EL TEATRO MORTAL (14)
En teoría pocos hombres
hay tan libres como el dramaturgo, quien puede llevar el mundo entero al escenario.
Pero de hecho es un ser extrañamente tímido. Observa la vida y, al igual que
todos nosotros, sólo ve un minúsculo fragmento, un aspecto que capta su
imaginación. Por desgracia, raramente intenta relacionar este detalle con una
estructura más amplia, como si aceptara sin discusión que su intuición es
completa y su realidad toda la realidad, como si su creencia en su propia
subjetividad como instrumento y fuerza le excluyera de toda dialéctica entre lo
que ve y lo que capta. Existe, pues, el autor que explora su experiencia
interior en profundidad o el que se aparta de esa zona para estudiar el mundo
exterior, cada uno de ellos convencido de que su mundo es completo. Si no
hubiera existido Shakespeare cabría afirmar que la combinación de los dos era
imposible. Sin embargo, el teatro isabelino existió y su ejemplo cuelga
constantemente sobre nuestras cabezas. Hace cuatrocientos años le fue posible a
un dramaturgo presentar en abierto conflicto los acontecimientos del mundo
exterior, los procesos internos de hombres aislados como individuos, la
amplitud de sus temores y aspiraciones. El drama era exposición, confrontación,
contradicción que llevaba al análisis, al compromiso, al reconocimiento y,
finalmente, al despertar del entendimiento. Shakespeare no era una cima sin
base que flotara de manera mágica sobre una nube, sino que se sustentaba en
docenas de dramaturgos menores, naturalmente con menos talento, pero que
compartían la ambición de lucha contra lo que Hamlet llama las formas y
presiones de la época. Claro está que un teatro neoisabelino basado en el verso
y en la pompa sería una monstruosidad. Esto nos lleva a considerar el problema
más de cerca con el fin de saber cuáles son exactamente las cualidades
especiales de Shakespeare. Surge enseguida un simple hecho. Shakespeare
empleaba la misma unidad de tiempo que hoy día: unas horas. Dicho material lo
presenta simultáneamente en una infinita variedad de niveles, se adentro muy
hondo y sube muy alto: los recursos técnicos, el empleo de la prosa y del
verso, los numerosos cambios de escenas, excitantes, divertidos, turbadores,
fueron los medios de que se valió el autor para satisfacer sus necesidades. El
autor tenía un objetivo preciso, humano y social que era el motivo de su
búsqueda temática, el motivo de la investigación de sus medios de expresión, el
motivo para escribir teatro. El autor moderno sigue maniatado en las prisiones
de la anécdota, consistencia y estilo, condicionado por las reliquias de los
valores Victorianos que le hacen creer que ambición y pretensión son sucias
palabras. Sin embargo, ¡cuánto las necesita! Ojalá fuera ambicioso, ojalá
pusiera una pica en Flandes. No lo conseguirá mientras sea un avestruz, un
aislado avestruz. Antes de levantar la cabeza ha de enfrentarse también a la
misma crisis, ha de descubrir también lo que a su entender debe ser el teatro.
Claro está que un autor
sólo puede trabajar con lo que tiene, sin poder saltar de su propia
sensibilidad. Ha de ser él mismo, ha de escribir sobre lo que ve, piensa y
siente. Pero tiene la posibilidad de corregir el instrumento su disposición.
Cuanto más claramente reconozca los eslabones perdidos en sus relaciones,
cuanto con mayor exactitud comprenda que nunca es bastante profundo en
bastantes aspectos de la vida, ni bastante profundo en bastantes aspectos del
teatro, y que su necesario aislamiento es también su prisión, más fácil le será
encontrar maneras de unir cabos sueltos de información y experiencia que hasta
el presente los tiene desunidos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario