lunes

FRANCISCO "PACO" ESPÍNOLA - DON JUAN, EL ZORRO (39)


Capítulo V

Muerte y velorio del Peludo (1)

Cuando la Mulita se acercó a la cama, el viejo Peludo estaba boqueando. Salió a los gritos en busca de la curandera que, en cuanto miró al enfermo, ya se puso a menear la cabeza.

-M’hijita -dijo la Lechuza- tené paciencia. Esto no tiene vuelta. Caso perdido. Por lo que colijo, los golpazos del potro se han complicado con mal de ojo…

Tocó la frente al Peludo y volvió a decir bajo la aterrada mirada de la Mulita:

-Sí, es complicación… y de la brava. Hasta ha perdido el habla. Se muere.

En un rincón, la Mulita se puso a llorar a lágrima viva. La Lechuza le hizo beber un poco de agua de ruda y, cuando vio que el Peludo había estirado la pata, salió. Al poco rato cayeron con ella, sombreros en mano, el Ñacurutú y dos Aperiases.

-¡Está igualito! -exclamó por decir algo el Ñacurutú, mirando al difunto.

-¡A la verdá! -agregaron los Aperiases, que eran hermanos.

-¿Vamos a pitar de este tabaco que hay en este cartucho? -propuso el Ñacurutú con tristísimo acento. Y dirigiéndose a la pobre Mulita que seguía llorando: -¿Usté no pita, noverdá? -preguntó.

-No, señor.

-¿No ven? De todas maneras… pa que se pierda como yo digo… El papel debe andar por aquí… o por aquí…

-Deje, yo tengo -intervino uno de los hermanos, el menor, buscando en un bolsillo del raído cinto que sujetaba su chiripá de merino.

-No le hace. Si lo encontramos, mejor. De todas maneras… ¿No le dije? Aquí está. ¡Y hasta chala!

-Haceme uno para mí -solicitó la Lechuza.

Empezaron a fumar todos. Y mientras la Mulita, más sola que nunca entre tales acompañantes, seguía llorando, ellos revolvían la casa.

-¡Mirá qué daga! ¡Igualita a la que se me quebró! ¿Te acordás, eh? -se dirigió el Ñacurutú a su sobrina, pensando infructuosamente en toditas las dagas que había tenido, por ver si topaba en su memoria con alguna parecida y justificarse ante sí mismo.

-¡Talmente! -asintió la Lechuza  sin levantar los ojos del cigarro, empeñada en liarlo mejor.

-¡Pucha, mire que yo tenía locura con aquella daga! ¡Si me la regalara…! Esté… ¿no me la regala? De todas maneras… ¿eh? Como yo digo…

-Sí, lleveselá, lleveselá.

-¿Y este cinto también?

-¡Síii! ¡Síii!

Los dos hermanos no eran tan cumplidos. Estaban parando rodeo de prendas arriba de un poncho.

La Lechuza había ido a la cocina a aprontar un mate. Ahora cerrando un ojo por el humo del pucho, lo cebaba.

-¡Yerbita flor! Como el finao era pulpero la traía antes de misturarla.

-¡Riquísima! -aseguró el Ñacurutú, a pesar de que todavía no la había probado. -Esta barriquita que hay en la cocina la podemos llevar, ¿eh? ¿Qué le parece, m’hijita? ¿Usté es matera?

-No, señor -respondió la Mulita pues, aunque le gustaba con pasión el mate, lo que quería era que se fueran todos, todos.

-¡Claro! La gente delicada no toma. Nosotros los antiguos sí porque… somos una manga de brutos, como yo digo. El mate y la bombilla, entonces, también los podemos llevar. De todas maneras, pa que se pierdan… Y ahí arriba de la rinconera, entre los tarritos, me parece que vi… Y yo qué quieren -siguió, dirigiéndose a los atareados hermanos, a quienes no sacaba la vista de encima- yo siempre he creído que no se deben tener cosas de los difuntos; porque uno se acuerda y, claro, es una fija que… ¡Esto es pa mí! -interrumpió colérico, pero en voz muy baja, al ver que uno de los hermanos iba a guardarse una esterlina que halló muy cándidamente oculta debajo de un chifle de guampa.

En seguida, con voz más baja, todavía, corrigió:

-Lleven lo que quieran menos plata, porque eso es para ella, la pobre. Ustedes ven, muchachos, que eso tiene que ser así.

El Peludo, con los ojos apretados por la muerte, parecía que lo estaba haciendo adrede para no ver aquellas cosas.

-Bueno, che -dijo a su tío, en una, la Lechuza -dejensén de eso ahora y saquen el cuerpo; que va a empezar a despedir mucho.

-¡Vamos? -propuso el Ñacurutú.

-Meta -respondieron los otros.

-Una, dos y… ¡tres! ¡Arriba!

Salieron con él entre la tarde que también se iba, y lo bajaron a la orilla de una barranca.

-¡Qué pesado! -musitó para sí, secándose el sudor, uno de los Aperiases.

-Y… con la muerte -comentó su hermano.

En silencio el Ñacurutú volvió a hacer otro cigarro. Echó unas humadas, retrocedió para tomar impulso y, corriendo, dio un empujón al difunto, que cayó en medio de la corriente.

Se quedaron mirando el agua.

El Peludo se hundió, primeramente; asomó un poquito su lomo, se volvió a hundir más lejos y, así, subiendo y bajando y dando vueltas, se fue perdiendo de vista.

-Lo que es el mundo! -susurró el menor de los hermanos mirando el agua que seguía corriendo.

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