(Una historia de amor, pasión y muerte, nacida en tiempos de la Patria Vieja)
EL GRITO IV
29 DE SETIEMBRE DE 1851.
Como una piara de cerdos salvajes. Como una jauría de perros rabiosos tan
propia de la región desde la invasión de los ingleses, la partida española se
abalanzó sobre mi madre en las Cuchillas de Mahoma. Tomasa escondida tras unas
rocas, entre el musgo, las carquejas y las amoratadas orquídeas criollas,
escuchó cuando el teniente ordenó conducirla a Montevideo. La había reconocido
como la hija rebelde de Félix Barbosa. Nada importó. No importó tan siquiera
que ella les dijera que estaba esperando un hijo. Tomasa inmediatamente retornó
a Capilla Nueva a comunicar lo sucedido y al día siguiente partió para la
Capital, para estar cerca de mamá y en la medida de lo posible, intentar
ayudarla. Entró a la ciudad haciéndose pasar por una esclava lavandera. Durante
los años que vivió en la Plaza, solía salir de ella, ni bien abrían los
portones, con un atado de ropa en la cabeza y una batea entre sus manos, rumbo
a los Pozos de la Aguada o al lavadero de la Estanzuela, siempre con el cuidado
de regresar antes de la puesta del sol. Me contó que cierta vez que se demoró, tuvo que
esperar junto con otra esclava hasta el día siguiente para poder entrar a la
ciudad, y que no solamente debieron sufrir los castigos del amo, sino que su
acompañante fue mordida por las ratas que abundaban entre los basurales de
extramuros. Esta vez no le costó entrar a la Plaza. Una vez adentro fue testigo
del nerviosismo en que vivían los pobladores, bullían los rumores y todos
especulaban sobre inminentes batallas. Tomasa inmediatamente fue hasta la casa
de un negro libre, del que sabía que era un ferviente patriota y que la acogió
sin vacilar. Aquel hombre la puso al tanto de cuanto estaba sucediendo, entre
otras cosas que desde el levantamiento de Asencio venía arrestándose a todos
los que eran sospechosos de simpatizar con los rebeldes, que eran juzgados en
los celdarios a la izquierda del Cubo del Norte, junto al Hospital de Sangre y
los almacenes de guerra. Tomasa evaluó que, era muy probable que su adorada
Camila estuviera en aquel lugar. ¡Hasta a bordo de los barcos están siendo
sometidos a juicio!, le comentó su compinche. También le informó de los rudos
interrogatorios, de los apremios físicos, de los intentos de suicidio de
algunos interrogados, de las deportaciones y de las ejecuciones sumarias.
Simplemente por arrear ganado para los patriotas, acusados de atentar contra
las reservas militares españolas, algunos orientales habían sido condenados a
muerte. Inmediatamente Tomasa, por intermedio de algunos conocidos que
trabajaban en la fortaleza, intentó comunicarse con mi madre, pero no le fue posible
porque estaba aislada, pero de cualquier forma averiguó el nombre de los
captores y de los integrantes del Tribunal, con el objetivo de conseguir alguna
información. También le contaron que cuando la introdujeron en la ciudad, fue
rodeada por el populacho, que la agredió, la insultó y la trató de traidora.
Tomasa anotó mentalmente todas y cada una de aquellas afrentas que le hacían
hervir la sangre. Ya llegaría la hora de cobrar cuentas. Durante sus recorridas
por Montevideo fue evaluando meticulosamente la situación, ante la eventualidad
de un levantamiento para cuando llegaran las tropas patriotas, entre los
lugares estratégicos habría que controlar la zona portuaria, los baluartes de
San Felipe, Santa Isabel, San Fernando y la Santa Bárbara, las baterías
esparcidas desde el Cubo del Sur, pasando por la Ciudadela, hasta Cubo del
Norte, las “bocas de guerra” y el alojamiento de las tropas. Me contó, que la
noticia de la catastrófica derrota española en Las Piedras y la de que los
patriotas enfilaban a Montevideo, generó estados de ánimos contradictorios,
para unos fue un momento de alegría inmensa, para otros de desazón. Todavía
recuerda que unos blasfemaban, invocaban venganzas, mientras que otros en el
resguardo de sus hogares, festejaban y que una vez que sus entusiastas tropas
llegaron hasta las murallas, Artigas envió un ultimátum a las autoridades
españolas, en el que anunciaba que habían sido ocupados todos los pueblos y
fortalezas de la Banda Oriental por lo
que exigía la entrega de la Plaza, de lo contrario asaltaría las
murallas. Es entonces que Tomasa es avisada de la inminente liberación de mi
madre, que sería expulsada de la ciudad, junto con unos curas y algunas
familias, e inmediatamente escapa hasta extramuros a recibirla. Con ternura me
confió que nunca olvidará cuando de tardecita la vio cruzar con dificultad,
dado su estado, los portones, prácticamente sin abrigo y protegiendo su
vientre. Que salió ayudada por otras personas, que la notó pálida y demacrada….
Que no paraba de hablar y que sus mayores preocupaciones eran lo que podía
pasar conmigo y cómo estaba mi padre. Tomasa inmediatamente la llevó hasta la
casa de unos vecinos, la tranquilizó y al día siguiente la condujo hasta el
campamento adonde estaba Artigas, no le costó encontrar a mi padre, ya que
sabía que estaba bajo el mando de Bicudo. Faltaba todavía para el parto y
quiso volver a Mercedes, para que yo
naciera en esos pagos. La travesía, al parecer, fue difícil, plagada de
peligros, pero finalmente divisaron las arboledas del Río Negro. Hoy pienso que
mi madre vislumbraba que corría riesgo de muerte y que quería asegurarse que su
hijo fuera criado por Carmela junto a Teresa y Felipe, en el lugar adonde había
sido feliz. Los últimos días antes del nacimiento recorrió con dificultad las
costas del Dacá, del brazo de mi padre. Estaba espléndida pese a su debilidad.
Hacía proyectos, pero un dejo de tristeza anidaba en su mirada. Sus momentos
más plenos eran cuando a la noche, cenaba con todos, con su esposo, con Carmela
y sus hijos, con la Gringa… La tarde antes del parto los reunió a todos y les
dijo que eran su “familia grande”. Tomasa me contó que la abrazó y la trató de
“mamá”. Y que las dos se asomaron a la puerta, como cuando ella era niña y
jugaron a guiñarle a las luciérnagas, hasta que estallaron en risa. A la noche
siguiente comenzaron los dolores de parto. Mi madre murió unos días después de
que yo naciera y lo que más reclamó fue que me criaran sano y fuerte y digno y
que cuidaran de su compadre, que no lo dejaran solo. Mientras esto me contaba,
Tomasa besaba mi mano y dirigía atormentadas lamentaciones al cielo, que a
nadie sorprendían, porque todos en Camba Cuá saben que la anciana siempre
expresa en voz alta sus sentimientos. Tomasa no quiso quedarse en Mercedes y volvió
junto con mi padre al sitio de Montevideo. Me contó que el odio que sentía le
hacía arder el alma y que no pensaba en otra cosa que en vengarse. Cuando
llegaron hasta el campamento sitiador les avisaron que el terror del imperio
español no cesaba y que los soldados saqueaban las casas vacías del entorno de
Montevideo, en particular en las zonas del Cordón y de la Aguada, a tal extremo
que hasta el propio Vigodet había manifestado entre risas que era tanto lo que
robaban sus hombres, que le habían dado ganas de robar también a él. Para colmo
la situación en la ciudad era precaria y escaseaba la verdura, el pan y la
carne fresca, pero Tomasa tenía un único objetivo: cobrar con sangre la muerte
de Camila. Finalmente alguien le avisó que sus captores y quienes la
interrogaron saldrían en expedición en un bergantín y una sumaca. Y junto con
Jacinto, mi padre, y otros hombres de entera confianza, planificó una
emboscada. Era medianoche cuando los barcos fueron incendiados. Ardieron hasta
el mediodía siguiente. Imagino a Tomasa mirando feroz la inmensa tea que
desgarraba las oscuridades, a los pedazos de velas encendidas y sacudidas por
el viento y la imagino imperturbable ante los gritos desgarradores que rasgaban
el silencio. Los que buscaron salvarse lanzándose a las aguas fueron
degollados. Mientras me contaba todo lo que ahora relato, pude notar a través
de su mirada, pude sentir oteando en sus silencios, que en su pecho todavía
repican, con resonancia ancestral, los tambores de la venganza.
***
30 DE SETIEMBRE DE 1851.
Durante una de las entrevistas que le realicé a Doña Tomasa, me animé a
preguntarle cómo había llegado a Montevideo y en particular a la familia de
Camila, mi madre. Hacía calor y
tomábamos mate debajo de una enredadera. No me respondió en seguida,
cayó en un largo ensimismamiento, como si la hubiera alcanzado el tiempo. El
silencio era embarazoso y me sentí culpable, parecía que la había abandonado su
campechana alegría. De pronto levantó su cabeza y mirándome a los ojos, me
contó su historia con una voz ajena e inexpresiva… Tomasa nació en África,
no recuerda cuántos años hace, en el
pueblo Ndongo, en Angola, al sur del Río Kwanza. Fue apropiada por los
guerreros de un reyezuelo africano, que la encontraron escondida en una cueva
junto con sus hermanos y otras familias, adonde habían buscado refugio para no
ser vendidos a los barcos negreros. Los delató un individuo recién llegado a la
aldea desde otro lugar del África, llamado creo que Akanni, para evitar ser
esclavizado, de paso además se vengaba de la hermana de Tomasa, por sentirse
despechado, ya que le había llevado la corte y ella lo había resistido. Siempre
que llegaban los esclavistas, como es de imaginarse, reinaba el miedo y no
faltaron quienes para salvarse, como en este caso o por venganza, por ajuste de
cuentas o para quedarse con algo que anhelaban, recurrieron a la traición y el
servilismo. Inmediatamente Tomasa y su gente fueron encadenados, puestos en
hilera y llevados a la costa, adonde los compró el Capitán de un barco negrero español. Recuerda
que los distribuyó en las cámaras del navío, junto con cientos de otros
cautivos y que los hombres fueron llevados a proa, las mujeres a popa y los
niños al centro del recinto. Les era imposible ponerse de pie por la estrechez
de las cámaras, por lo que realizaron la mayor parte del viaje acostados. A las
mujeres les entregaron ropas ligeras y eran comunes las violaciones por parte
de la tripulación. El viaje fue un infierno, cuando las correntadas los
zarandeaban, las cadenas los desgarraban y cuando las escotillas eran cerradas
por el mal tiempo, temían asfixiarse. Muchos murieron en el viaje, entre ellos
los hermanos de Tomasa, por lo que el Capitán ordenó que periódicamente los
cautivos fueran empujados a cubierta, en grupos. Una vez arriba eran obligados
a cantar y bailar, como forma de preservar su salud, ya que a los españoles les
preocupaba la pérdida de ganancias. Tomasa fue una de las esclavas destinadas a
preparar la comida, que por lo general consistía en arroz, ñame y cereales…,
cumpliendo esa función fue que conoció en el viaje a otro negro cautivo, del
que luego se enamorará… Tras una extensa travesía, el barco arribó al Río de la
Plata y los esclavos fueron confinados en la conocida casona de la costa del
Miguelete, adonde debieron guardar cuarentena, hasta que las autoridades
evaluaron que estaban en condiciones de ser vendidos al mejor postor. Muchos
fueron enviados a trabajar a los saladeros para producir charque y tasajo,
otros a las panaderías, a las barracas, a las fábricas de sebo, al hospital o
al Presidio. Ella fue destinada a trabajar de doméstica y lavandera en la casa
del que la compró, quien la bautizó con el nombre de Tomasa. Su amo era un alto
militar con grandes inversiones en campos y ganado y por lo tanto con gran
influencia en el poder colonial, que no escatimaba los castigos físicos contra
los esclavos, al extremo de haberlos conducido en no pocos casos al borde de la
muerte. Cuando algo lo molestaba, ordenaba que el prisionero fuera azotado hasta
que le hacía saltar la carne a pedazos; muchas esclavas de su propiedad fueron
vejadas por él personalmente o entregadas a sus jóvenes hijos o sobrinos, para
que se iniciaran. Fue en la casa de aquel hombre que Tomasa pudo conocer más
estrechamente a Domingo, su amigo del barco, quien, por lo que me contó, pese a
todo era un negro alegre y dicharachero, al que obligaban a trabajar de peón.
La pasión pudo más que los inconvenientes y quedó embarazada, lo que generó la
violenta reacción del amo ni bien lo enteraron. No solamente la golpeó en
público, sino que esperó en el camino a que llegara Domingo y cuando lo vio se
puso frente a los bueyes para atajar la carreta, mientras le gritaba que
desmontase. Lo trató como a una bestia y su primera decisión fue que la pareja
no podía hacer vida marital. Pasados unos meses, desesperado por no poder
convivir con su mujer, Domingo decidió rogarle al español que los vendiera a
los dos a otro amo; nunca pensó que la reacción del militar pudiera ser tan
extrema: lo quemó en el bajo vientre con la marca de sus ganados y ciego de
furia le asestó un golpe de espada que le produjo la muerte. Tomasa fue
testigo. Al militar no le costó demasiado ocultar su brutalidad, le alcanzó
para que no lo molestaran las autoridades, con presentar un oficio diciendo que
Domingo estaba “haciendo hechos” y que lo había agredido cuando intentó impedir
su fuga. Meses después de que Tomasa dio a luz, la vendió a Félix Barbosa, mi
abuelo, que la compró como ama de amamantamiento, pero se quedó con su hijo con
el pretexto de que ella le daba brebajes nocivos. Cuando mi “abuelo” quiso
comprarlo, el militar se opuso diciendo que el bebé había nacido en su casa,
por lo que no le parecía bien venderlo, ni darlo en libertad. Tomasa nunca
volvió a ver a su vástago, al que también había bautizado con el nombre de
Domingo, ya que su antiguo amo fue a vivir a Córdoba y se lo llevó con él. En
Camila encontró a alguien en quien poder canalizar su frustrada maternidad.
Pasado algún tiempo, antes de partir para Capilla Nueva, cruzando la Plaza
Mayor, alcanzó a ver de lejos a Akanni, el que la había delatado y era
responsable de sus sufrimientos, pudo averiguar que también era un esclavo y
realizaba las peores tareas en el Hospital de Caridad… Muchos años más tarde, mientras
mi madre estaba recluida, durante su estadía en Montevideo, Tomasa lo buscó,
hasta que le informaron que había muerto, bajo los azotes de su propio amo. Su
proceder despreciable no lo había salvado.
P.D.: Por mucho que insistí, nunca logré que Tomasa me
confiara su nombre original.
***
8 DE OCTUBRE DE 1851. Llegué a eso de las tres de la tarde y encontré a Tomasa
dormitando bajo el parral. Sobre su falda yacía, apenas sostenido por una de
sus manos, un abanico de paja, con el que se notaba que había querido aliviar
el bochorno. Por un rato la estuve mirando. Pensé que era un monumento
viviente, un testimonio del pasado que se había colado en los tiempos
recientes. Y me invadió la ternura. Su sangre, de alguna forma había alimentado
a la mía, su cariño había criado a Camila, sus ojos habían brillado con la alegría
de mis padres. No me costó imaginarla de joven, por los campos de Capilla Nueva
o a la vera del río. El refunfuñar de Mora y Lucha, su viejas perras, que
llegaron para alertar a su ama que había intrusos, despabiló a Tomasa, que me
esperaba para continuar con las conversaciones. Yo había planificado que me
contara sobre la Redota, de cuando las familias emigraron buscando refugio y
que siempre aprecié como el origen del pueblo oriental. Estaba casi seguro que
había participado de aquella hazaña, pero no quería presionarla y preferí dejar
que la charla fluyera libremente. Al principio el diálogo rondó generalidades…,
me contó de la disposición de los orientales de asaltar la ciudad, de los
frenos que imponía Buenos Aires, de los permanentes saqueos y provocaciones de
los españoles, de los cañoneos que realizaban desde las baterías y las lanchas,
de las excursiones que hacían para proveerse de trigo a las panaderías de
extramuros…, hasta que un recuerdo cálido encendió su rostro. Entonces recordó
que en cierta ocasión, el batallón de pardos y morenos logró que retrocediera
nada menos que Vigodet. Y orgullosa subrayó que por la operación el escuadrón
fue muy elogiado y que en el sitio todos hablaron del valor y la intrepidez de
sus soldados. Tomasa había nuevamente enganchado con su pasado y sin saberlo me
dio pie a que comentara…: “Pero el armisticio impuso que todo quedara sometido
a Montevideo…” La anciana hizo silencio, miró al vacío mientras mecía con sutil
carácter su sillón. Y casi murmurando y explorándome los ojos me dijo: “¡Hubo
trampo!”. Y ya no pudo parar de hablar. Entonces me explicó que durante las
negociaciones que desembocaron en el armisticio, fue procesándose un cambio en
los orientales, que ante el abandono del que estaban siendo objeto, comenzaron
a organizarse para hacer sentir su voz. Que la gente no dejaba de alertar sobre
las seguras represalias de Elío, quien ya había amenazado con castigos
ejemplarizantes, protestaba la desconsideración que los abandonaba en manos de
la “desgracia misma” y cuestionaba las supuestas “ventajas” de la “ocupación
extraña”. Con la voz quebrada Tomasa recordó que ni bien las tropas sitiadoras
comenzaron a retirarse, la población de extramuros fue arruinada y contó que
los vecinos que iban llegando adonde estaba el ejército, habían visto arrancar
las puertas, las ventanas y las rejas de sus casas, arrasar sus plantíos y
arrear su ganado. Y que vaticinaban que aquello sería solamente el inicio… Yo
le retruqué que más temprano que tarde los hechos les dieron la razón… Y
ella en forma ostentosa agregó que entonces los orientales proclamaron en
asamblea, primero en la Panadería de Vidal y luego en la Quinta de La
Paraguaya, su disposición a continuar solos con el sitio. Y eligieron a José
Artigas como su Jefe. Pero que ante la desprotección fue creciendo la idea de
que no había otro camino que seguir la suerte del ejército auxiliar, “amparados
en sus respetos”. Brillaba el rostro de Tomasa cuando agregó que de todos los
puntos fueron llegando, desafiando la voluntad hasta del propio Artigas, que
alertaba con circulares en todos los pueblos, que no contaba con recursos para
aliviar las necesidades de tanta gente. Ya nada podía impedir la emigración.
Venían de Maldonado, de Merin, de Palmares del Castillo, de San Miguel, de
Santa Teresa, de Lazcano. Cuando Artigas confirmó que no podía mantener tropas
en Mercedes, Carmela y la Gringa toparon con el imprevisto de que los niños
habían enfermado, por lo que no había forma de emprender un viaje junto con el
Ejército Auxiliar. Jacinto y Carmela prácticamente obligaron a Tomasa a que
abandonara Capilla Nueva, ya que había quedado demasiado expuesta luego del
incendio de los barcos. Su nombre había trascendido. Jacinto decidió quedarse
en los bosques, junto con otros patriotas, para resistir. Y Tomasa marchó con
la columna. Hoy la imagino, cara al viento, con su cuerpo tenso, el paso firme
y el pelo recogido en su pañuelo, rumbo a su destino. Seguramente infundía
miedo. Le pedí que me contara detalles de la marcha, y sobrecogida por la
emoción me dijo que eran miles los que emigraban, que viajaban en carretas,
carretones, rastras, diligencias, en todo lo que tuviera ruedas, pero que la
mayoría iba a pie, protegiéndose como podía del sol y de la lluvia. Entre ellos
había hacendados, comerciantes, curas, peones, esclavos, ancianos, padres,
madres, párvulos, indios… Tomasa se integró con un contingente de esclavos
fugados que se había agrupado ni bien abandonaron Montevideo. Imagino que vista
a la distancia la columna parecería una larga y sinuosa serpiente que subía y
bajaba serranías, que cruzaba arroyos, que cercaba bosques… Por lo que me
contó, súbitamente en la lejanía resonaba un cantar, y aquel extenso cuerpo
informe cobraba vida y como un reguero de pólvora, iban incendiándose las
gargantas. Las estrofas repercutían en las hondonadas, hacían aletear a los
pájaros, encendían los ánimos y herían los oídos del portugo acechante. De
pronto Tomasa se puso de pie y ardiente de pasión declamó desafiante…, moviendo
sus brazos como en un teatro: “¡Y del Cololó, salimos al Río Negro. Y del Río
Negro al Arroyo Negro. Y del Arroyo Negro a Paysandú. Y de Paysandú al Río
Queguay. Y del Queguay al Arroyo Quebracho. Y del Quebracho al Chapicuy Grande.
Y del Chapicuy Grande al Río Daymán. Y del Río Daymán a Salto. Y desde Salto al
Ayuí!.” Parecía estar poseída. Luego se desplomó sobre su sillón de mimbre.
Durante su relato nunca paró de repetir, una y otra vez: “¡Hubo trampo!, “¡Hubo
trampo!, ¡Hubo trampo!”, mientras insultaba a españoles, portugueses y
porteños. Gritó, susurró recogida, sollozó… Y durante un largo rato guardó
silencio. Y me dio miedo de que algo le
sucediera. Tal era su estado. Y me sentí culpable. Repentinamente abrió los
ojos y comentó que lo pudieron hacer porque había una disciplina nacida del
amor a la patria. Y porque confiaban en el General, que exigía a los que
marchaban un proceder honrado, de lo contrario la justicia sería administrada,
cualquiera fuera la clase y la condición del delincuente. Por eso no vaciló al
llegar a orillas del Quebracho, cuando hubo que ejecutar la sentencia de muerte
de unos delincuentes, que venían engrillados. Tomasa evocó que por unanimidad
un Consejo de Guerra los condenó por robo, muerte y violencia a mujeres, a que
fueran pasados por las armas. Era un castigo ejemplar por deshonrar al
Ejército. Al parecer secuestraban a las paisanas y las hacían desaparecer en el
bosque, solamente salvó su vida un mocito aindiado, por su corta edad y porque
su delito fue menor, pero fue obligado a presenciar la ejecución. No puedo
dejar de pensar en la peregrinación que avanza, pertinaz y que solamente
detiene su andar al anochecer, al resguardo de algún accidente geográfico.
Pienso en los sueños de los que marchaban, por lo que sé muchos aspiraban a
fundar un pueblo nuevo en los abundantes y fértiles terrenos de Concepción del
Uruguay y evaluaban que el Arroyo de la China era un excelente entre puerto,
que favorecía el comercio. Para Tomasa fueron tiempos ajetreados, tenía que
satisfacer las necesidades de niños y ancianos, a los que les faltaba lo más
esencial, asistía en los partos y cuando alguien enfermaba, procuraba curarlo
con sus medicinas naturales. No faltaban los momentos amargos, como cuando
fallecía algún infante, producto de las duras condiciones de la marcha. Pero no
todo era dolor y sacrificio. Con orgullo reafirmó en voz alta que el oriental
era un pueblo en movimiento, gente común, con necesidades comunes, que
emigraba. Y que por eso no faltaron lo compromisos, los casamientos y los
bautizos. En tales casos improvisaba enormes ramos de flores. Y cuando podía,
escapaba hasta algún monte cercano para cazar alguna mulita o algún conejo,
para mitigar en algo las necesidades y de paso improvisar algún festejo. Por la
noche, agotada, se acostaba abajo de alguna carreta, o de alguna protección
natural, hasta que las sombras ocultaban aquella enorme mancha humana y el
cansancio apagaba las voces, dejando oír tan solo el coro de los grillos.
Tomasa hizo silencio, como no animándose a continuar con lo que quería
contar... Con evasivas, comenzó diciendo que cuando la columna llegó al Daymán,
le pareció que el río tenía un aspecto selvático, pero las rocas y las arenas
blancas le daban una extraña transparencia a sus aguas, por lo que decidió
bañarse y luego recostarse junto a un sauce, para esperar la noche. Entonces
ocurrió algo que según me manifestó la marcó para siempre. Frente suyo y a
pocos metros la resguardaba del calor y de la humedad una densa y variopinta
pared vegetal, que mostraba todos los matices del verde, pero lentamente iba
uniformizándose en la medida que avanzaban las penumbras. La jornada había sido
dura y difícil y por eso el cansancio y el sueño la fue ganando. Pero
súbitamente algo así como un aleteo la despertó. El espacio que la rodeaba
estaba plagado de luciérnagas, que emergían de los troncos caídos y de entre
las ramas. La pequeña bóveda verde se había transformado en un santuario
luminoso. Dentro de él las luciérnagas danzaban como si estuvieran
cortejándose. El espectáculo le pareció maravilloso y lo quedó observando
durante un largo rato. Pero algo comenzó a cambiar, en el centro de aquel mundo
de brazas voladoras, un enjambre de luciérnagas aumentó sus parpadeos luminosos
y el número de destellos, hasta crear la figura de una mujer, que la miraba.
Fácilmente reconoció en aquella imagen a Camila, quien le guiñaba cómplice sus
ojos. Tomasa le devolvió el guiño y la quedó mirando, hasta que las luciérnagas
comenzaron a separarse. Por mi parte tomé aquella confesión con escepticismo,
me pareció que era natural en una mujer de profunda religiosidad, pero debo
reconocer que desde ese momento, inconscientemente, cuando me interno al
anochecer en algún monte, siempre me quedo mirando el follaje algún minuto más,
con la esperanza de ver brillar entre las penumbras, el desconocido rostro de
mi madre... No nos quedaba mucho tiempo, pero igualmente le pregunté qué
recordaba de la invasión portuguesa y Tomasa lanzó una carcajada que me
sorprendió. Y poniendo los ojos en blanco y con la cabeza echada hacia atrás,
contestó alegremente que estaba vieja y que desde entonces había "pitado
mucho pango" y "bebido mucha chicha"... Y que recordar no le era
fácil, que el pasado le llegaba como si fueran relámpagos, pero que los paisanos
siempre comentaban las ambiciones de los portugos sobre la Banda Oriental, y
que cuando invadieron, lo hicieron armados de la mejor artillería gruesa y
morteros y con las mejores tropas. Entonces recordó que en Paysandú mataron a
Francisco Bicudo, a quien había conocido cuando organizaban al paisanaje en
Coquimbo, Cololó y Sarandí. Junto con Bicudo también le vino a la memoria el
nombre de la lancera María Aviará, la "China María", también muerta
por esos pagos y que había sido su entrañable amiga. Sonreía. Era como si por mencionarlos
los estuviera resucitando. Y aquellos nombres vinieron acompañados de otras
recordaciones, será porque como siempre ocurre con los viejos, tienen más
presente los tiempos remotos que los recientes. Y continuó diciendo que antes
de que iniciara la Redota, los portugueses ya habían cruzado el Yaguarón y
atacado y saqueado Villa de Melo, Soriano y Mercedes, entre muchos otros
pueblos. Pero que si algo tenía presente era lo que había costado el cruce del
Río Uruguay, hacia mediados de diciembre, por los rápidos, las caídas, los
fondos rocosos, las pequeñas cascadas y las piedras. Una bajante de las aguas
facilitó el cruce pero el calor eran
asfixiante y el lugar peligroso. Las familias fueron cruzadas a hombros o en
balsas, mientras que los hombres lo hacían a nado, prendidos a pelotas de cuero
o a las crines y las colas de los caballos. Como contrapartida recuerda que
comenzaron a llegar los auxilios de Buenos Aires que todos esperaban, pero que
varias veces debieron volver a cruzar el Uruguay, hasta que justamente el 6 de
enero, no lo olvidará nunca porque fue el día de su santo patrono, el Día de
San Baltasar, reciben la orden de retornar al Salto Chico. Y que poco después
instalan el campamento a orillas del arroyo Ayuí Grande. Por esos días Otorgués
recupera La Cruz. Nunca olvidó ese acontecimiento, porque era amiga de uno de
los maestros armeros que ahí vivían. De acuerdo a su relato, aquel era un
pueblo de indios, definido por la revolución y que enfrentaba al enemigo como
podía. Aunque carecían de las herramientas indispensables, dos de aquellos
naturales, habían logrado armar a toda la población con espadas, cosa que había
sido bien recibida por las autoridades del lugar, que los alentaron poniendo a
su disposición a un grupo de jóvenes
para que los adiestraran en el noble oficio. Y muy pronto fueron capaces de
fabricar piezas para cualquier otro tipo de arma, como por ejemplo llaves de
fusil, que inmediatamente fueron enviadas a Buenos Aires, para ser tenidas en
cuenta. Entonces se paró y entró a la pieza. Volvió con un viejo sable, que en
uno de sus filos tenía tallado su nombre. Y me dijo que era un regalo que había
conservado, como un trofeo, ya que la había acompañado en innumerables
batallas. "¿Cómo se hizo lancera...?" -me atreví a preguntar. Y me
contó que al principio había estado dedicada a consolar a los más necesitados,
pero que los portugueses permanentemente hostigaban la retaguardia y que un día
por cuidar a unos ancianos, había quedado relegada del resto de la columna. Una
patrulla enemiga lo notó y se lanzó sobre el grupo. Tomasa los vio venir y el
primer impulso fue intentar que sus acompañantes apuraran el paso. Pero ya era
tarde. Entonces vio la lanza. Ese era el único camino. Y con ella enfrentó a
los integrantes de la patrulla, hasta que huyeron. En ese momento decidió que
de ahí en más su lugar era combatiendo al enemigo. Ya no sería una simple
curandera. Ni bien llegó adonde marchaba el grueso de la columna, se reunió con
los suyos y se puso a su disposición... Nada le respondí, pero no pude dejar de
pensar en cómo había vengado a Camila durante el sitio de Montevideo y que
indudablemente la decisión que había adoptado estaba en su destino. La miré y
le comenté que la emigración, que duró aproximadamente un año, si tenía en cuenta
que es recién en la primavera de 1812 que los orientales retornan a la Banda
Oriental, puede ser considerada una de las más grandes hazañas de la historia
americana. Tomé las manos de Tomasa y mirándola a los ojos, le manifesté que
seguramente estaría orgullosa de haber participado de ella. Y que yo lo estaba
de haberla conocido. La negra anciana no se mostró conmovida. Caía la noche y
miraba a las luciérnagas que emergían por atrás del establo. Entonces me
confesó que durante la marcha había conocido al Negro Tomás, su compañero de
vida, que la había acompañado hasta que hacía poco tiempo había partido para
siempre... Suspiró largamente. Cerró sus ojos y quedó dormida. Yo la arropé, le
di un beso en la frente y caminé hasta la ruta, para retornar a Asunción. Las
luciérnagas me rodeaban y sentía, por primera vez en mucho tiempo, mi espíritu
invadido de una inmensa paz.
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