por María Elena Muñoz
Méndez
Departamento de Teoría de las Artes,
Universidad de Chile. Santiago, Chile. malena2265@gmail.com
PRIMERA ENTREGA
Resumen
El texto que sigue es fruto de una
investigación orientada a explorar los fundamentos de aquel relato que puso a Paul
Cézanne en el lugar de iniciador de la pintura moderna. Lo que aquí se
propone es que tal instalación paradigmática ocurrió gracias a la
proyección de las ideas simbolistas en las interpretaciones tempranas de
la pintura del pintor provenzal. En otras palabras, fue el discurso de origen
simbolista el que atribuyó a Cézanne la paternidad de la modernidad
pictórica cuando aplicó a su pintura unos ciertos criterios de comprensión
afines al ideario simbolista, aun cuando estos diferían sustancialmente
de las premisas defendidas por el propio Cézanne. De ese modo se explica
cómo un pintor que siempre defendió el modelo de la naturaleza aparezca
encabezando un tipo de pintura que terminará caracterizándose por su
desapego del modelo natural.
Triunfo universal de
la imaginación de los estetas sobre los esfuerzos de la tonta imitación,
triunfo de la emoción de lo bello sobre la mentira naturalista.
M. Denis, Homenaje a Cézanne
La pintura de Denis, Homenaje a
Cézanne, representa una escena ambientada en la galería de Ambroise
Vollard, donde se encuentran reunidos Odilon Redon, Edouard Vuillard,
Pierre Bonnard, Paul Sèrusier, Paul Ranson, el propio Denis, su mujer
y Vollard, entre otros. La naturaleza muerta de Cézanne que admiran en el
atril es Frutero, copa y manzanas de 1880, la que había
pertenecido a Paul Gauguin. Este último aparece indirectamente
representado por un cuadro suyo en el fondo (al lado de uno de Renoir).
La pintura de Denis ofrece una imagen
condensada de la importancia atribuida a la pintura de Cézanne por el círculo
de pintores ligados al simbolismo. Tributan su inapelable admiración por
el pintor que ellos consideraban les había abierto un fructífero porvenir,
el camino para la superación de la "mentira naturalista". La
escena ocurre, significativamente, en la galería de Ambroise Vollard,
quien fue el primero en organizar una exposición individual del pintor
provenzal. El cuadro de Cézanne en el atril había pertenecido a Paul
Gauguin, y a través de su intermedio es que el maestro de Aix fue conocido
por sus jóvenes amigos y seguidores. Gauguin fue, de hecho, responsable de
la admiración que la nueva generación sentía por Cézanne, así como también
del sesgo que se impuso sobre su lectura.
La puesta en marcha
El mundo artístico empezó a reparar
seria y sostenidamente en la obra de Cézanne a partir de la exposición
organizada en 1895 por Ambroise Vollard (1868-1939). Para esa fecha, hacía
casi veinte años que Cézanne no exponía con el grupo de los impresionistas,
de los que se encontraba prácticamente desligado, y su participación en
algunas muestras colectivas no alcanzó a ser significativa. En efecto, el único
lugar donde se podían apreciar algunos de sus trabajos era en la tienda de
Père Tanguy, la que era frecuentada por iniciados en el ámbito de la
pintura más experimental. Entre los asiduos a dicho lugar se encontraban
Denis, Bonnard, Vuillard y Bernard, para quienes la figura del solitario
de Aix constituía por esos años un misterio altamente seductor. A la
muerte de Tanguy, en 1894, la galería de Vollard asumió la tarea
de difundir la obra de los pintores albergados por el viejo marchand.
Convencido por Vollard, Cézanne le cedió ciento cincuenta pinturas para
que fueran exhibidas en la galería de la calle Lafitte. Se podría decir
que el evento de la galería Vollard fue lo que puso en marcha la tradición
Cézanne.
De ahí en adelante, la difusión de su
obra se volvió prácticamente imparable. En 1898, otra muestra monográfica se
llevó a cabo en la galería de Vollard. Un año más tarde se realizó una
subasta de la colección de Victor Choquet, el coleccionista
que tempranamente había valorado a Cézanne, donde sus obras alcanzaron
precios hasta entonces impensados. Uno de los compradores fue el importante
galerista y marchand Durand-Ruel. El mismo año accedió Cézanne
a exponer en el Salón de los Independientes y la Exposición Universal de 1900
dio cabida a muchas de sus obras. En 1903, se expusieron algunoss de sus
trabajos en la Secesión Vienesa y otros en la de Berlín.
Al año siguiente, a través de los
hermanos Gertrude y Leo Stein, se inicia el interés de los coleccionistas
norteamericanos en la pintura de Cézanne. En junio, Émile Bernard -aquel pintor
que a juicio de Rilke era "un pintor que escribía, un pintor por tanto
que no era tal" (57)- publicó un artículo sobre Cézanne en la
revista L' Occident. Tres años después, en octubre de 1907, Bernard
publicó otro en el Mercure de France titulado "Souvenirs
sur Paul Cézanne". En tanto, en 1905, el mismo periódico publicó
una encuesta elaborada por el crítico Charles Morice que reveló su creciente
influencia entre jóvenes pintores. En el Salón de Otoño de 1905, Maurice
Denis hizo una reseña de su obra señalando que el pintor era el Poussin de
las naturalezas muertas y los paisajes campestres. El año de su muerte,
1906, el Salón de Otoño le dedicó una sección especial. Un año más tarde,
tuvo lugar una gran retrospectiva. Ese mismo año, 1907, fue publicado el
artículo de Riviére y Schnerb en La Grande Revue y
Maurice Denis publicó el primero de sus ensayos sobre el pintor. En 1908
se realizó en Moscú una exposición de impresionismo y (neo)impresionismo.
El ensayo de Denis fue traducido al inglés por el pintor y crítico
británico Roger Fry y publicado en el Burlington Magazine en
1910, lo cual ayudó a divulgar la obra cezanniana entre los artistas y el
público anglosajón.
Ese mismo año, Fry acuñó el término
"postimpresionistas" con ocasión de la muestra "Manet y los
postimpresionistas", que él mismo organizó y que tuvo lugar en las
Grafton Galleries en Londres. El término lo usó para referirse a la obra
de Gauguin, Van Gogh y Cézanne, a quienes veía unidos por un común rechazo
a lo que interpretaba como la actitud pasiva del impresionismo hacia la
apariencia de las cosas. El propósito de Fry era enfrentar al público
londinense con el arte francés al que percibía como más pleno y
definitivamente más predispuesto a la modernidad que el inglés. Ese mismo
año, acompañando a la muestra, Fry publicó sendos artículos sobre el nuevo
arte que veía la luz en Londres, donde sindicaba a Cézanne como un gran
genio, el verdadero iniciador del "movimiento" más prometedor y
fructífero de los tiempos modernos. A principios de 1911, Alfred Stieglitz
exhibió en su galería neoyorquina una serie de dibujos y litografías del
maestro de Aix, y hacia fines de ese mismo año, el Metropolitan Museum
ofreció una muestra de sus acuarelas. En 1912, Fry repitió la experiencia
con la segunda exposición postimpresionista, en que el campo de expositores
se expandió considerablemente. En 1914, Vollard publicó una monografía
sobre Cézanne, mientras que Clive Bell, crítico y pintor inglés
muy cercano a Fry, publicó un libro cuyo sintético y acaso pretensioso
título era Art. En él, afirmaba: "Tanto como un hombre puede inspirar
una época entera, Cézanne inspiró el movimiento contemporáneo [...]
Cézanne es el Cristóbal Colón de un nuevo continente de forma [...]. El
período en que nos encontramos, en el año 1913, comienza con la madurez de
Cézanne" (Bell 32, traducción propia). Años más tarde, el mismo
crítico publicó una colección de ensayos titulados Since Cézanne,
en un intento por delimitar el desarrollo del arte visual moderno como
consecuencia de la investigación cezanniana.
Estos son solo algunos de los eventos
que pusieron en marcha la institución Cézanne en la historia del arte moderno.
Desde entonces, se difundió la estampa ejemplar de este solitario, enemigo
del bullicio, que aborrecía a París y al mundo moderno, que repudiaba los
ferrocarriles y las ampolletas, como el fundador de la modernidad
artística. Como es dable pensar, más que la obra y los principios defendidos
por el artista, lo que llevó a configurar la posición paradigmática de
Cézanne fue el conjunto de lecturas e interpretaciones de su obra y de sus
intenciones por parte de la generación que lo siguió.
La generación que siguió a Cézanne se
hizo cargo de asimilarlo a sus propios principios artísticos. Fue la
responsable de la divulgación de su figura como la del iluminado que los
hacía retornar finalmente a los valores universales de lo clásico,
pero cuyo mérito fundamental residía en que lo hacía de una manera
totalmente nueva, original, que no debía nada a los modelos gastados de la
tradición. Al definirlo como defensor de valores universales, se estaba
instalando la imagen de Cézanne como el gran superador del impresionismo.
Esta lectura canónica tuvo su origen en los artistas/críticos franceses que
interpretaron su obra desde una perspectiva simbolista; luego, fue
transformada en lectura formalista al interior del ámbito crítico anglosajón
por los ya mencionados británicos Roger Fry, Clive Bell y, más tarde,
también por Herbert Read, para finalmente apropiársela la crítica
formalista norteamericana, representada fundamentalmente por Clement Greenberg.
Las interpretaciones del trabajo de Cézanne tendieron, en líneas
generales, a ubicarlo en la línea de lo que podríamos llamar aspiraciones
modernas de universalidad, animadas por el deseo de instituirlo como
un clásico moderno, de posicionarlo como "el primitivo de una nueva
era" A continuación, trataré de esbozar el curso de las líneas
interpretativas que generaron la imagen de Cézanne como el padre de la
modernidad pictórica, la que, como ya dije, encuentra su origen en los
testimonios e interpretaciones dejados por aquellos jóvenes artistas,
pintores y poetas que tuvieron la oportunidad de conocerlo durante los
años finales de su vida.
La mirada simbolista
Hacia 1890, el simbolismo era la
posición de avanzada en la teoría estética francesa: abogaba por la autonomía
del lenguaje y por la exaltación de la experiencia estética. Representaba la
alternativa que podía redimir a la poesía y a la pintura del
falso naturalismo. En poesía, el simbolismo se reconocía heredero directo
de Baudelaire por su apología a la imaginación y por su voluntad de
desterrar a la naturaleza como referente de la producción pictórica y
poética, alejándose así de toda visión positivista respecto del arte y de
la cultura. Especialmente importante para el desarrollo del arte y la
teoría simbolista es la noción de correspondencia, anunciada por
Baudelaire en su célebre soneto "Correspondances", de Fleurs
du Mal (1859). Las correspondencias operan en tres niveles: el primero dice
relación con las equivalencias entre los distintos datos sensibles:
olores, colores, sonidos, lo que normalmente se refiere con el concepto de
sinestesia; el segundo, por su parte, alude a las equivalencias entre
imágenes e ideas, deseos, pensamientos, en otras palabras, el "espíritu";
por último, el tercer nivel opera en la relación entre las cosas del mundo
y un universo suprasensible, el que proviene de una filosofía mística
representada por el filósofo y teósofo sueco Emanuel Swedenborg
(1688-1772). Las correspondencias horizontales (entre las cosas del
mundo), de las que hablaba Baudelaire, con las correspondencias verticales
(entre el cielo y la tierra), de las que hablaba Swedenborg, se
fundieron luego en el ideario simbolista.
No obstante, más allá de las
correspondencias, el simbolismo debe a Baudelaire una idea central: el abandono
de la naturaleza como referente de la creación. Así, el simbolismo venía a
entenderse como lo opuesto al principio de imitación. La naturaleza pierde su
lugar como referente y ello da lugar a la producción de una poesía libre,
evocativa de aquello que los sentidos no pueden captar por sí solos. Sin
embargo, Baudelaire y las otras grandes figuras del simbolismo, como
Mallarmé o Verlaine, no se pueden identificar linealmente con aquello que
iba a ser definido como tal por el poeta Jean Moréas, aunque no pudieron
evitar ser sindicados como figuras modélicas. Si bien es cierto que estos
poetas fundamentales figuraban como precursores, Mallarmé y Verlaine
(Baudelaire ya muerto) no se sintieron nunca parte del entusiasmo redentor
de los jóvenes simbolistas ni del declarado misticismo de algunos de
ellos. El simbolismo -como "movimiento"- había surgido hacia
fines de la década del ochenta al interior de un círculo de poetas y
escritores que buscaban alejarse de los motivos temáticos dominantes y que
postulaban la necesidad de crear un lenguaje depurado, en el que la acción
de las palabras no estuviese sujeta a la descripción de los hechos y de las
cosas del mundo. Subrayaban que la nueva poesía debía evocar "ideas
inmateriales mediante una desviación (o deformación) de la visión objetiva
de los naturalistas". El poeta Jean Moréas (pseudónimo de Giannis
Papadiamantopoulos) publicó en septiembre de 1886, en el diario Le
Figaro, el "Manifiesto simbolista". Allí se puede leer lo
siguiente:
La
poesía simbólica [sic] busca vestir a la Idea de una forma sensible que,
sin embargo no sería su objetivo, pero que al servir para expresar la
Idea, permanecería sujeta. La Idea, a su vez, no debe dejarse ver en absoluto
privada de las suntuosas analogías exteriores; porque el carácter
esencial del arte simbólico consiste en no ir jamás hasta la concepción
de la Idea en sí misma. Así, en este arte, los cuadros de la naturaleza,
las acciones de los humanos, todos los fenómenos concretos no sabrían
manifestarse por sí mismos: son apariencias sensibles destinadas a
representar sus afinidades esotéricas con las Ideas primordiales (cit. en
Jenny 29).
|
La forma sensible era una materialidad
que se correspondía con la Idea, a la que solo debía sugerir, sin alcanzarla
plenamente; la intención general es representar una afinidad. En el vocabulario
del simbolismo, los términos "idea" y "símbolo" eran
usados indistintamente y sus sentidos permanecieron en un territorio
confuso. Para Moréas, el símbolo constituye el equivalente sensible de la
Idea, pero esta Idea podía ser de naturaleza diversa: tanto abstracta como
expresiva de un temperamento individual. De cualquier forma, pone énfasis
en la supeditación del lenguaje al servicio de la Idea; los signos o
símbolos empleados, aun cuando eran comprendidos como
equivalencias, parecían a veces detentar un carácter instrumental: no
tenían valor por sí mismos.
La mímesis del mundo sensible no tiene
lugar en este ideario. Al no estar atada a ella, la palabra queda exonerada de
su condición referencial y de su univocidad significativa, con lo que se
abre a la equivocidad de nuevos sentidos, por una parte, y a las posibilidades
de su mera sonoridad (o musicalidad), por otra, y finalmente se consolida
como "poesía pura" El lenguaje no denomina; acaso sugiere, evoca.
Como había dicho Mallarmé: "Nombrar un objeto supone suprimir tres
cuartas partes del placer del poema, que consiste en el deleite de la
comprensión gradual. Sugerirlo, ese es el sueño" (Mallarmé, cit. en
Bozal 40). Esta liberación de la palabra respecto del mundo sensible no
sucede azarosamente ni de manera espontánea, sino que es resultado de una
cuidadosa manipulación cuyo modelo, en muchos o en la mayoría de ellos, es
la música. En este punto, los simbolistas siguen a Mallarmé. Para Mallarmé,
la música no es de modo alguno la expresión de una realidad sensible, sino
más bien su aniquilación. El atractivo que ofrece la música radica, más
que en sus características anecdóticas, en el principio silencioso que la
rige: la "musicalidad". Esta musicalidad es, según el autor,
capaz de: "Liberar sin contornear, tanto en el libro como en el texto y
fuera de un puñado de polvo o realidad, la dispersión volátil, es decir, el
espíritu que no posee otra función aparte de la musicalidad del todo"
(cit. en Jenny 77).
La musicalidad tiene la propiedad de
liberar al espíritu, de evocar una resonancia de armonía universal sin necesidad
de atarse al mundo por algún tipo de mecanismo referencial. El rol
ejemplar de la música constituyó una de las premisas del simbolismo tanto
poético como pictórico. Al respecto, Paul Valéry expresó: "lo que fue
bautizado con el nombre de simbolismo se resume harto sencillamente en la
intención, común a diversas familias de poetas (por otra parte enemigas
entre sí) de recuperar de la Música, algo que siempre les perteneció"
(Todó 116). La música no describe, no traduce, no replica el mundo de las
cosas y los seres; su eficiencia depende de su organización interna, de
las armonías que se modulan (tal como quería Cézanne hacer con
los colores) para provocar un efecto.
(Aisthesis Nº 60 / Santiago de Chile / 12-2016)
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