(Una historia de amor, pasión y muerte, nacida en tiempos de la Patria Vieja)
EL GRITO III: CARMELA Y JOSÉ
CARMELA
José, m´hijo querido, últimamente lo veo
inquieto, embroyado… Ayéguese, mocito, creo saber lo que le tá pasando. Acaba
de cumplir diez años y es hora de que parlamentemos, por eso le pedí que me
acompañe hoy domingo hasta el cementerio, adonde mi Cecilio y los padres de
usté tán enterrados. Nunca le oculté sus verdaderos orígenes, pero lo he criado
como a un hijo más, como me lo pidió Camila, cuando apenas de nacido lo entregó
en mis brazos. Como puede comprobar, los tres sepulcros, el de su madre, el de
Jacinto, su padre, y el de mi querido Cecilio, son vecinos. Juntitos estuvieron
en vida y por eso jué mi deseo que juntos estén en la eternidad. ¡Si me parece
que los siento, que en este momento nos abrazan…! He intentado que las malezas
no los tapen… Cuide usté que cuando
acabe mi tiempo, me pueda reunir con eyos… Solo eso le pido. Como ya le conté,
Camila murió acá en Capiya Nueva, en la casa adonde vivimos. Su cuerpo no agüentó los húmedos calabozos de
Montevideo, adonde la introdujeron las partidas peninsulares y adonde debió
afrontar las tropelías que le impusieron por su condición de patriota oriental.
Jué detenida mientras cruzaba las asperezas de Mahoma; la Negra Tomasa, que la
había criado desde muy chica, jué testigo del atropeyo. Enseguida se ayegó
hasta donde tábamos pa´ anoticiarnos y salir también eya a Montevideo. Cuando
la quisimos detener nos gritó que sus urgencias habían yegado hasta último
término, que iba a estar cerca de eya y que sobre los muros de Montevideo taban
los laureles que prontamente habrían de coronar la frente de todos. Era tal su
determinación que no insistimos. Al cabo de un par de meses, hacia fines de
mayo de 1811, Camila jué expelida de aqueya ciudad, en globo, con un grupo de
curas y unas familias, y recogida juera del portón por una partida de paisanos,
entre los que taba Tomasa. Jacinto y eya la trujeron a Mercedes gracias a la
humanidá del General Artigas. Jué en su homenaje que a usté lo bautizaron José.
Camila taba muy débil y todos teníamos el desvelo de que pudiese abortar, porque
taba en los meses mayores. Murió a poco de parir, en nuestra casa de Dacá.
M´hijo querido, le debía esta historia, pa´ que aurita que empieza a hacerse
mocito ricuerde adonde tan sus raíces y puedan florecer en su alma los más
virtuosos sentimientos. Porque si algo debe quedarle claro, es que sus padres
regaron la tierra con su sangre, por cumplir con su deber. No olvide eso nunca.
¿No dice nada? Mire a su madre Carmela que tanto lo quiere y no sea zonzo, no
se ataje con su silencio, que no le voy a pedir nada que no pueda dar… Pese a
ser tan joven no escapa a usté que la invasión de los portugos, que lo dominan
todo, nos ha puesto en el precipicio de la temeridad y la locura. El veneno que
lanzan contra la memoria de nuestros patriotas no es un rebozo y no podemos
sino escandalizarnos de tanta insidia, por eso quiero que usté esté penetrado
de todo lo ocurrido con su familia de origen, pa´ que pueda sostener con honor
la defensa de eya y la de todos los que se batieron por la dulce causa. Por eya
jué vertida mucha sangre, a la que, no lo olvide cuando se haga mozo, deberá
honrar, siempre, siempre… No permita que envenenen su ricuerdo y aunque debemos
precavernos mucho en estos tiempos por nuestra seguridá, no deje de
escandalizarse de la insolencia con la quieren ocultar las fatigas del pasado.
¡Que en respuesta el odio y la execración marquen sus pasos…! No juimos
bandidos, ni vagos, ni exaltados, como aurita repiten, simplemente juimos gente
que un día despertó para sacudir el yugo pesado de una esclavitud vergonzosa.
No había otra alternativa. Al igual que hoy, el negocio taba quieto, los frutos
estancados, el vecindario era delatado y solamente se nos ofrecía confinaciones
horrorosas y húmedos calabozos, como los que encerraron a Camila. Jué en estos pagos,
querido mío, que comenzó el levantamiento de toda la campaña oriental, ayasito,
por el Monte de Asencio. Cansado de humiyaciones, un grupo de vecinos decretó
la libertad… Entre eyos taban Cecilio y Jacinto… Cuando Camila murió Jacinto
quedó en Capiya Nueva, aun cuando la mayoría de las familias acompañó al
General en la Redota. Quería estar cerca para protegernos, pero como era
conocida su adicción a la justa causa, debió esconderse. Era famoso en todos
los partidos, por haber andado de chasquero y bombero de los insurgentes, como
en opinión general, había pocos o ninguno más ardiente y temible. Por
ocurrencias políticas los habitantes quedamos en un compromiso muy amargo por
la parte activa que tomamos por la libertad y resultamos expuestos a la saña de
portugos y godos, tanto que a cualquier parte que deteníamos la vista, se
divisaba sino la imagen de la persecución… El enemigo tuvo la viyandá de entrar
robando y matando la campaña toda, Mercedes, Soriano, Gualeguay, Arroyo de la
China, Viya de Belén, jueron teatro de sus iniquidades… Y Jacinto se sumó a un
grupo de paisanos que por todos los medios intentó inutilizar los intentos del
enemigo… Cuando podía escapaba hasta nuestro rancho pa´ verlo crecer a usté y
matear con la Gringa y conmigo. Taba dispuesto a todo, a defender el suelo
hasta morir… Una vez nos dijo, enojado, cuando le comentamos de las tropelías contra los vecinos, que basta de
pantomimas, que no había otro árbitro que el de las balas, que mejor que
ardiera Troya. En otra de sus visitas nos cantó, lo ricuerdo como si juera
hoy.., déjeme vichar los versos que le he tráido: “El que juera sarraceno/ si
en esta América habita/ puede vivir con cuidado/ si la patria resucita…” Era un
maestro en el canto yano, en el manejo de los instrumentos y versado en la
solfa… Lo dejábamos solo con usté y su copla era más dulce que nunca… Pero las
visitas lo perdieron. Una noche yegaron hasta las casas unos hombres armados,
mientras taba con nosotros. Alguien lo había delatado. Le gritaron… ¡Gayardo,
hijo de una gran puta, salí juera que hoy te van a comer los caranchos! Pelió
con fiereza, pero cayó herido. Antes de morir nos dijo a la Gringa y a mí, algo
que quiero que yeve en su pecho como un trono: nuestros hijos en los
transportes de alegría dirán que la libertad que gozan es un legado del valor
de sus padres y que nuestro brazo potente jué el que derribó la tiranía. Quería
parlamentar esto con usté, mocito, para que no se pierda, pero también le
traigo de ricuerdo, de su padre, para que las conserve, estas chupas de paño,
con forro de caseriyo, esta camisa de lienzo, este armador de cera fina y estas
bordonas de su guitarra, con las que deleitaba las fiestas. Y de su madre este
peinetón, este abanico, estos zarciyos, este alfiletero y este Diario que yevaba,
adonde anotó los alborotos que corrió en estos pagos, durante su jubilosa
infancia y sus aventuras de moza. Esto es todo lo que le quiero decir… Y vamos
aurita con Teresa y Felipe que han de tar conjundidos por nuestra larga
ausencia y que no dejan de ser sus hermanos por la historia que le he contado.
Todo lo contrario.
CARTA
DE JOSÉ GALLARDO
BUENOS
AIRES, 30 DE AGOSTO DE 1851
Querida madre Carmela. Aprovecho que viaja
a Mercedes un conocido de ambos, para notificarle que esta noche salgo para
Paraguay. Tengo la esperanza de encontrar en ese país a personas que hayan
participado activamente de la gesta oriental, para entrevistarlos .Tal vez
acierte con algún documento de ese período, pero además, puede que tenga la
fortuna de encontrar a alguien que haya conocido a mis padres… Siento que es algo que me debo… Dicen que
cuando una persona cumple 40 años, entra en una etapa de balance… Y puede que
sea eso lo que me está pasando, sobre todo en este momento, en que me veo en la
necesidad de aclarar mis sentimientos. Es la única forma de poder seguir
adelante, tanto en lo referente a mi vida social, como en lo que tiene que ver
con lo más íntimo y personal. Me consta que Ud. está al tanto de que mi
relacionamiento con quienes me rodean, y mi propia vida familiar están en
crisis y me pregunto cada día si mis opciones fueron las correctas. Muchas
veces dudo acerca de si cuando hace años viajé a la Argentina para estudiar y
formarme un porvenir, en cierta forma no estaba huyendo de un Uruguay al que veía
cada día más extraño, más de espaldas a los sueños de los hombres y mujeres
que, como mis padres, lo dieron todo por un futuro diferente. Pero, por sobre
todo, me pregunto si la mía no fue una actitud cobarde, si quedándome no
hubiera podido contribuir, en alguna medida, a que no acabáramos como acabó
nuestra patria, lacerada por confrontaciones sin sentido. Mucho me ha dado la
Argentina, no me puedo quejar, aquí pude
realizar una carrera liberal, formar una familia. Antonia y Jacinta, mis dos
hijas, son los puntales que me sostienen…
Mi esposa, Isabel y su hermano Vicente, quien fue compañero mío de
Universidad y me la presentó, como Ud. sabe, provienen de una acaudalada
familia, que no vaciló en apoyarse en el poder de turno, para enriquecerse y
expandir sus negocios. Cuando lo conocí, Vicente era un joven y decidido
militar, con estudios de ingeniería, hoy continúa con la tradición familiar y
acumula riquezas. No me puedo quejar, me acogieron como a uno más, pero Ud. no
desconoce, porque siempre le confié mis dudas, que desde un principio entreví
que ellos y yo partíamos de visiones políticas –y no solamente políticas-
completamente antagónicas. Por eso, sin ocultar mi condición de republicano,
durante años me mantuve al margen de cualquier conflicto, salvo ante
situaciones puntuales durante las cuales callar me pareció inaceptable. ¿Cómo
no reaccionar cuando en mi tierra natal era aprobada una Constitución que
barría de un plumazo las tradiciones federales, o cuando veo que hoy en día los
orientales venimos siendo manejados por potencias extranjeras? Las diferencias
con mi esposa comenzaron a surgir hace años y se fueron profundizando con cada
viaje que realizamos a Mercedes, pero no es para que se sienta culpable. Es que
Isabel comprobó que sus orígenes eran
bien diferentes a los míos. Que otras eran mis pasiones, que otras eran mis
raíces. Y el choque para ella fue grande. De cada uno de esos viajes, retorné
cada vez más definido en cuanto a mis pensamientos y eso no cayó bien. Sin
buscarlo, me fui creando una aureola de persona desavenida, inadaptada, lo que
me marginó del núcleo social al que ellos pertenecen y me impulsó a nuevas
amistades, más afines a mis reafirmadas ideas. De mi última visita a Ud. y a
mis hermanos volví espantado, ya que pude constatar el grado de deterioro en
que se encuentra el Uruguay: me di cuenta que la campaña es un inmenso
desierto, que la población ha sido dispersada, diezmada. Seguramente no me
lo quiso contar en sus cartas para no
preocuparme, pero no me pasó desapercibido que no hay un solo animal en muchas
leguas y que son más las tunas y las taperas que las poblaciones habitadas. Es
más, durante mi pasaje por Soriano, con asombro noté que para comer carne, las
autoridades deben traerla de Entre Ríos. Por todo esto la quise convencer,
querida Madre Carmela, a Ud. y a mis dos hermanos y sus respectivas familias,
que vinieran conmigo a Buenos Aires, bajo mi resguardo. Demasiado los quiero
para verlos sufrir. Entiendo que no hayan aceptado. Ahí está su hogar, ese es
su terruño. Pero lo que me dolió fue el escaso apoyo que obtuve de mi esposa
para que ustedes vinieran, aún cuando su familia cuenta con sobrados recursos,
como para ayudarlos. Y desde entonces para mí todo ha sido diferente. Durante
mi última visita los vi bien a todos, a pesar de las fatalidades. Ud. siempre
con la misma firmeza. Con la convicción
con la que nos crió a Teresa, a Felipe y a mí, durante nuestra infancia. A
ellos también los vi bien, no me animé a confesárselos…, pero transmítales mi
agradecimiento, por haberla cuidado como sé que lo han hecho y también por
todos los sobrinos que me han dado. Y dígales también que nuestros paseos por
esos campos forman parte de mis mejores recuerdos, de esos a los que uno se
agarra en momentos como éstos. También a ellos los llevo junto a lo más
importante. Hasta mi último suspiro tendré presente nuestros juegos, nuestras
risas, nuestras peleas, nuestras ansiedades frente a lo nuevo. ¿Cómo olvidar
sus rezongos Madre, cuando no nos portábamos como debíamos? En esos pagos
crecí… Por eso nunca podré olvidar al viento que abraza las costas del Río
Negro, a sus finas y doradas arenas, hoy tan desiertas, a las arboledas de
Asencio, a las piedras de Asperón de la Capilla y hasta al horrible escudo que
la adorna en la entrada de la Sacristía. Recuerdo que nos burlábamos cada vez
que lo veíamos. ¿Cómo olvidar los colores y los olores de las Mimosas, de los
Ñapindá o los frutos de los árboles de Chañal, o a las enormes y ahora
solitarias praderas? Muchas veces me pregunto a partir de qué momento se
torcieron los sueños que amasaron mis padres y sus compañeros, para que todo
terminara de esta forma. ¿Qué diría Antonio Berdún, si viera a su Provincia
Oriental, ocupada, colonizada por Brasil, en gran parte de la frontera? ¿Lo
recuerda? ¿Cuando yo tenía veintisiete años, durante uno de mis viajes a
Montevideo, Berdún me mandó a llamar
para decirme que había conocido a mis padres. Estaba en el Hospital de Caridad.
Internado. Eran sus últimos días. No podía dejar de escucharlo. Quedé prendado
de sus relatos. Me contó con lujo de detalles cómo había sido la Batalla de las
Piedras, el Primer sitio de Montevideo y la invasión portuguesa. Y de cuando
cayó prisionero en Catalán y fue trasladado a los calabozos de Río de Janeiro.
¿Qué diría Andrés Medina…? Y tantos otros que conocimos… Acá en Buenos Aires no
quieren ni sus recuerdos y cuando he comentado de sus sacrificios me han
respondido que los que acompañaron a Artigas no eran otra cosa que caudillos y
terroristas, de una ferocidad brutal. Dígame, Madre, sinceramente, ¿valió la
pena la muerte de mis padres, y de todos los que cayeron, para que las
potencias extranjeras, los grandes estancieros y los comerciantes usureros,
acaben aprovechando tanto sacrificio, y se adueñen de la patria para ponerla a
su servicio? Ya sé lo que me va a decir, perdóneme las flaquezas… Por todo esto
es que quiero viajar al Paraguay, adonde está otra parte de mi historia, adonde
murió el General, para conocer más de los tiempos durante los cuales transcurrió
mi infancia, como forma de encontrar el camino que desde hace tanto tiempo ando
buscando. La extraño. Cuídese. Y guárdeme para cuando vaya a visitarla un
porroncito con ese rico licorcito con el que siempre me recibe.
Siempre
suyo
JOSÉ
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