martes

PETER BROOK - EL ESPACIO VACÍO (15)


EL TEATRO MORTAL (15)

Intentaré concretar más el problema con que se enfrenta el escritor. Las necesidades del teatro han cambiado, aunque esta diferencia no obedece simplemente a la moda. No se trata de que hace cincuenta años estuviera en boga un determinado tipo de teatro y que ahora el autor que sabe tomar el “pulso del público” hable con nuevo lenguaje. La diferencia radica en que durante largo tiempo los dramaturgos tuvieron mucho éxito aplicando al teatro valores de otros campos. El hecho de que un hombre supiera “escribir” -y por tal se entendía la habilidad de unir palabras y frases de elegante manera- se consideraba como el comienzo de una buena carrera en el teatro. Si un hombre era capaz de inventar un buen argumento o sabía expresar lo que se describe como “conocimiento de la naturaleza humana”, estas cualidades se tenían al menos como escalones que llevaban a escribir buen teatro. Ahora las tibias virtudes de la buena artesanía, de la construcción correcta, de los telones eficaces y del diálogo crispado han vuelto a su sitio verdadero. Por otra parte, la influencia de la televisión ha acostumbrado a toda clase de público a formar su juicio de manera instantánea -en el mismo momento en que capta el plano de la pequeña pantalla-, y, por consiguiente, el espectador sitúa escenas y caracteres sin ayuda, sin necesidad de que un “buen artesano” tenga que explicarlo. El constante descrédito de las virtudes no teatrales comienza ahora a aclarar el camino a otras virtudes, que están más estrechamente relacionadas con la forma teatral y que son también más exigentes. Si partimos de la premisa de que un escenario es un escenario -no el lugar adecuado para desarrollar una novela, una conferencia, una historia o un poema escenificados-, la palabra dicha en ese escenario existe, o deja de existir, sólo en relación con las tensiones que crea en dicho escenario y dentro de las circunstancias determinadas de ese lugar. En otras palabras, aunque el dramaturgo traslada a la obra su propia vida, que se nutre de la vida circundante -un escenario vacío no es una torre de marfil-, la elección que hace y los valores que observa sólo tienen fuerza en proporción a lo que crean en el lenguaje teatral. Ejemplos de esto se dan siempre que un autor, por razones morales o políticas, intenta que su obra sea portadora de algún mensaje. Sea cual sea el valor de dicho mensaje, únicamente surtirá efecto si marcha acorde con los valores propios de la escena. Un autor moderno en engaña si cree que puede “emplear” como medio expresivo una forma convencional. Eso era posible cuando las formas convencionales seguían teniendo validez para su público. Hoy día ya no es así e incluso el autor que no se preocupa por el teatro como tal, sino sólo por lo que intenta decir, se ve obligado a comenzar por la raíz, es decir, a enfrentarse con el problema de la propia naturaleza de la expresión dramática. No hay otra salida, a no ser que pretenda emplear unos medios de segunda mano que ya no funcionan de manera adecuada y que es muy improbable que le lleven adonde quiere ir. Aquí el auténtico problema del autor encaja perfectamente con el problema del director.

Cuando oigo a algún director decir volublemente que sirve al autor, que deja que la obra hable por sí misma, desconfío de inmediato, ya que eso es una de las cosas más difíciles. Si se deja hablar a una obra pueda que no emita sonido alguno. Si lo que se desea es que la obra se oiga, hay que sacarle el sonido. Esta labor exige numerosos y reflexionados esfuerzos, y el resultado puede ser de gran sencillez. Sin embargo, intentar “ser sencillo” puede ser muy negativo, una fácil evasión de los pasos necesarios que llevan a la respuesta sencilla.

Extraño papel el del director: no pretende que se le considere como a un dios, y, sin embargo, una instintiva conspiración de los actores hace de él un árbitro, ya que eso es lo que se necesita. En cierto sentido, el director es siempre un impostor, un guía nocturno que no conoce el territorio, y, no obstante, carece de elección, ha de guiar y aprender el camino mientras lo recorre. A menudo esas notas características del teatro mortal le esperan al acecho cuando no reconoce esta situación y espera lo mejor, en lugar de hace frente a lo peor.

Dichas notas siempre nos devuelven a la repetición: el director mortal emplea fórmulas, métodos, chistes y efectos viejos, y lo mismo cabe decir de sus colaboradores, diseñadores y compositores, si no parten cada vez de cero ante el vacío, el desierto y la verdadera cuestión de por qué y para qué las ropas y la música. Un director mortal no desafía a los reflejos condicionados que cada parte del montaje debe contener.

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