1ª edición / Caracol al Galope 1999
1ª edición WEB / elMontevideano Laboratorio de Artes 2018
PARTE 2
17
Alzogaray me llamó por
teléfono el sábado a primera hora, mientras tomaba el desayuno.
-Tenemos otro caso. Esta
vez fue el caballo de Martínez, a una cuadra del cementerio. ¿Qué le parece?
-Sí, ya no puede decirse
que sea casualidad -contesté. -Voy a darme una vuelta por allá y cualquier cosa
lo llamo.
-Abrigate bien -dijo la
abuela. -Ese viento de la montaña es traicionero.
Pasé por todos los
lugares donde habían sido encontrados los animales y llegué a ver el caballo
patas arriba, duro y negro como una piedra en el cobertizo de Martínez, y
aunque no descubrí ningún indicio extraordinario tuve la clara sensación de que
todas aquellas muertes, como pensaba Alzogaray, formaban una especie de camino,
una ruta cruzada por un elemento desconocido y exterminador. Volví a casa
arrastrando los pies y esperé la hora del almuerzo tirado en la cama, distraído
con el reflejo de la luz gris y tratando de pensar. Estaba medio dormido cuando
me llamó Ángel para convidarme a almorzar en la cantina. No tuve más remedio
que aceptar.
-¿Puedo invitar a Miriam?
-atiné a preguntarle.
-Pero sin sorpresas, esta
vez.
-Quedate tranquilo.
-Paso a buscarte a eso de
las doce y media, más o menos.
Cuando me avisaron que
había llegado bajé y lo vi muy abrigado, las manos en los bolsillos del sacón,
del otro lado de la puerta fiambrera.
-¿Por qué no entraste?
-No quiso entrar -dijo la
abuela, y levantó el dedo con unos ojos demasiado saltones.
-No quiero molestar -dijo
Ángel, sin moverse.
-¿Se siente bien ,
abuela?
-Sí, sí, sí. Pero cuidado
ahí afuera, con el viento-
-Estoy bien abrigado, no
se preocupe.
Bajamos casi sin hablar,
observando los pájaros negros que parecían buitres planeando alrededor del
campanario de la iglesia y recién tomando un Campari con naranja en la cantina
Ángel me preguntó qué era lo que me preocupaba. Le conté lo de los animales y
él dijo:
-Sí, escuchá algo. Una
fiebre aftosa, a lo mejor.
-No, no sabemos qué es. Ahí
está el verdadero problema.
-Vamos -sonrió. -¿Te vas
a amargar por tres gallinas locas?
-Fueron seis gallinas,
tres perros, tres cabras, una vaca y un caballo. Y además no te olvides de tu
canario.
-¿Y qué tiene que ver mi
canario con esto?
-Murió de lo mismo, en la
misma zona y al mismo tiempo. Pero lo que más me preocupa no es tanto lo que
pasó como lo que puede seguir pasando.
-La vida es imprevisible,
Diogo. ¿Ya te olvidaste? Aunque leamos horóscopos y corramos atrás de los
astrólogos o las gitanas. Cuanto más nos parece que sabemos más nos quedamos en
la oscuridad.
Lo miré con atención.
-Pará un poco: ¿de qué
estamos hablando, al final?
Lo agarré desprevenido.
Empezó a pasarse el cenicero de vidrio de una mano a otra, evitando mirarme.
-Bueno -recortó de
repente el perfil contra la luz de la plaza. -Es que atrás de cualquier asunto
está la muerte, Diogo. Y el verdadero problema es saber lo que queda después
que todo termina, lo que viene después del fin.
-Después del fin no hay
nada.
-¿Cómo podemos saberlo?
¿Cómo podemos tener tanta seguridad? Nos reímos de esas cosas desde que éramos
chiquilines, desde siempre. Y ahora me da por pensar que es como si hubiésemos
perdido algo, un espacio que no vimos o que o supimos que cargábamos.
-¿Qué cargábamos adónde,
Ángel? ¿De qué me estás hablando?
En ese momento llegó
Miriam. Se había puesto una boina que le quedaba muy linda y me olvidé de todo
con sólo mirarla.
-¿De qué estaban
hablando, que parecían tan animados?
-Ángel está preocupado
por las almas.
-¿Almas? ¿Qué almas?
-La mía -dijo Ángel. -La
tuya. Y la de Diogo, aunque él crea que no la tiene ni le importa tenerla.
-Almas -dije yo. -Hum.
-Y por qué te preocupa
ese asunto -le preguntó Miriam, inclinándose para mirarlo con atención.
-La pregunta correcta no
es esa, sino: ¿qué es lo que hay que hacer para comprobar que el alma existe?
-Claro que existe. Eso es
tan obvio que ni merece respuesta. No precisamos comprobarlo. Pero lo que
querés saber me parece que es otra cosa, ¿no es cierto?
-¿Qué otra cosa? -dije
yo.
Se miraban.
-Sí -suspiró Ángel. -Es
otra cosa.
-Me parece que lo que te
preocupa es cómo cuidarla, ¿no? Y no entiendo bien por qué. Si ni siquiera
creés en Dios.
-No, no creo. Para vos
debe ser diferente, me imagino.
-Bueno, todo creyente
tiene que preocuparse por el estado de su alma. Eso es lo más importante.
-¿Y nosotros, los que no
creemos? ¿Qué derecho tenemos a-?
-Los que creen que no
creen pueden empezar a creer en cualquier momento. Alcanza con que se den
cuenta de lo que les falta, nada más. Y esos son los que deberían tener más
cuidado que nadie.
A mí ya no me gustaba
nada la conversación, ni esa Miriam que ya no era mi Miriam sino la que iba a
los cursos de la sacristía con la Biblia abajo del brazo. Por eso sugerí que
pidiéramos el almuerzo y enseguida empezamos a contar viejos chistes,
recordamos anécdotas del pasado y nos preguntamos por gente que hacía tiempo
que no veíamos, quién se había ido a la ciudad y quién no. De repente Ángel me
preguntó la hora y cuando le contesté que ya eran las dos se levantó para ir al
baño.
-¿Qué le pasa a este
muchacho? -se llevó la servilleta a la boca Miriam. -¿Orina con horario?
Mujeres, pensé.
-Yo te aseguro que ese
muchacho no está bien, Diogo. Le cambió algo en la cara.
-Tendrías que formar un
club con mi abuela. A ella también le gusta inventar esas cosas.
Nos despedimos de Ángel
en la plaza y después acompañé a Miriam y subí hasta casa extrañando el
veranillo. Por lo menos es sábado, pensé caminando pesado y satisfecho entre
aquel viento helado, como quien puede dormir toda la tarde.
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