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PETER BROOK - EL ESPACIO VACÍO (13)


EL TEATRO MORTAL (13)


Es tremendamente difícil escribir una obra de teatro. La propia escena del drama exige al dramaturgo que se adentro en personajes opuestos. No es un juez, es un creador; incluso si su primer intento dramático comprende sólo dos personajes, ha de vivir plenamente con ellos, cualquiera que sea su estilo. Esta entrega total de uno a otro personaje -principio en que se basan todas las obras de Shakespeare y de Chejov- es una tarea sobrehumana. Requiere un talento singular que quizá no se corresponde con nuestra época. Si a menudo la obra del dramaturgo principiante parece tenue, quizá se deba a que el campo de su experiencia humana no es aun amplio; por otra parte, no hay nada más sospechoso que el escritor maduro que se sienta a inventar caracteres y nos cuenta todos los secretos de estos. El rechazo de los franceses a la forma clásica de la novela fue una reacción contra la omnisciencia del autor. Si se pregunta a Marguerite Duras qué siente su personaje contestará que no lo sabe; si se le pregunta a Robbe-Grillet el motivo de un cierto acto de alguno de sus personajes dirá: “Lo único que sé seguro es que abrió la ventana con la mano derecha”. Pero esta forma de pensar no ha llegado al teatro francés, donde el autor sigue haciendo en el primer ensayo su exhibición personal, leyendo en voz alta e interpretando todas las partes. Esta es la más exagerada forma de una tradición que resulta difícil hacer desaparecer en el mundo entero. El autor se ha visto obligado a convertir su especialidad en una virtud, a hacer de lo literario una muleta para su vanidad, que, en su fuero interno, sabe que no está justificada por su trabajo. Tal vez la soledad es parte importante para la labor creadora del autor. Es posible que sólo con la puerta cerrada, en comunicación consigo mismo, pueda dar forma a imágenes y conflictos interiores que le sería imposible expresar en público. No sabemos cómo trabajaban Esquilo o Shakespeare. Lo único que sabemos es que gradualmente la relación entre el hombre que en su casa se sienta a expresarlo todo en el papel y el mundo de la escena y de los actores cada vez es más tenue, más insatisfactoria. Los mejores dramaturgos ingleses salen del propio teatro: Wesker, Arden, Osborne, Pinter, para citar claros ejemplos, son tanto directores y actores como dramaturgos e incluso a veces han sido empresarios.

Trátese de hombres de letras o actores, lo cierto es que a muy pocos autores se les puede aplicar el calificativo de inspirados. Si el dramaturgo fuera amo y no víctima cabría decir que habría traicionado al teatro. Como es lo segundo, debemos decir que traiciona por omisión; los autores no hacen frente al desafío de su época. Naturalmente, aquí y allá, hay excepciones, brillantes, asombrosas. Pero vuelvo a comparar la cantidad de nuevo material que entra en las películas con la producción mundial de textos dramáticos. En las nuevas piezas que se proponen imitar la realidad se acentúa más lo imitativo que lo real; en las que exploran caracteres, rara vez se pasa de personajes tópicos; si lo que ofrecen es argumento lo llevan a extremos atractivos; incluso si lo que desean evocar es un ambiente elevado, se contentan por lo general con la calidad literaria de la frase bien construida, si persiguen la crítica social, rara vez tocan el meollo del problema; pretenden hacer reír, emplean medios muy gastados.

Por consiguiente, a menudo nos vemos obligados a elegir entre reponer obras viejas o montar piezas nuevas que consideramos inadecuadas, sólo como un gesto hacia el tiempo presente. O bien crear por nuestra cuenta una obra, como, por ejemplo, cuando un grupo de actores y escritores del Royal Shakespeare Theatre, ante la existencia de una pieza sobre el Vietnam, montaron una mediante el empleo de técnicas de improvisación con el fin de llenar el vacío. La creación en grupo puede ser infinitamente más rica, si el grupo es rico, que el producto de un individuo poco relevante, aunque esto no demuestra nada. Lo cierto es que se necesita al autor para alcanzar esa cohesión y enfoque finales que un trabajo colectivo no puede realizar.

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