martes

EL VIENTO DE LA DESGRACIA (SIDA + VIDA) - DANIEL BENTANCOURT (34)


1ª edición / Caracol al Galope 1999
1ª edición WEB / elMontevideano Laboratorio de Artes 2018

PARTE 2

17


Alzogaray me llamó por teléfono el sábado a primera hora, mientras tomaba el desayuno.

-Tenemos otro caso. Esta vez fue el caballo de Martínez, a una cuadra del cementerio. ¿Qué le parece?

-Sí, ya no puede decirse que sea casualidad -contesté. -Voy a darme una vuelta por allá y cualquier cosa lo llamo.

-Abrigate bien -dijo la abuela. -Ese viento de la montaña es traicionero.

Pasé por todos los lugares donde habían sido encontrados los animales y llegué a ver el caballo patas arriba, duro y negro como una piedra en el cobertizo de Martínez, y aunque no descubrí ningún indicio extraordinario tuve la clara sensación de que todas aquellas muertes, como pensaba Alzogaray, formaban una especie de camino, una ruta cruzada por un elemento desconocido y exterminador. Volví a casa arrastrando los pies y esperé la hora del almuerzo tirado en la cama, distraído con el reflejo de la luz gris y tratando de pensar. Estaba medio dormido cuando me llamó Ángel para convidarme a almorzar en la cantina. No tuve más remedio que aceptar.

-¿Puedo invitar a Miriam? -atiné a preguntarle.

-Pero sin sorpresas, esta vez.

-Quedate tranquilo.

-Paso a buscarte a eso de las doce y media, más o menos.

Cuando me avisaron que había llegado bajé y lo vi muy abrigado, las manos en los bolsillos del sacón, del otro lado de la puerta fiambrera.

-¿Por qué no entraste?

-No quiso entrar -dijo la abuela, y levantó el dedo con unos ojos demasiado saltones.

-No quiero molestar -dijo Ángel, sin moverse.

-¿Se siente bien , abuela?

-Sí, sí, sí. Pero cuidado ahí afuera, con el viento-

-Estoy bien abrigado, no se preocupe.

Bajamos casi sin hablar, observando los pájaros negros que parecían buitres planeando alrededor del campanario de la iglesia y recién tomando un Campari con naranja en la cantina Ángel me preguntó qué era lo que me preocupaba. Le conté lo de los animales y él dijo:

-Sí, escuchá algo. Una fiebre aftosa, a lo mejor.

-No, no sabemos qué es. Ahí está el verdadero problema.

-Vamos -sonrió. -¿Te vas a amargar por tres gallinas locas?

-Fueron seis gallinas, tres perros, tres cabras, una vaca y un caballo. Y además no te olvides de tu canario.

-¿Y qué tiene que ver mi canario con esto?

-Murió de lo mismo, en la misma zona y al mismo tiempo. Pero lo que más me preocupa no es tanto lo que pasó como lo que puede seguir pasando.

-La vida es imprevisible, Diogo. ¿Ya te olvidaste? Aunque leamos horóscopos y corramos atrás de los astrólogos o las gitanas. Cuanto más nos parece que sabemos más nos quedamos en la oscuridad.

Lo miré con atención.

-Pará un poco: ¿de qué estamos hablando, al final?

Lo agarré desprevenido. Empezó a pasarse el cenicero de vidrio de una mano a otra, evitando mirarme.

-Bueno -recortó de repente el perfil contra la luz de la plaza. -Es que atrás de cualquier asunto está la muerte, Diogo. Y el verdadero problema es saber lo que queda después que todo termina, lo que viene después del fin.

-Después del fin no hay nada.

-¿Cómo podemos saberlo? ¿Cómo podemos tener tanta seguridad? Nos reímos de esas cosas desde que éramos chiquilines, desde siempre. Y ahora me da por pensar que es como si hubiésemos perdido algo, un espacio que no vimos o que o supimos que cargábamos.

-¿Qué cargábamos adónde, Ángel? ¿De qué me estás hablando?

En ese momento llegó Miriam. Se había puesto una boina que le quedaba muy linda y me olvidé de todo con sólo mirarla.

-¿De qué estaban hablando, que parecían tan animados?

-Ángel está preocupado por las almas.

-¿Almas? ¿Qué almas?

-La mía -dijo Ángel. -La tuya. Y la de Diogo, aunque él crea que no la tiene ni le importa tenerla.

-Almas -dije yo. -Hum.

-Y por qué te preocupa ese asunto -le preguntó Miriam, inclinándose para mirarlo con atención.

-La pregunta correcta no es esa, sino: ¿qué es lo que hay que hacer para comprobar que el alma existe?

-Claro que existe. Eso es tan obvio que ni merece respuesta. No precisamos comprobarlo. Pero lo que querés saber me parece que es otra cosa, ¿no es cierto?

-¿Qué otra cosa? -dije yo.

Se miraban.

-Sí -suspiró Ángel. -Es otra cosa.

-Me parece que lo que te preocupa es cómo cuidarla, ¿no? Y no entiendo bien por qué. Si ni siquiera creés en Dios.

-No, no creo. Para vos debe ser diferente, me imagino.

-Bueno, todo creyente tiene que preocuparse por el estado de su alma. Eso es lo más importante.

-¿Y nosotros, los que no creemos? ¿Qué derecho tenemos a-?

-Los que creen que no creen pueden empezar a creer en cualquier momento. Alcanza con que se den cuenta de lo que les falta, nada más. Y esos son los que deberían tener más cuidado que nadie.

A mí ya no me gustaba nada la conversación, ni esa Miriam que ya no era mi Miriam sino la que iba a los cursos de la sacristía con la Biblia abajo del brazo. Por eso sugerí que pidiéramos el almuerzo y enseguida empezamos a contar viejos chistes, recordamos anécdotas del pasado y nos preguntamos por gente que hacía tiempo que no veíamos, quién se había ido a la ciudad y quién no. De repente Ángel me preguntó la hora y cuando le contesté que ya eran las dos se levantó para ir al baño.

-¿Qué le pasa a este muchacho? -se llevó la servilleta a la boca Miriam. -¿Orina con horario?

Mujeres, pensé.

-Yo te aseguro que ese muchacho no está bien, Diogo. Le cambió algo en la cara.

-Tendrías que formar un club con mi abuela. A ella también le gusta inventar esas cosas.

Nos despedimos de Ángel en la plaza y después acompañé a Miriam y subí hasta casa extrañando el veranillo. Por lo menos es sábado, pensé caminando pesado y satisfecho entre aquel viento helado, como quien puede dormir toda la tarde.

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