EL TEATRO MORTAL (15)
Intentaré concretar más
el problema con que se enfrenta el escritor. Las necesidades del teatro han
cambiado, aunque esta diferencia no obedece simplemente a la moda. No se trata
de que hace cincuenta años estuviera en boga un determinado tipo de teatro y
que ahora el autor que sabe tomar el “pulso del público” hable con nuevo
lenguaje. La diferencia radica en que durante largo tiempo los dramaturgos
tuvieron mucho éxito aplicando al teatro valores de otros campos. El hecho de
que un hombre supiera “escribir” -y por tal se entendía la habilidad de unir
palabras y frases de elegante manera- se consideraba como el comienzo de una
buena carrera en el teatro. Si un hombre era capaz de inventar un buen
argumento o sabía expresar lo que se describe como “conocimiento de la
naturaleza humana”, estas cualidades se tenían al menos como escalones que
llevaban a escribir buen teatro. Ahora las tibias virtudes de la buena
artesanía, de la construcción correcta, de los telones eficaces y del diálogo
crispado han vuelto a su sitio verdadero. Por otra parte, la influencia de la
televisión ha acostumbrado a toda clase de público a formar su juicio de manera
instantánea -en el mismo momento en que capta el plano de la pequeña pantalla-,
y, por consiguiente, el espectador sitúa escenas y caracteres sin ayuda, sin
necesidad de que un “buen artesano” tenga que explicarlo. El constante descrédito
de las virtudes no teatrales comienza ahora a aclarar el camino a otras
virtudes, que están más estrechamente relacionadas con la forma teatral y que
son también más exigentes. Si partimos de la premisa de que un escenario es un
escenario -no el lugar adecuado para desarrollar una novela, una conferencia,
una historia o un poema escenificados-, la palabra dicha en ese escenario
existe, o deja de existir, sólo en relación con las tensiones que crea en dicho
escenario y dentro de las circunstancias determinadas de ese lugar. En otras
palabras, aunque el dramaturgo traslada a la obra su propia vida, que se nutre
de la vida circundante -un escenario vacío no es una torre de marfil-, la
elección que hace y los valores que observa sólo tienen fuerza en proporción a
lo que crean en el lenguaje teatral. Ejemplos de esto se dan siempre que un
autor, por razones morales o políticas, intenta que su obra sea portadora de
algún mensaje. Sea cual sea el valor de dicho mensaje, únicamente surtirá
efecto si marcha acorde con los valores propios de la escena. Un autor moderno
en engaña si cree que puede “emplear” como medio expresivo una forma
convencional. Eso era posible cuando las formas convencionales seguían teniendo
validez para su público. Hoy día ya no es así e incluso el autor que no se
preocupa por el teatro como tal, sino sólo por lo que intenta decir, se ve
obligado a comenzar por la raíz, es decir, a enfrentarse con el problema de la
propia naturaleza de la expresión dramática. No hay otra salida, a no ser que
pretenda emplear unos medios de segunda mano que ya no funcionan de manera
adecuada y que es muy improbable que le lleven adonde quiere ir. Aquí el
auténtico problema del autor encaja perfectamente con el problema del director.
Cuando oigo a algún
director decir volublemente que sirve al autor, que deja que la obra hable por
sí misma, desconfío de inmediato, ya que eso es una de las cosas más difíciles.
Si se deja hablar a una obra pueda que no emita sonido alguno. Si lo que se
desea es que la obra se oiga, hay que sacarle el sonido. Esta labor exige numerosos
y reflexionados esfuerzos, y el resultado puede ser de gran sencillez. Sin
embargo, intentar “ser sencillo” puede ser muy negativo, una fácil evasión de
los pasos necesarios que llevan a la respuesta sencilla.
Extraño papel el del
director: no pretende que se le considere como a un dios, y, sin embargo, una
instintiva conspiración de los actores hace de él un árbitro, ya que eso es lo
que se necesita. En cierto sentido, el director es siempre un impostor, un guía
nocturno que no conoce el territorio, y, no obstante, carece de elección, ha de
guiar y aprender el camino mientras lo recorre. A menudo esas notas características
del teatro mortal le esperan al acecho cuando no reconoce esta situación y
espera lo mejor, en lugar de hace frente a lo peor.
Dichas notas siempre nos
devuelven a la repetición: el director mortal emplea fórmulas, métodos, chistes
y efectos viejos, y lo mismo cabe decir de sus colaboradores, diseñadores y
compositores, si no parten cada vez de cero ante el vacío, el desierto y la
verdadera cuestión de por qué y para qué las ropas y la música. Un director
mortal no desafía a los reflejos condicionados que cada parte del montaje debe
contener.
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