
boleadoras… Usté no las precisa. Y como yo apreciaba tanto al finado… ¡Qué
finado! ¡Mire que tenía cosas…! Pa’ recuerdo, sabe… Siempre es lindo tener…
Sobre todo cuando hay… aprecio…
La Lechuza se hallaba
sentada al lado del fuego, frente a la llorosa. Al salir el Ñacurutú con las
boleadoras para depositarlas en el dormitorio del finado Peludo junto a los otros
regalos, ella se incorporó con tan ostensible tranquilidad que más que
tranquilidad parecía desgano y siguió al Ñacurutú. Cerró tras ella la puerta.
Fue tan por lo bajo, que nadie la oyó cuando dijo a su tío: -¿Vos te creés que
todo es tuyo? De todo eso, la mitá es mío sepaló; que últimamente yo fui quien
le advertí que el finado no llegaba a la noche y le dije que viniera.
El mayor de los hermanos
estaba haciendo un bulto, al que dejó una boca para meter algo más, si era
posible. El otro Aperiá, en el asiento junto al fuego que abandonara la Lechuza
para conferenciar con su tío, fumaba en silencio. Por primera vez en su vida
estaba caladamente triste. Nunca había pensado en nada y, ahora, para estrenar
la mente, se le habían metido en ella las ideas más sobrecogedoras; las ideas
de la Vida y de la Muerte. Parecía que le entraba hasta el fondo como una
lucesita; temblorosa pero acariciadora, eso sí. Era una cosa callada… que se le
venía y se le retiraba y, de pronto, se le quedaba quietita, delante. El que ha
encontrado luces malas en el campo -y no les tiene miedo- podría muy bien
suponer cómo era aquello. Sí, uno va en la noche cerrada, trotando, trotando;
y, cuando quiere acordar, allí mismo, por entre las orejas del caballo… La luz
medio verdosa y azulada tiembla, parece que lo mira a uno, parece que le
quisiera decir algo y que no puede o que se lo está diciendo, así no más, tan
sólo con mostrarse. Nace entonces, cuando no se tiene miedo, cuando uno no se
asusta de nada, nace una tristeza, una tristeza que lo envuelve todo; que lo
envuelve a uno, primero, y que después se extiende y agarra todo el vuelo del
horizonte invisible… En ocasiones hasta se sonríe uno, de triste. La sonrisa tiende
sus alitas y se lanza del filo de los labios y para por encima de la llama fría
y se pierde en la noche… lejos. Y uno trotando, trotando… El Aperiá pensaba,
pensaba; y, de pronto, agarró el mate que había abandonado la lechuza por irse
con su tío, lo ensilló, y, aunque sólo de vista conocía a la Mulita, fue en
puntas de pie a donde ella lloraba, con cuidado de no derramar.
-¿Gusta servirse de un
mate? -le preguntó, solícito.
-Bueno.
Ella se enjugó los ojos
con el dorso de las manos.
-¡Está bien calentito!
-Sí, señor.
-¡Ah, bueno!
El Aperiá sentía adentro
recorrerle una reconfortante dicha jamás experimentada. Y le sorprendió muy
lindamente su voz suave y dulce; voz que él podía tener y que, sin embargo,
recién usaba.
Al rato, volvieron los
parientes a entrar en la cocina. La Lechuza dio unas vueltas sin ton ni son y
dijo:
-Bueno, vamonós, que esta
ha de querer descansar. Mañana daré una vuelta. Que pasés buena noche. Hasta
mañana.
-Que pase buena noche.
Hasta mañana.
-Que pase buena noche.
Hasta mañana.
Y salió la Lechuza
seguida de su tío hecho un carro de mudanza, del mayor de los Aperiases con un
atado al hombro; y del menor, detenido un momento para volver atrás y decir,
por lo bajo, a la Mulita, que alzó por primera vez los ojos, escuchándolo:
-Si precisa algo ¡ya
sabe!
La infortunada se quedó
solita, acompañada por las primeras sombras llegadas empujándose desde quién
sabe qué abismos donde la noche despierta. La cama revuelta, vacía y ancha
evidenciada desde la otra puerta; las brasas del fogón, en lucha con las
cenizas aun brillando, toda llenábala de angustia. Además, la tormenta se
echaba sobre la tierra. Y empezó a caer el agua y, para peor, a retumbar el
trueno.
Arrinconada, hecha un
ovillo, conteniendo el llanto porque la sobresaltaban sus propios sollozos,
pensaba la Mulita. Y algo entre el torbellino de sus ideas llegaba a sostenerla.
La imagen de unos ojos, el recuerdo de la mirada, a la vez melancólica y firme,
de Don Juan, el Zorro.
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