Capítulo V
Muerte y velorio del Peludo (1)
Cuando la Mulita se
acercó a la cama, el viejo Peludo estaba boqueando. Salió a los gritos en busca
de la curandera que, en cuanto miró al enfermo, ya se puso a menear la cabeza.
-M’hijita -dijo la
Lechuza- tené paciencia. Esto no tiene vuelta. Caso perdido. Por lo que colijo,
los golpazos del potro se han complicado con mal de ojo…
Tocó la frente al Peludo
y volvió a decir bajo la aterrada mirada de la Mulita:
-Sí, es complicación… y
de la brava. Hasta ha perdido el habla. Se muere.
En un rincón, la Mulita
se puso a llorar a lágrima viva. La Lechuza le hizo beber un poco de agua de
ruda y, cuando vio que el Peludo había estirado la pata, salió. Al poco rato
cayeron con ella, sombreros en mano, el Ñacurutú y dos Aperiases.
-¡Está igualito! -exclamó
por decir algo el Ñacurutú, mirando al difunto.
-¡A la verdá! -agregaron
los Aperiases, que eran hermanos.
-¿Vamos a pitar de este
tabaco que hay en este cartucho? -propuso el Ñacurutú con tristísimo acento. Y
dirigiéndose a la pobre Mulita que seguía llorando: -¿Usté no pita, noverdá?
-preguntó.
-No, señor.
-¿No ven? De todas
maneras… pa que se pierda como yo digo… El papel debe andar por aquí… o por
aquí…
-Deje, yo tengo
-intervino uno de los hermanos, el menor, buscando en un bolsillo del raído
cinto que sujetaba su chiripá de merino.
-No le hace. Si lo
encontramos, mejor. De todas maneras… ¿No le dije? Aquí está. ¡Y hasta chala!
-Haceme uno para mí
-solicitó la Lechuza.
Empezaron a fumar todos.
Y mientras la Mulita, más sola que nunca entre tales acompañantes, seguía
llorando, ellos revolvían la casa.
-¡Mirá qué daga!
¡Igualita a la que se me quebró! ¿Te acordás, eh? -se dirigió el Ñacurutú a su
sobrina, pensando infructuosamente en toditas las dagas que había tenido, por
ver si topaba en su memoria con alguna parecida y justificarse ante sí mismo.
-¡Talmente! -asintió la
Lechuza sin levantar los ojos del cigarro,
empeñada en liarlo mejor.
-¡Pucha, mire que yo
tenía locura con aquella daga! ¡Si me la regalara…! Esté… ¿no me la regala? De
todas maneras… ¿eh? Como yo digo…
-Sí, lleveselá,
lleveselá.
-¿Y este cinto también?
-¡Síii! ¡Síii!
Los dos hermanos no eran
tan cumplidos. Estaban parando rodeo de prendas arriba de un poncho.
La Lechuza había ido a la
cocina a aprontar un mate. Ahora cerrando un ojo por el humo del pucho, lo
cebaba.
-¡Yerbita flor! Como el
finao era pulpero la traía antes de misturarla.
-¡Riquísima! -aseguró el
Ñacurutú, a pesar de que todavía no la había probado. -Esta barriquita que hay
en la cocina la podemos llevar, ¿eh? ¿Qué le parece, m’hijita? ¿Usté es matera?
-No, señor -respondió la
Mulita pues, aunque le gustaba con pasión el mate, lo que quería era que se
fueran todos, todos.
-¡Claro! La gente
delicada no toma. Nosotros los antiguos sí porque… somos una manga de brutos,
como yo digo. El mate y la bombilla, entonces, también los podemos llevar. De
todas maneras, pa que se pierdan… Y ahí arriba de la rinconera, entre los
tarritos, me parece que vi… Y yo qué quieren -siguió, dirigiéndose a los
atareados hermanos, a quienes no sacaba la vista de encima- yo siempre he
creído que no se deben tener cosas de los difuntos; porque uno se acuerda y,
claro, es una fija que… ¡Esto es pa mí! -interrumpió colérico, pero en voz muy
baja, al ver que uno de los hermanos iba a guardarse una esterlina que halló
muy cándidamente oculta debajo de un chifle de guampa.
En seguida, con voz más
baja, todavía, corrigió:
-Lleven lo que quieran
menos plata, porque eso es para ella, la pobre. Ustedes ven, muchachos, que eso
tiene que ser así.
El Peludo, con los ojos
apretados por la muerte, parecía que lo estaba haciendo adrede para no ver aquellas
cosas.
-Bueno, che -dijo a su
tío, en una, la Lechuza -dejensén de eso ahora y saquen el cuerpo; que va a
empezar a despedir mucho.
-¡Vamos? -propuso el
Ñacurutú.
-Meta -respondieron los
otros.
-Una, dos y… ¡tres!
¡Arriba!
Salieron con él entre la
tarde que también se iba, y lo bajaron a la orilla de una barranca.
-¡Qué pesado! -musitó
para sí, secándose el sudor, uno de los Aperiases.
-Y… con la muerte
-comentó su hermano.
En silencio el Ñacurutú
volvió a hacer otro cigarro. Echó unas humadas, retrocedió para tomar impulso
y, corriendo, dio un empujón al difunto, que cayó en medio de la corriente.
Se quedaron mirando el
agua.
El Peludo se hundió,
primeramente; asomó un poquito su lomo, se volvió a hundir más lejos y, así,
subiendo y bajando y dando vueltas, se fue perdiendo de vista.
-Lo que es el mundo!
-susurró el menor de los hermanos mirando el agua que seguía corriendo.
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