(Una historia de amor, pasión y muerte, nacida en tiempos de la Patria Vieja)
EL
GRITO IV
2 DE DICIEMBRE DE 1851.
Desde mi llegada a Asunción, al reconocerme como un “Oriental”, muchos me han
preguntado, haciendo referencia a la Guerra Grande, de qué lado están mis
simpatías, es decir si del lado de la Defensa o del lado Sitiador. Por mi parte
he eludido sistemáticamente la respuesta, por obvias razones políticas y para
evitar discusiones inútiles, es que en realidad nunca tomé partido por ninguna
de las fuerzas contendientes. Luego de ocho años de conflicto y con el Uruguay
exhausto, el futuro se presenta como una gran interrogante, sobre todo en estos
últimos tiempos, ya que los acontecimientos se vienen sucediendo
vertiginosamente. A los que me preguntan les contesto que es difícil arriesgar
una opinión. Como ocurre en otros lados, también entre los paraguayos hay mucha
expectativa de lo que pueda ocurrir de ahora en más, luego de firmados los
acuerdos de paz el pasado 8 de Octubre, ya que este país, aunque no participó,
apoyó la intervención militar que desarmó las fuerzas de Oribe. Pero a pesar de
todas mis prevenciones, en la última velada en la casa de Antonio Guzmán, no
pude contenerme y mantuve una áspera discusión con Juan José Ortiz, un invitado
al que conocía solo de vista, que desde el principio de la reunión mantuvo una
actitud un tanto provocativa. La noche era agradable, nos inundaba el olor del
jazmín del Paraguay y de las brazas saltaban chispas que se perdían entre las
tinieblas, parecían bailar el ritmo de la guitarra que con maestría punteaba el
anfitrión. Súbitamente me sentí observado casi con animadversión, era Ortiz,
quien hinchando el pecho, con voz grave y seguramente hurgando en mi reacción,
espetó: “Finalmente acabamos con Oribe…” El porte delataba a un hombre con
trayectoria militar, culto y bien informado y con hábitos de mando. Previendo
un momento tenso, Antonio Guzmán dejó de tocar, al lado suyo un francés, al que
recién me habían presentado como Henri Vaillant , meneó levemente la
cabeza y luego continuó con el ritual de morder unos cogollos que tenía en la
boca… Esta vez no estaba dispuesto a eludir la respuesta y calmadamente pero
con firmeza, le respondí…: “¿Dígame qué diferencia hay hoy en día entre un
blanco y un colorado…; explíqueme qué principios los diferencian…? Los dos
partidos son responsables de la ruina de mi país, la guerra ha destruido a la
ganadería, a la industria y nos ha dejado una pesada deuda con acreedores
internos y del exterior.” Y agregué que el conflicto solamente enriqueció a
unos pocos, como al banquero y comerciante Samuel Lafone, mientras otros morían
por ideales… Ortiz me interrumpió groseramente para decirme que había estado en
Montevideo y que lo había maravillado encontrarse con una ciudad de cultura
europea, comunicada con el mundo, que gozaba de la mejor técnica, en donde era
habitual escuchar hablar de Víctor Hugo y Lamartine y que contaba hasta con una
Universidad. Le respondí que las amplias mayorías del Uruguay están penando y
que por algo, desde hace mucho, los orientales de los dos bandos, han estado
buscando caminos de reconciliación y de paz, tanto así que el tratado del 8 de
octubre reafirma que no hubo “ni vencedores ni vencidos”. Y en un tono más bajo
relaté que durante mis viajes a Mercedes, había notado, de paso por Montevideo
a través del Buceo, que las familias de uno y otro lado, separadas por la
guerra, para poder estar juntas se mudaban por unos días de una zona a la otra,
o se encontraban en algún punto fijo en la línea de fuego, o en algún lugar
neutral. Irónicamente agregué que una lucha que originalmente había iniciado
con el pretexto de la defensa de la independencia americana, había acabado con
Montevideo sostenido por franceses e ingleses y un ejército sitiador respaldado
por Rosas. Y concluí que muchos de los colorados de Montevideo que al principio
creyeron que la civilizada Europa era una salvación ante la barbarie,
terminaron viendo a su gobierno transformado en un títere de las políticas
imperiales anglo-francesas. Y que muchos blancos que se sumaron al sitio como
defensores de las leyes, fueron testigos de que su partido se transformaba en
un defensor..., pero de las clases acomodadas afincadas en la campaña. Mi
contendor, seguramente cegado por sus convicciones, retrucó que debía estar
contento, ya que todos los orientales eran reconocidos con los mismos derechos…
No le quise responder a cabalidad, para no pasar a mayores, y con tono
provocativo le manifesté que me resultaba por lo menos extraño que la invasión
que propició los acuerdos, no fuera protagonizada por los mutuamente odiados
brasileños, sino por los que hasta último momento habían sido fieles federales
urquicistas aliados de Oribe… Entonces agregué, que, como patriota, seguramente
entendería mi preocupación, ya que los tratados con Brasil, por lo que sabía,
permitían su intervención en los conflictos internos de mi país, concedía las
Misiones y declaraba libre la navegación del Río Uruguay. Y agregué que no le
convenía al Paraguay que Brasil se fortaleciera y que si bien había finalizado
la Guerra Grande, vaticinaba que los enfrentamientos continuarían hasta acabar
con Rosas y la Confederación, lo que prometía más sangre y más pobreza para los
pueblos. Ortiz no respondió. Estaba claro que no lo conformaba el
fortalecimiento del Brasil, se paró, exhaló un suspiro y manifestó que era
tarde, que tenía que partir. Henri Vaillant lo acompañó, tuve la impresión
que al despedirse me saludó con especial reconocimiento. Antonio Guzmán
permaneció en silencio toda la discusión. Le tengo total confianza. Me senté más
cerca de él, le conté de mi último encuentro con Tomasa y le abrí mi alma.
Entonces le dije que en gran medida mi necesidad de rescatar los viejos tiempos
de la Patria Vieja, tenían que ver, además de lo personal, con encontrar
respuestas que me ayudaran a encarar en forma diferente el futuro americano.
Subrayé que realmente aquella es una fuente de enseñanzas que no por casualidad
determinados intereses intentaron sepultar en el olvido. Y confesé que estaba
decidido a volver al país, para ayudar a que mi pueblo retornase a una senda
que nunca debió abandonar. Entonces le hablé de la justicia para los más
pobres, que habían sido beneficiados por el artiguismo, y que fueron el alma de
la revolución. Pero que no podía apostar a ninguno de los actuales partidos, ni
el blanco ni el colorado, porque la habían abandonado, que por ejemplo no había
habido diferencia entre el gobierno de Rivera y el de Oribe, respecto a los
favorecidos en los repartos de tierras. Y que tanto el uno como el otro habían
confiscado sus campos en beneficio de poderosos hacendados. Entonces le detallé
con pena que con el transcurso de los años, muchos criollos abandonaron sus
posesiones incapaces de sostenerse, que otros habían tenido que vender sus
propiedades y que los que continúan en sus tierras, sufren permanentes
presiones. Y agregué además que el reciente tratado de extradición firmado por
Uruguay, era un ejemplo de cuánto se había abandonado el ideario de la Patria
Vieja, ya que comprometía a devolver los esclavos fugados al Brasil, lo que
además violaba una disposición constitucional. Y reflexioné que salvo algunos
lineamientos generales y ciertos principios, que consagran en los papeles la
libertad y la igualdad, que heredamos de los viejos tiempos, había que rescatar
todo lo demás de aquel período. Que aprender y rescatar. Que la patria no podía
quedar en manos de caudillos y doctores ajenos a los necesidades de las
mayorías populares. Que estas, organizadas democráticamente, debían ser capaces
de trazar su propio destino, sin necesidad de ningún tipo de mecianismos. Y que
en lo personal, tal vez, como abogado, mi primera tarea fuera proteger a los
antiguos donatarios que aun quedaran, ayudar en los litigios a los pobres del
campo y, aunque lo veía difícil, obstaculizar todo intento de extradición de
los esclavos fugados al Brasil. Y reflexioné que sería una batalla solitaria y
desigual y no exenta de riesgos, pero que por algo había que empezar. Antonio
Guzmán me miró con confianza y complicidad. El vino le hacía brillar los ojos. Estaba
emocionado. Retomó la guitarra y mirándome, explicó que al cielito que iba a
cantar lo entonaban los paisanos paraguayos cuando se enteraron de la llegada
de Artigas y que no pocos acabaron engrillados porque el Dictador Francia había
prohibido cualquier canción que aludiera al General.
***
6 DE DICIEMBRE DE 1851. En estos últimos tiempos he estado viviendo en una pieza
independiente que queda separada de la casa de una familia paraguaya por un
amplio patio cubierto por un parral. Las uvas inundan con su agradable aroma el
entorno; con el vino casero que producen, mis vecinos suelen preparar clericó,
que luego sirven en un kambuchi, es decir en un cántaro de barro.
Justamente estaba disfrutando del brevaje, cuando llegó el hijo de Guzmán para
decirme que su padre me mandaba llamar. Era casi mediodía cuando salí
rumbo a su casa a apenas dos cuadras de distancia, antes de partir me puse un tradicional sombrero pirí, que
Montevideo Martínez le había regalado a Tomás. Y Tomasa me regaló a mí. En
Asunción más vale cuidarse de los rayos del sol en esta época del año. Estaba absolutamente intrigado de lo que pudiera estar
precisando mi entrañable amigo, con el que había estado apenas dos días antes,
por eso grande fue mi sorpresa cuando al llegar lo encontré conversando
animadamente con Henry Vaillant. Al verlos pensé en cuál sería la urgencia y me
senté frente a ellos. Luego de algunos preámbulos que no hicieron otra cosa que
aumentar mi expectativa, intervino Guzmán para decirme que luego de la
discusión que mantuve con Juan José Ortiz, Vaillant se le había acercado para saber
su opinión sobre mi persona, por un asunto un tanto delicado y que luego de que
le dijo que yo era de total confianza, le pidió que me llamara. Lo concreto es
que el francés quiere acompañarme cuando vuelva al Río de la Plata... y que lo
ayude a encontrar en Buenos Aires, ciudad a la que no conoce, a algunos
compatriotas suyos que le consta que desde hace un tiempo están radicados ahí.
Balbucié que por mi parte no había ningún inconveniente, aunque en mi fuero
íntimo maliciaba que detrás del pedido algo se ocultaba, por eso y por las
dudas aclaré que no pensaba regresar de inmediato, ya que me había comprometido
con Tomasa a que iba a estar a su lado, por lo menos hasta la fiesta de San
Baltasar, a la que había sido formalmente invitado. El francés me contestó que
por su parte no había problemas, que también él tenía algunas cosas que hacer.
Habla el español con marcado acento francés, pero se le entiende. Guzmán que me
conoce notó mi intriga e intervino para decirme que la solicitud que me hacían
tenía sus riesgos... Me miró a los ojos y agregó que tanto Vaillant como los
hombres que me pedía que ayudara a encontrar no eran personas comunes y
corrientes, que era gente no del todo bien vista por las autoridades..., ya que
eran revolucionarios franceses que participaron de los levantamientos populares
de 1848 en contra de la monarquía, por la República y el Socialismo y que
escaparon de su país para confundirse entre la numerosa población gala,
aprovechando la gran cantidad de barcos de esa nacionalidad que viajan al Río
de la Plata. Entonces intervino Vaillant para decirme que se había animado a
hacerme el pedido, que entendía que tenía sus riesgos, luego de escucharme
discutir y de que Guzmán le comentara mis inquietudes políticas. Y que me
consideraba un compañero de ideas, ya que a los dos nos preocupa el futuro de
las mayorías populares. No pude ocultar mi sorpresa ante un planteo que no
esperaba, pero le dije que conocía en rasgos generales lo acontecido durante la
derrotada revolución del 48 y que era un orgullo para mi poder prestar
solidaridad a uno de sus revolucionarios, ya que era consciente de que el poder
había demostrado que era capaz de todos los excesos. Aunque le aclaré que no
estaba obligado a contarme nada más, Vaillant insistió en presentarse, como
forma, según dijo, de ganar mi confianza. Por lo que contó, muy tempranamente,
durante su juventud, militó en la sociedad secreta de los carbonarios y
participó en las revueltas estudiantiles de aquel entonces; hacia 1830 empuñó
las armas con el pueblo parisino durante la revolución que acabó con el reinado
de Carlos X y posteriormente ingresó a la "Societé des amis du peuple”,
para difundir sus ideales republicanos. Fue encarcelado por primera vez junto
con Augusto Blanqui en 1939 por participar en el asalto al Ayuntamiento de
París y debió soportar un largo encierro en el Monasterio de Saint Michel en
Bretaña, de donde pudo fugarse. Desatada la revolución del 48 se sumó a las
manifestaciones obreras que reclamaban una “República Social”. Pensé que era
una vida de lucha y se lo dije. Y le agregué que me sentía orgulloso de
conversar con alguien que conoce al admirado dirigente obrero Augusto Blanqui,
de quien sabía de su entrega, de su ejemplo personal, de sus ideales defendidos
con las armas en la mano y de su firmeza ante la larga sucesión de condenas que
había soportado. Con una sonrisa Vaillant sacó de entre sus ropas unos papeles
escritos a mano y nos explicó a Guzmán y a mí que era una copia de un
manifiesto de febrero de este año escrito en la cárcel de Belle-Île-en-Mer, por
Blanqui, que le llegó desde Londres. No tuvimos que pedirle que lo leyera...
Mientras lo hacía pude observarlo más detenidamente. Es un hombre algunos años
mayor que yo, delgado, de talla mediana, largo pelo y frondosa barba, de rasgos
finos aunque endurecidos. Se nota que es una persona cultivada, su ropa es
sobria pero algo malgastada... La voz se le quebró al leer... "Cuando la reacción liquida a la democracia no hace más que cumplir
con su oficio. Los criminales son los traidores a los que el pueblo
confiado había entregado la dirección, y que han entregado al pueblo engañado y
maniatado a la reacción"... Al escuchar la frase no pude evitar recordar
las traiciones que debió soportar la revolución oriental... Luego de finalizada
la lectura Guzmán rompió la circunstancial solemnidad invitándonos a comer, nos
arrimó unas copas de buen vino francés y brindó por el encuentro entre
"hombres compañeros", para usar palabras de Artigas. Vaillant levantó
la copa y brindó "¡Vive la révolution
socialiste et démocratique des humbles, avec les humbles et pour les humbles
...!"
***
27 de diciembre. La conversación que Guzmán
y yo sostuvimos con Henri Vaillant me dejó varios días reflexionando, por eso
recién hoy retomo la escritura. Y lo hago como forma de dar cuerpo a mis ideas.
Está claro que hay grandes puntos de contacto entre las viejas luchas
artiguistas y las nuevas insurgencias obreras, como las que participó el
francés. Hay algo esencial que identifica las distintas situaciones, en todos
los casos surgen como expresión de un gigante popular que busca su propio
destino. Como decía Artigas a los que lo seguían: nada podemos esperar si no es
de nosotros mismos... Es que mucho hay en común entre el programa de la
revolución oriental y los reclamos de los obreros parisinos de una “república
social”. En ambos casos se trataron de levantamientos antimonárquicos y
republicanos, democráticos y populares, pero en dos entornos diferentes. La
Banda Oriental poco o nada se parece a la Europa de hoy en día, en donde viene
avanzando vertiginosamente la maquinización y los antiguos artesanos,
campesinos y un amplio espectro social están siendo absorbidos como asalariados
en la industria, algo que tarde o temprano también ocurrirá en el Uruguay. Pero
la pregunta clave que Vaillant dejó rondando en mi cabeza, es si además de ser
éticamente correcto, también es posible y realizable conquistar la más completa
igualdad, la igualdad total, para que el pobre no tenga que convivir más con la
más insultante abundancia; para terminar de una vez y para siempre con todo lo
que enfrenta y divide a la humanidad. Desde su punto de vista no alcanza
entonces con que el pobre goce, como el rico, de igualdad ante la ley, ni de
repartir con un poco más de equidad, según Vaillant hay que ir más lejos, para
que la historia no se repita, y para eso hay que cuestionar las raices de la
injusticia, entre ellas el propio “derecho de propiedad...” Mucho tendremos
para conversar el francés y yo durante el viaje de regreso, por lo visto...
Durante la reunión, me dijo que Thiers se vanagloriaba que Montevideo había
sido impulsado a la guerra y al bloqueo de Buenos Aires por Francia y que era
su base de operaciones... Y comentó que lo había escuchado jactarse hablando de
“nuestra colonia de Montevideo”, lo que ni para Guzmán ni para mí era del todo
una revelación, pero igualmente nos llamó la atención la soberbia del
gobernante francés. Y concluyó que así como los poderosos tienden a unirse,
“travailleurs et humble», como les dice Vaillant a los obreros y a la gente
humilde, tienen que hacer lo mismo. Entonces le pedimos que nos contara
sobre la insurrección francesa de hacía tres años y Vaillant comenzó diciendo
que por entonces Europa estaba enfrentada a una profunda crisis económica,
sobre todo en el campo, lo que afectó fuertemente a la industria de la
construcción y a la textil. Y agregó que bien conocía la situación, porque
trabajando como hilandero en Lyon, fue despedido y cuando consiguió de nuevo
trabajo, el salario era menor. Aún en pleno auge comercial los trabajadores
vivían en el hacinamiento y la pauperización, pero cuando comenzó la crisis
fueron despedidos masivamente. El clima de agitación era total, según contó el
francés, e hizo eclosión, entre otras cosas, porque el ministro Guizot se opuso
a cualquier reforma liberal. Vaillant relató, con emoción, que el 23 de febrero
de 1848, el pueblo marchó hasta la Asamblea Nacional exigiendo el sufragio
universal y la dimisión del gobierno y que cuando el Ejército intentó
detenerlo, la Guardia Nacional se interpuso y tomó partido por los ciudadanos.
Recuerdo que el marcado acento francés de Vaillant, había creado un clima
extraño en un ambiente tan marcadamente guaraní y que mientras hablaba, cada
tanto, el papagayo lanzaba un estridente gritito y las pajareras se movían por
los aletazos de las aves, en respuesta. Viene a mi memoria el brillo de sus
ojos mientras relataba los acontecimientos... Según su relato..., era de
mañana. Ardía París. Las protestas eran incontrolables. Las barricadas
inundaban la ciudad. Por la tarde el Rey destituyó a Guizot y nombró al Conde
Mathieu Molé, para que formara nuevo gobierno. La fiesta era total, pero cerca
de la noche, un grupo de manifestantes, entre los que él estaba, quiso avanzar
por el Boulevar Des Capuchines y los soldados lo impidieron. Alguien disparó un
fusil y los militares respondieron atacando a mansalva a la muchedumbre.
Murieron decenas de personas. Todo empeoró. Nos contó que al día siguiente,
artesanos, obreros y estudiantes robaron armas, construyeron cientos de
barricadas y se lanzaron al Palacio de las Tullerías y el Rey abdicó, en favor
de su nieto, el Conde de París y dejó como regente a su nuera, la Duquesa de
Orléans. Respaldados por la insurrección popular, los parlamentarios decidieron
la formación de un Gobierno provisional, presidido por el veterano Dupont d´L´Eure.
Vaillant nos explicó que la Asamblea estaba dividida en dos, de un lado los
republicanos moderados y del otro los radicales y socialistas, entre estos
últimos Louis Blanc y Albert, quienes en nombre de la clase trabajadora, además
de cambios políticos reclamaban justicia social. El nuevo gobierno impulsó un
ciclo de importantes reformas, como la abolición de la pena capital por razones
políticas, la abolición de la esclavitud en las colonias francesas, el sufragio
universal masculino, pero además Louis Blanc, desde su importante
responsabilidad, defendió el derecho obrero de asociarse en defensa de sus
intereses, fijó la jornada máxima en 10 horas e intentó garantizar el
trabajo de todos los ciudadanos y para ello entre otras cosas formó Talleres
Nacionales. ¡Que el estado no sea un simple gendarme y participe en la
resolución del problema social!, -recuerdo que repitió varias veces Vaillant.
Por mi parte le retruqué que todos aquellos sueños habían sido en vano, que
luego de la derrota de la revolución del 48´, el socialismo como ideal me
parecía que estaba extinguido, que había sido una simple utopía. Con vehemencia
respondió que las condiciones que habían promovido el surgimiento del ideal
socialista en nada habían variado, que aumentaba cada día la diferencia entre
las clases... Y agregó que pese a todo la revolución dejó una enorme enseñanza
para los que querían ir más allá que de la caída de una monarquía; que los
hechos indicaron que los sectores populares en aquel entonces, todavía no
estaban en lo ideológico lo suficientemente maduros, pero que hicieron la
experiencia de que para conseguir justicia social, no alcanza con apelar a la
moral de los poderosos para que cedan, aunque sea en parte, sus privilegios...;
que no es posible conseguir sin que medie una confrontación, que entregue un
ápice de sus bienes...; que es muy inocente pretender que el acaparador vaya a
distribuir buenamente una parte de lo que acapara..., que el prestamista
renuncie a parte de los intereses que cobra... Y que los sectores populares
estaban aprendiendo que había que derrocarlos junto con sus instituciones, para
construir la sociedad del “pan y de las rosas”. Y me pidió que no creyera en
los agoreros, que el socialismo continúa siendo un sueño que espera su
oportunidad.
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