1ª edición / Caracol al Galope 1999
1ª edición WEB / elMontevideano Laboratorio de Artes 2018
PARTE 2
14
A las once de la mañana
bajó por la escalera de la casa como un ladrón, como si no quisiera ver a nadie,
y empezó a caminar ladera arriba entre la niebla. Bordeó el bosque atravesando
el pasto alto y mojado y recién cuando vio al gato negro que surgió a su
derecha supo que estaba caminando en dirección correcta y lo siguió, tropezando
de golpe con la chatarra amontonada. Fue dejando atrás restos de camionetas y
coches herrumbrados que parecían flotar en la lechosidad difusa, y finalmente
se detuvo frente al cobertizo construido con latas desiguales y desparejas.
-Don Agustín -llamó.
-¿Anda por ahí?
-Entre -le contestaron.
-Ya me estaba preguntando por qué demoraba tanto en hacerme una visita.
El viejo estaba sentado
en el fondo del cobertizo, inclinado frente al fuego que viboreaba en una lata
grande aceite cortada al medio. Había cantidad de gatos. Entró y se le agachó
al lado
-¿Cómo sabía que iba a
venir?
-Me contaron que había
llegado -levantó los ojos lechosos y después los hombros. -¿No trajo piedras?
-Piedras. ¿Siempre
preguntando lo mismo? Eso pasó hace muchos años y éramos chicos. No entendíamos
nada.
-Bueno, espero que por lo
menos hayan aprendido a no tirarle piedras a un pobre ciego.
-Ciego sí, pero pobre no
creo. Cualquiera que precise repuestos en Montesaltos tiene que terminar
sufriendo aquí -se agachó frente al fuego, soplándose las puntas de los dedos.
-Está frío allá afuera.
-El invierno siempre
llega. Como todo. Bueno, voy a prepararle la comida a estos gatos. Pero antes
déjeme ver -se levantó apoyándose en un bastón, rodeó el fuego con cuidado de
no pisar a ningún gato y se le agachó enfrente. -A ver, déjeme ver.
Se quedó quieto mientras
la mano hedionda y gorda le bajaba por la cara, deteniéndose en la parte
superior de la nariz y deslizándose enseguida por las mejillas, hasta que le
palpó el mentón.
-Hum, sí, Más flaco. La
ciudad grande lo dejó más flaco -y ahora le tocó la frente y él cerró los ojos
como si por fin quisiera descansar debajo de aquella mano, desistir de toda
lucha inútil y entregarse, sin entender del todo a qué o a quién.
El otro lo soltó y
manoteó un plato de lata con los ojos clavados en el vacío. Si se había dado
cuenta de algo, pensó, no lo dejó entrever. Después lo observó poner una
caldera en el fuego, mientras los gatos se le enroscaban entre las piernas.
-El mundo está loco allá
afuera -sacudió la cabeza tristemente don Agustín. -Acabándose de a poco. Y
parece que nadie se diera cuenta.
-A lo mejor es lo que
tiene que pasar. ¿Quién sabe?
No quiso comer nada ni
sentarse, y por suerte el otro no insistió mucho. Después lo vio mezclar restos
de comida y volcarlos en un tacho sobre el que se abalanzaron los gatos. La
niebla fue atravesada por un sol breve y relampagueante y enseguida empezó la
llovizna. Al rato el viejo se puso a roncar con la boca abierta, como mordiendo
el aire de los orines de los animales que bostezaban o daban vueltas igual que
fieras. Permaneció agachado y se durmió escuchando el sonido del agua vertical
y brillante que caía sobre las chapas.
-Ya vuelvo -lo despertó
don Agustín, encorvándose para salir por la minúscula puerta del cobertizo.
-Espero que por lo menos tome un café conmigo.
“Sí, claro” pensó Ángel cuando
se quedó solo. “Es el mal que se mata a sí mismo. Y al mismo tiempo me mata a
mí para poder cumplir con su destino, su misión o como quiera que se llame a
esta miseria que nos hace tan poca cosa”. Y fue en ese momento que el cuerpo lo
hizo erguirse, inclinarse y escupir cuidadosamente dentro de la lata. Y después
que contempló su saliva girando y se volvió a agachar con la cara todavía
caliente por la cercanía del fuego pensó, sorprendido: “No fui yo. Fue la puta.
Fue Ella la que lo hizo”. Tres gatos lo observaban sin moverse, como si lo vigilaran
o esperaran algo, y entonces la rabia lo obligó a salir a vaciar la lata. Y
parado debajo de la lluvia repitió empecinadamente, como para que Ella lo
supiera de una vez por todas: “No lo voy a hacer más, puta. Es inútil que
insistas. No lo voy a hacer más, no lo voy a hacer más, no lo voy a hacer más”.
Abrió la canilla que goteaba sobre el tanque y volvió a meterse en el
cobertizo.
Después no supo si fue el
café que el otro le alcanzó en una taza abollada pero limpia o si fue
simplemente Ella, otra vez, lo que le desencadenó aquel dolor en el bajo
vientre, una puntada tan penetrante que lo dobló y lo hizo boquear y lo obligó
a arrastrarse hacia afuera y bajarse los pantalones y vaciarse allí mismo, en
el medio del huerto. “Cómo es posible” pensó llorando, “que el alma pueda conservarse
pura y sana cuando el cuerpo produce nada más que porquerías. ¿Cómo es posible mantenerla
aislada, a salvo y libre de esta suciedad, ¿cómo?”. Entonces descubrió al gato
que lo vigilaba debajo de una planta como si estuviese esperando algo, otra
vez. Un gato, se dijo, todavía agachado debajo de la lluvia: vivo, peludo, un
misterio con patas del que no sabemos nada. Y de repente se agitó
descontroladamente, como si fuera a saltar sobre él, y largó un grito corto y
brusco, asustándolo. Las hojas oscilaron y el cuerpo del animal desapareció. “Gato”
pensó subiéndose los pantalones, “no sabés de la que te escapaste”. Y volvió
hasta la puerta del cobertizo y se quedó recostado contra uno de los troncos
laterales, medio cuerpo afuera y medio adentro. Sentado sobre sus talones,
pensaba que era bueno que la lluvia pudiera llevarse toda la suciedad,
fragmentándola entre los terrones marrones y diluyéndola hasta convertirla apenas
en brillos que irían a parar a alguna especie de mar muerto donde ya no
pudieran perjudicar a nadie. Y mirando las piezas herrumbradas que se amontonaban
frente al cobertizo también pensaba que la enfermedad del metal era igual o
parecida a la de la carne, multiplicada como un liquen subterráneo que siempre
estuvo allí y que el tiempo había dejado aflorar para que se comiera el brillo
y manchara los reflejos, proponiéndose lo mismo con todos los cuerpos:
chuparles el alma.
Y más tarde, cuando bajaba
por la ladera en la semioscuridad del atardecer, las tripas volvieron a moverse
y tuvo que agacharse sobre el barro, mientras escuchaba un pájaro solitario
proyectando su canto desde el fondo del bosque hacia la luz ceniza. “Es la
noche” se dijo, y lloró rabiosamente al saber que ya no podría controlar los
empujes del cuerpo. “Como un papel donde puede leerse algo que no entendemos ni
recordamos haber escrito, las palabras de un adiós que debimos decir pero que
no supimos cómo, ni a quién, un sueño que no creemos haber tenido aunque sabemos
que algo pasó. Y esa es la vida misma, fugitiva en el tiempo y terca en
continuar y dulce en su nostalgia, reluciente y efímera como los rayos de un
sol condenado a apagarse”.
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