Otro domingo fuimos a buscar a mi tío John en el Ford T.
-No tiene ninguna ambición -dijo mi padre. -No sé cómo se anima a mirar a
la gente a los ojos.
-Yo lo que quisiera es que deje de mascar tabaco -dijo mi madre. -Anda
escupiéndolo por todos lados.
-Si todos los hombres del país fueran como él, los malditos chinos ya se
habrían quedado con todo y nosotros trabajaríamos en las lavanderías…
-John nunca tuvo oportunidades -dijo mi madre. -Se fue muy pronto de casa.
Por lo menos vos hiciste el bachillerato.
-Y la universidad -la corrigió mi padre.
-¿Dónde? -preguntó mi madre.
-En Indiana.
-Jack me dijo que hiciste nada más que el bachillerato.
-Jack es el que no hizo nada más que el bachillerato. Por eso terminó
trabajando de jardinero en las casas de los ricos.
-¿Algún día podemos ir a buscar a mi tío Jack? -pregunté yo.
-Primero vamos a tratar de encontrar a tu tío John -dijo mi padre.
-¿Es verdad que los chinos quieren quedarse con todo el país? -pregunté.
-Esos demonios amarillos llevan siglos esperando para quedarse con todo.
Todavía no pudieron porque se pasan peleando con los japoneses.
-¿Quiénes pelean mejor, los chinos o los japoneses?
-Los japoneses. El problema es que hay demasiados chinos. Matás a un chino
y se parte en dos y se forman dos chinos.
-¿Y por qué tienen la piel amarilla?
-Porque en vez de tomar agua se toman sus meadas.
-¡Papá, no le digas esas cosas al chiquilín!
-Entonces decile que se deje de joder con las preguntas.
El coche iba atravesando el caluroso día de Los Angeles. Mi madre se había
puesto un vestido lindo y un sombrero con adornos. Cuando iba bien vestida,
siempre se sentaba con el cuello muy duro.
-Me gustaría que tuviésemos plata para ayudar a John y a su familia -dijo
mi madre.
-La culpa no es mía si ni siquiera tiene donde mear -contestó mi padre.
-Papá, John estuvo en la guerra, como vos. ¿No te parece que se merece
algo?
-Nunca llegó a nada. Yo por lo menos fui sargento de primera.
-Pero no todos tus hermanos pueden ser como voz, Henry.
-¡Es que no hacen un carajo! ¡Creen que se puede vivir del aire!
Seguimos avanzando bastante rato. El tío John vivía en un pequeño edificio.
Subimos por la vereda rajada hasta llegar a un porche en ruinas y mi padre tocó
el timbre. No sonó. Entonces empezó a darle unos tremendos golpes a la puerta.
-¡Es la justicia! ¡Abran! -gritó.
-¡Papá, no te pongas así! -dijo mi madre.
Después de un rato que nos pareció muy largo, la puerta se abrió un poco.
Después se siguió abriendo y pudimos ver a mi tía Anna. Estaba muy flaca, y
tenía la cara chupada y los ojos oscuros con ojeras. Su voz era como un hilo.
-Oh, Henry… Katherine…
pasen, por favor…
Entramos. Había muy pocos
muebles. Una mesa, cuatro sillas y dos camas. Mis padres se sentaron. Dos
chiquilinas, Katherine y Betsy (me enteré de los nombres más tarde) estaban en
el fregadero tratando de raspar manteca de maní de un frasco casi vacío.
-Justo estábamos almorzando
-dijo mi tía Anna.
Las chiquilinas se
acercaron con unos restos de manteca que untaron en unos pedazos de pan duro.
Después siguieron raspando el frasco con un cuchillo.
-¿Dónde está John?
-preguntó mi padre.
Mi tía se dejó caer en la
silla. Estaba muy débil y muy pálida. Tenía el vestido sucio y el pelo greñudo,
cansado, triste.
-Lo estamos esperando.
Hace tiempo que no sabemos nada de él.
-¿Adónde fue?
-No sé. Se fue en la
motocicleta.
-Lo único que hace -dijo
mi padre- es pensar en su motocicleta.
-¿Este es Henry Jr.?
-Sí.
-Se pasa mirando todo.
Qué callado que es.
-Mejor es que sea así.
-Agua quieta corre
profunda.
-En este caso no. Lo
único que tiene profundo son los agujeros de las orejas.
Las dos niñas agarraron
sus rebanadas de pan y salieron a comérselas en el porche. No nos dijeron nada.
Me parecieron lindas. Eran flacas como la madre, pero todavía eran lindas.
-¿Y vos cómo estás, Anna?
-preguntó mi madre.
-Bien.
-Pero no tenés buen aspecto,
Anna. Me parece que necesitás alimentarte.
-¿Por qué no hacés sentar
a tu hijo? Sentate, Henry.
-Le gusta estar parado
-dijo mi padre. -Eso le da más fuerza. Se está preparando para pelear con los
chinos.
-¿No te gustan los
chinos? -me preguntó mi tía.
-No -contesté.
-Bueno, Anna -dijo mi
padre. -¿Cómo van las cosas?
-La verdad es que
bastante mal. El casero se pasa pidiéndonos el alquiler. Se pone muy
desagradable. Me asusta. No sé qué hacer.
-Dicen que la policía
anda atrás de John -dijo mi padre.
-Pero no hizo nada grave.
-¿Qué hizo?
-Robó unas monedas.
-¿Monedas?
¡Cristo! ¿Eso es lo que le importa?
-John no quiso hacer nada
malo. De verdad.
-A mí me parece que no
quiere hacer nada de nada.
-Si pudiera haría algo.
-Claro. ¡Y si las ranas
tuvieran alas no precisarían pegar saltos para levantar el culo!
Entonces nos quedamos
todos quietos y callados. Yo me di vuelta y miré para afuera. Las niñas ya no
estaban el porche.
-Vení y sentate, Henry
-dijo mi tía Anna.
Yo seguí parado.
-Gracias, estoy bien así.
-Anna -dijo mi madre.
-¿Vos estás segura de que John va a volver?
-Va a volver cuando se
canse las putas -dijo mi padre.
-John quiere a sus hijas
-dijo Anna.
-Dicen que la policía lo
anda buscando por hacer algo más.
-¿Qué más?
-Por violación.
-¿Violación?
-Sí, Anna. Dicen eso. Un
día iba en la motocicleta y se encontró a una muchacha haciendo auto-stop. La
recogió y por el camino vio un garaje vacío. Entonces se encerró allí y la
violó.
-¿Y vos cómo sabés eso?
-¿Cómo? Porque la policía
vino a buscarme para preguntarme dónde estaba.
-¿Y les dijiste dónde
estaba?
-¿Para qué? ¿Para que se
lo llevaran preso y no asumiese sus responsabilidades? Eso es lo que él
quisiera.
-Yo no pienso lo mismo.
-Pero no pensarás que
estoy de acuerdo con una violación…
-A veces un hombre no
puede dejar de hacer lo que hace.
-¿Lo qué?
-No te olvides que
después que nacieron las niñas y viviendo esta vida desastrosa… yo ya no soy la
misma. Y él vio a esa muchacha, le gustó… y ella se le subió en la moto y lo
agarró por atrás…
-¿Lo qué? -dijo mi padre.
-¿A vos te gustaría que te violaran?
-Creo que no.
-Y yo creo que a la
muchacha tampoco le debe haber gustado.
Había una mosca dando
vueltas alrededor de la mesa. La miramos.
-Aquí no hay nada para
comer -dijo mi padre. -Esta mosca se equivocó.
La mosca se fue poniendo
más pesada. Nos daba vueltas por alrededor cada vez más cerca y sin parar de zumbar.
Cuanto más cercaba estaba, el zumbido se hacía más fuerte.
-¿No le vas a decir a la
policía que es posible que John vuelva a casa? -le preguntó mi tía a mi padre.
-No pienso permitir que
zafe tan fácil del anzuelo -dijo mi padre.
La mano de mi madre hizo
un movimiento brusco. Se cerró y volvió a apoyarse en la mesa.
-La agarré -dijo.
-¿Qué agarraste?
-A la mosca -sonrió ella.
-No te creo…
-¿No ves que ya no está?
-Se habrá ido.
-No, la tengo en la mano.
-Nadie es tan rápido.
-La tengo en la mano.
-Mentira.
-¿No me creés?
-No.
-Abrí la boca.
-Okey.
Mi padre abrió la boca y
mi madre le metió la mano adentro. Mi padre pegó un salto, agarrándose la
garganta.
-¡CRISTO!
La mosca se le escapó de
la boca y siguió dando vueltas alrededor de la mesa.
-Basta -dijo mi padre.
-¡Vámonos a casa!
Se levantó y bajó hasta
donde estaba el Ford T. Entró en el auto y se quedó muy duro, con aire amenazador.
-Te trajimos algunas latas
de comida -le dijo mi madre a mi tía. -Lamento no poder darte plata, pero Henry
tiene miedo de que John se lo gaste en ginebra o en comprar nafta para la moto.
No es mucho: sopa, col, arvejas…
-¡Oh, Katherine, gracias!
Gracias a los dos…
Mi madre se levantó y yo
salí con ella. Había dos cajas con latas de conserva en el coche. Mi padre
seguía sentado muy duro allí. Y seguía furioso.
Mi madre me dio la caja
de latas más chica, ella agarró la más grande y yo la seguí por el patio.
Pusimos las cajas en la mesa de la cocina. Mi tía Anna se acercó y agarró una
lata. Era una lata de arvejas, y la etiqueta estaba decorada con un montón de
arvejitas redondas y verdes.
-Ustedes son unas
maravilla -dijo mi tía.
-Anna, tenemos que irnos.
Henry tiene herida la dignidad.
Mi tía abrazó a mi madre.
-Las cosas nos salieron
tan mal. Pero esto es como un sueño. ¡Esperá a que vengan las chiquilinas y
vean toda esta comida!
Mi madre soltó a mi tía.
-John no es un mal hombre
-dijo mi tía.
-Ya sé -contestó mi
madre. -Adiós, Anna.
-Adiós, Katherine. Adiós,
Henry.
Mi madre se dio vuelta y
salió. Yo la seguí. Caminamos hasta el coche y subimos. Mi padre arrancó.
Mientras nos alejábamos,
vi a mi tía en la puerta despidiéndonos con la mano. Mi madre le devolvió el
saludo. Mi padre no. Yo tampoco.
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