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RICARDO AROCENA - EL GRITO / VERSIÓN COMPLETA Y DEFINITIVA (21)


(Una historia de amor, pasión y muerte, nacida en tiempos de la Patria Vieja)

EL GRITO IV


2 DE DICIEMBRE DE 1851. Desde mi llegada a Asunción, al reconocerme como un “Oriental”, muchos me han preguntado, haciendo referencia a la Guerra Grande, de qué lado están mis simpatías, es decir si del lado de la Defensa o del lado Sitiador. Por mi parte he eludido sistemáticamente la respuesta, por obvias razones políticas y para evitar discusiones inútiles, es que en realidad nunca tomé partido por ninguna de las fuerzas contendientes. Luego de ocho años de conflicto y con el Uruguay exhausto, el futuro se presenta como una gran interrogante, sobre todo en estos últimos tiempos, ya que los acontecimientos se vienen sucediendo vertiginosamente. A los que me preguntan les contesto que es difícil arriesgar una opinión. Como ocurre en otros lados, también entre los paraguayos hay mucha expectativa de lo que pueda ocurrir de ahora en más, luego de firmados los acuerdos de paz el pasado 8 de Octubre, ya que este país, aunque no participó, apoyó la intervención militar que desarmó las fuerzas de Oribe. Pero a pesar de todas mis prevenciones, en la última velada en la casa de Antonio Guzmán, no pude contenerme y mantuve una áspera discusión con Juan José Ortiz, un invitado al que conocía solo de vista, que desde el principio de la reunión mantuvo una actitud un tanto provocativa. La noche era agradable, nos inundaba el olor del jazmín del Paraguay y de las brazas saltaban chispas que se perdían entre las tinieblas, parecían bailar el ritmo de la guitarra que con maestría punteaba el anfitrión. Súbitamente me sentí observado casi con animadversión, era Ortiz, quien hinchando el pecho, con voz grave y seguramente hurgando en mi reacción, espetó: “Finalmente acabamos con Oribe…” El porte delataba a un hombre con trayectoria militar, culto y bien informado y con hábitos de mando. Previendo un momento tenso, Antonio Guzmán dejó de tocar, al lado suyo un francés, al que recién me habían presentado como Henri Vaillant , meneó levemente la cabeza y luego continuó con el ritual de morder unos cogollos que tenía en la boca… Esta vez no estaba dispuesto a eludir la respuesta y calmadamente pero con firmeza, le respondí…: “¿Dígame qué diferencia hay hoy en día entre un blanco y un colorado…; explíqueme qué principios los diferencian…? Los dos partidos son responsables de la ruina de mi país, la guerra ha destruido a la ganadería, a la industria y nos ha dejado una pesada deuda con acreedores internos y del exterior.” Y agregué que el conflicto solamente enriqueció a unos pocos, como al banquero y comerciante Samuel Lafone, mientras otros morían por ideales… Ortiz me interrumpió groseramente para decirme que había estado en Montevideo y que lo había maravillado encontrarse con una ciudad de cultura europea, comunicada con el mundo, que gozaba de la mejor técnica, en donde era habitual escuchar hablar de Víctor Hugo y Lamartine y que contaba hasta con una Universidad. Le respondí que las amplias mayorías del Uruguay están penando y que por algo, desde hace mucho, los orientales de los dos bandos, han estado buscando caminos de reconciliación y de paz, tanto así que el tratado del 8 de octubre reafirma que no hubo “ni vencedores ni vencidos”. Y en un tono más bajo relaté que durante mis viajes a Mercedes, había notado, de paso por Montevideo a través del Buceo, que las familias de uno y otro lado, separadas por la guerra, para poder estar juntas se mudaban por unos días de una zona a la otra, o se encontraban en algún punto fijo en la línea de fuego, o en algún lugar neutral. Irónicamente agregué que una lucha que originalmente había iniciado con el pretexto de la defensa de la independencia americana, había acabado con Montevideo sostenido por franceses e ingleses y un ejército sitiador respaldado por Rosas. Y concluí que muchos de los colorados de Montevideo que al principio creyeron que la civilizada Europa era una salvación ante la barbarie, terminaron viendo a su gobierno transformado en un títere de las políticas imperiales anglo-francesas. Y que muchos blancos que se sumaron al sitio como defensores de las leyes, fueron testigos de que su partido se transformaba en un defensor..., pero de las clases acomodadas afincadas en la campaña. Mi contendor, seguramente cegado por sus convicciones, retrucó que debía estar contento, ya que todos los orientales eran reconocidos con los mismos derechos… No le quise responder a cabalidad, para no pasar a mayores, y con tono provocativo le manifesté que me resultaba por lo menos extraño que la invasión que propició los acuerdos, no fuera protagonizada por los mutuamente odiados brasileños, sino por los que hasta último momento habían sido fieles federales urquicistas aliados de Oribe… Entonces agregué, que, como patriota, seguramente entendería mi preocupación, ya que los tratados con Brasil, por lo que sabía, permitían su intervención en los conflictos internos de mi país, concedía las Misiones y declaraba libre la navegación del Río Uruguay. Y agregué que no le convenía al Paraguay que Brasil se fortaleciera y que si bien había finalizado la Guerra Grande, vaticinaba que los enfrentamientos continuarían hasta acabar con Rosas y la Confederación, lo que prometía más sangre y más pobreza para los pueblos. Ortiz no respondió. Estaba claro que no lo conformaba el fortalecimiento del Brasil, se paró, exhaló un suspiro y manifestó que era tarde, que tenía que partir. Henri Vaillant lo acompañó, tuve la impresión que al despedirse me saludó con especial reconocimiento. Antonio Guzmán permaneció en silencio toda la discusión. Le tengo total confianza. Me senté más cerca de él, le conté de mi último encuentro con Tomasa y le abrí mi alma. Entonces le dije que en gran medida mi necesidad de rescatar los viejos tiempos de la Patria Vieja, tenían que ver, además de lo personal, con encontrar respuestas que me ayudaran a encarar en forma diferente el futuro americano. Subrayé que realmente aquella es una fuente de enseñanzas que no por casualidad determinados intereses intentaron sepultar en el olvido. Y confesé que estaba decidido a volver al país, para ayudar a que mi pueblo retornase a una senda que nunca debió abandonar. Entonces le hablé de la justicia para los más pobres, que habían sido beneficiados por el artiguismo, y que fueron el alma de la revolución. Pero que no podía apostar a ninguno de los actuales partidos, ni el blanco ni el colorado, porque la habían abandonado, que por ejemplo no había habido diferencia entre el gobierno de Rivera y el de Oribe, respecto a los favorecidos en los repartos de tierras. Y que tanto el uno como el otro habían confiscado sus campos en beneficio de poderosos hacendados. Entonces le detallé con pena que con el transcurso de los años, muchos criollos abandonaron sus posesiones incapaces de sostenerse, que otros habían tenido que vender sus propiedades y que los que continúan en sus tierras, sufren permanentes presiones. Y agregué además que el reciente tratado de extradición firmado por Uruguay, era un ejemplo de cuánto se había abandonado el ideario de la Patria Vieja, ya que comprometía a devolver los esclavos fugados al Brasil, lo que además violaba una disposición constitucional. Y reflexioné que salvo algunos lineamientos generales y ciertos principios, que consagran en los papeles la libertad y la igualdad, que heredamos de los viejos tiempos, había que rescatar todo lo demás de aquel período. Que aprender y rescatar. Que la patria no podía quedar en manos de caudillos y doctores ajenos a los necesidades de las mayorías populares. Que estas, organizadas democráticamente, debían ser capaces de trazar su propio destino, sin necesidad de ningún tipo de mecianismos. Y que en lo personal, tal vez, como abogado, mi primera tarea fuera proteger a los antiguos donatarios que aun quedaran, ayudar en los litigios a los pobres del campo y, aunque lo veía difícil, obstaculizar todo intento de extradición de los esclavos fugados al Brasil. Y reflexioné que sería una batalla solitaria y desigual y no exenta de riesgos, pero que por algo había que empezar. Antonio Guzmán me miró con confianza y complicidad. El vino le hacía brillar los ojos. Estaba emocionado. Retomó la guitarra y mirándome, explicó que al cielito que iba a cantar lo entonaban los paisanos paraguayos cuando se enteraron de la llegada de Artigas y que no pocos acabaron engrillados porque el Dictador Francia había prohibido cualquier canción que aludiera al General.

***

6 DE DICIEMBRE DE 1851. En estos últimos tiempos he estado viviendo en una pieza independiente que queda separada de la casa de una familia paraguaya por un amplio patio cubierto por un parral. Las uvas inundan con su agradable aroma el entorno; con el vino casero que producen, mis vecinos suelen preparar clericó, que luego sirven en un kambuchi, es decir en un cántaro de barro. Justamente estaba disfrutando del brevaje, cuando llegó el hijo de Guzmán para decirme que su padre me mandaba llamar. Era casi mediodía cuando salí rumbo a su casa a apenas dos cuadras de distancia, antes de partir me puse un tradicional sombrero pirí, que Montevideo Martínez le había regalado a Tomás. Y Tomasa me regaló a mí. En Asunción más vale cuidarse de los rayos del sol en esta época del año. Estaba absolutamente intrigado de lo que pudiera estar precisando mi entrañable amigo, con el que había estado apenas dos días antes, por eso grande fue mi sorpresa cuando al llegar lo encontré conversando animadamente con Henry Vaillant. Al verlos pensé en cuál sería la urgencia y me senté frente a ellos. Luego de algunos preámbulos que no hicieron otra cosa que aumentar mi expectativa, intervino Guzmán para decirme que luego de la discusión que mantuve con Juan José Ortiz, Vaillant se le había acercado para saber su opinión sobre mi persona, por un asunto un tanto delicado y que luego de que le dijo que yo era de total confianza, le pidió que me llamara. Lo concreto es que el francés quiere acompañarme cuando vuelva al Río de la Plata... y que lo ayude a encontrar en Buenos Aires, ciudad a la que no conoce, a algunos compatriotas suyos que le consta que desde hace un tiempo están radicados ahí. Balbucié que por mi parte no había ningún inconveniente, aunque en mi fuero íntimo maliciaba que detrás del pedido algo se ocultaba, por eso y por las dudas aclaré que no pensaba regresar de inmediato, ya que me había comprometido con Tomasa a que iba a estar a su lado, por lo menos hasta la fiesta de San Baltasar, a la que había sido formalmente invitado. El francés me contestó que por su parte no había problemas, que también él tenía algunas cosas que hacer. Habla el español con marcado acento francés, pero se le entiende. Guzmán que me conoce notó mi intriga e intervino para decirme que la solicitud que me hacían tenía sus riesgos... Me miró a los ojos y agregó que tanto Vaillant como los hombres que me pedía que ayudara a encontrar no eran personas comunes y corrientes, que era gente no del todo bien vista por las autoridades..., ya que eran revolucionarios franceses que participaron de los levantamientos populares de 1848 en contra de la monarquía, por la República y el Socialismo y que escaparon de su país para confundirse entre la numerosa población gala, aprovechando la gran cantidad de barcos de esa nacionalidad que viajan al Río de la Plata. Entonces intervino Vaillant para decirme que se había animado a hacerme el pedido, que entendía que tenía sus riesgos, luego de escucharme discutir y de que Guzmán le comentara mis inquietudes políticas. Y que me consideraba un compañero de ideas, ya que a los dos nos preocupa el futuro de las mayorías populares. No pude ocultar mi sorpresa ante un planteo que no esperaba, pero le dije que conocía en rasgos generales lo acontecido durante la derrotada revolución del 48 y que era un orgullo para mi poder prestar solidaridad a uno de sus revolucionarios, ya que era consciente de que el poder había demostrado que era capaz de todos los excesos. Aunque le aclaré que no estaba obligado a contarme nada más, Vaillant insistió en presentarse, como forma, según dijo, de ganar mi confianza. Por lo que contó, muy tempranamente, durante su juventud, militó en la sociedad secreta de los carbonarios y participó en las revueltas estudiantiles de aquel entonces; hacia 1830 empuñó las armas con el pueblo parisino durante la revolución que acabó con el reinado de Carlos X y posteriormente ingresó a la "Societé des amis du peuple”, para difundir sus ideales republicanos. Fue encarcelado por primera vez junto con Augusto Blanqui en 1939 por participar en el asalto al Ayuntamiento de París y debió soportar un largo encierro en el Monasterio de Saint Michel en Bretaña, de donde pudo fugarse. Desatada la revolución del 48 se sumó a las manifestaciones obreras que reclamaban una “República Social”. Pensé que era una vida de lucha y se lo dije. Y le agregué que me sentía orgulloso de conversar con alguien que conoce al admirado dirigente obrero Augusto Blanqui, de quien sabía de su entrega, de su ejemplo personal, de sus ideales defendidos con las armas en la mano y de su firmeza ante la larga sucesión de condenas que había soportado. Con una sonrisa Vaillant sacó de entre sus ropas unos papeles escritos a mano y nos explicó a Guzmán y a mí que era una copia de un manifiesto de febrero de este año escrito en la cárcel de Belle-Île-en-Mer, por Blanqui, que le llegó desde Londres. No tuvimos que pedirle que lo leyera... Mientras lo hacía pude observarlo más detenidamente. Es un hombre algunos años mayor que yo, delgado, de talla mediana, largo pelo y frondosa barba, de rasgos finos aunque endurecidos. Se nota que es una persona cultivada, su ropa es sobria pero algo malgastada... La voz se le quebró al leer... "Cuando la reacción liquida a la democracia no hace más que cumplir con su oficio. Los criminales son los traidores a los que el pueblo confiado había entregado la dirección, y que han entregado al pueblo engañado y maniatado a la reacción"... Al escuchar la frase no pude evitar recordar las traiciones que debió soportar la revolución oriental... Luego de finalizada la lectura Guzmán rompió la circunstancial solemnidad invitándonos a comer, nos arrimó unas copas de buen vino francés y brindó por el encuentro entre "hombres compañeros", para usar palabras de Artigas. Vaillant levantó la copa y brindó "¡Vive la révolution socialiste et démocratique des humbles, avec les humbles et pour les humbles ...!"

***

27 de diciembre. La conversación que Guzmán y yo sostuvimos con Henri Vaillant me dejó varios días reflexionando, por eso recién hoy retomo la escritura. Y lo hago como forma de dar cuerpo a mis ideas. Está claro que hay grandes puntos de contacto entre las viejas luchas artiguistas y las nuevas insurgencias obreras, como las que participó el francés. Hay algo esencial que identifica las distintas situaciones, en todos los casos surgen como expresión de un gigante popular que busca su propio destino. Como decía Artigas a los que lo seguían: nada podemos esperar si no es de nosotros mismos... Es que mucho hay en común entre el programa de la revolución oriental y los reclamos de los obreros parisinos de una “república social”. En ambos casos se trataron de levantamientos antimonárquicos y republicanos, democráticos y populares, pero en dos entornos diferentes. La Banda Oriental poco o nada se parece a la Europa de hoy en día, en donde viene avanzando vertiginosamente la maquinización y los antiguos artesanos, campesinos y un amplio espectro social están siendo absorbidos como asalariados en la industria, algo que tarde o temprano también ocurrirá en el Uruguay. Pero la pregunta clave que Vaillant dejó rondando en mi cabeza, es si además de ser éticamente correcto, también es posible y realizable conquistar la más completa igualdad, la igualdad total, para que el pobre no tenga que convivir más con la más insultante abundancia; para terminar de una vez y para siempre con todo lo que enfrenta y divide a la humanidad. Desde su punto de vista no alcanza entonces con que el pobre goce, como el rico, de igualdad ante la ley, ni de repartir con un poco más de equidad, según Vaillant hay que ir más lejos, para que la historia no se repita, y para eso hay que cuestionar las raices de la injusticia, entre ellas el propio “derecho de propiedad...” Mucho tendremos para conversar el francés y yo durante el viaje de regreso, por lo visto... Durante la reunión, me dijo que Thiers se vanagloriaba que Montevideo había sido impulsado a la guerra y al bloqueo de Buenos Aires por Francia y que era su base de operaciones... Y comentó que lo había escuchado jactarse hablando de “nuestra colonia de Montevideo”, lo que ni para Guzmán ni para mí era del todo una revelación, pero igualmente nos llamó la atención la soberbia del gobernante francés. Y concluyó que así como los poderosos tienden a unirse, “travailleurs et humble», como les dice Vaillant a los obreros y a la gente humilde, tienen que hacer lo mismo. Entonces le pedimos que nos contara sobre la insurrección francesa de hacía tres años y Vaillant comenzó diciendo que por entonces Europa estaba enfrentada a una profunda crisis económica, sobre todo en el campo, lo que afectó fuertemente a la industria de la construcción y a la textil. Y agregó que bien conocía la situación, porque trabajando como hilandero en Lyon, fue despedido y cuando consiguió de nuevo trabajo, el salario era menor. Aún en pleno auge comercial los trabajadores vivían en el hacinamiento y la pauperización, pero cuando comenzó la crisis fueron despedidos masivamente. El clima de agitación era total, según contó el francés, e hizo eclosión, entre otras cosas, porque el ministro Guizot se opuso a cualquier reforma liberal. Vaillant relató, con emoción, que el 23 de febrero de 1848, el pueblo marchó hasta la Asamblea Nacional exigiendo el sufragio universal y la dimisión del gobierno y que cuando el Ejército intentó detenerlo, la Guardia Nacional se interpuso y tomó partido por los ciudadanos. Recuerdo que el marcado acento francés de Vaillant, había creado un clima extraño en un ambiente tan marcadamente guaraní y que mientras hablaba, cada tanto, el papagayo lanzaba un estridente gritito y las pajareras se movían por los aletazos de las aves, en respuesta. Viene a mi memoria el brillo de sus ojos mientras relataba los acontecimientos... Según su relato..., era de mañana. Ardía París. Las protestas eran incontrolables. Las barricadas inundaban la ciudad. Por la tarde el Rey destituyó a Guizot y nombró al Conde Mathieu Molé, para que formara nuevo gobierno. La fiesta era total, pero cerca de la noche, un grupo de manifestantes, entre los que él estaba, quiso avanzar por el Boulevar Des Capuchines y los soldados lo impidieron. Alguien disparó un fusil y los militares respondieron atacando a mansalva a la muchedumbre. Murieron decenas de personas. Todo empeoró. Nos contó que al día siguiente, artesanos, obreros y estudiantes robaron armas, construyeron cientos de barricadas y se lanzaron al Palacio de las Tullerías y el Rey abdicó, en favor de su nieto, el Conde de París y dejó como regente a su nuera, la Duquesa de Orléans. Respaldados por la insurrección popular, los parlamentarios decidieron la formación de un Gobierno provisional, presidido por el veterano Dupont d´L´Eure. Vaillant nos explicó que la Asamblea estaba dividida en dos, de un lado los republicanos moderados y del otro los radicales y socialistas, entre estos últimos Louis Blanc y Albert, quienes en nombre de la clase trabajadora, además de cambios políticos reclamaban justicia social. El nuevo gobierno impulsó un ciclo de importantes reformas, como la abolición de la pena capital por razones políticas, la abolición de la esclavitud en las colonias francesas, el sufragio universal masculino, pero además Louis Blanc, desde su importante responsabilidad, defendió el derecho obrero de asociarse en defensa de sus intereses, fijó la jornada máxima en 10 horas e intentó garantizar el trabajo de todos los ciudadanos y para ello entre otras cosas formó Talleres Nacionales. ¡Que el estado no sea un simple gendarme y participe en la resolución del problema social!, -recuerdo que repitió varias veces Vaillant. Por mi parte le retruqué que todos aquellos sueños habían sido en vano, que luego de la derrota de la revolución del 48´, el socialismo como ideal me parecía que estaba extinguido, que había sido una simple utopía. Con vehemencia respondió que las condiciones que habían promovido el surgimiento del ideal socialista en nada habían variado, que aumentaba cada día la diferencia entre las clases... Y agregó que pese a todo la revolución dejó una enorme enseñanza para los que querían ir más allá que de la caída de una monarquía; que los hechos indicaron que los sectores populares en aquel entonces, todavía no estaban en lo ideológico lo suficientemente maduros, pero que hicieron la experiencia de que para conseguir justicia social, no alcanza con apelar a la moral de los poderosos para que cedan, aunque sea en parte, sus privilegios...; que no es posible conseguir sin que medie una confrontación, que entregue un ápice de sus bienes...; que es muy inocente pretender que el acaparador vaya a distribuir buenamente una parte de lo que acapara..., que el prestamista renuncie a parte de los intereses que cobra... Y que los sectores populares estaban aprendiendo que había que derrocarlos junto con sus instituciones, para construir la sociedad del “pan y de las rosas”. Y me pidió que no creyera en los agoreros, que el socialismo continúa siendo un sueño que espera su oportunidad.

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