La señora Silsburn se volvió rápida pero totalmente para sonreír a la que había hablado. Después miró de nuevo hacia delante. En realidad giramos los dos casi al unísono. Considerando que la señora Silsburn se había vuelto sólo un instante, la sonrisa que había dedicado a la dama de honor era una especie de obra maestra del estrapontín. Fue lo bastante expresiva para denotar una limitada camaradería con todos los jóvenes del mundo entero, pero sobre todo con su fogosa, franca representante local a quien quizás había sido presentada, en el mejor de los casos, de una manera poco más que superficial.
-Muchacha sedienta de sangre -dijo una regocijada voz masculina. Y la
señora Silsburn y yo nos volvimos de nuevo. El que había hablado era el marido
de la dama de honor. Estaba sentado justo detrás de mí, a la izquierda de su
mujer. Él y yo cambiamos rápidamente esa mirada vacía, sin camaradería, que en
el libertino año 1942 probablemente sólo podían cambiar un oficial y un
soldado. Primer teniente del Cuerpo de Señales, usaba una gorra de piloto de
las Furezas Aéreas muy interesante, una gorra con visera despojada del armazón
de alambre que suele conferir a quien la usa cierto aire intrépido
presumiblemente buscado. Pero en su caso, la gorra no lograba cumplir su
cometido. No tenía otro propósito que el de hacer que mi gorra desmesurada, reglamentaria,
pareciese un bonete de payaso que alguien había recogido nerviosamente del
incinerador. Su cara era amarillenta y profundamente desalentada. Sudaba con
profusión casi increíble, en la frente, el labio superior a incluso la punta de
la nariz, al extremo de que hubiera sido indicado administrarle un comprimido
de sal.
-Estoy casado con la muchacha más sedienta de sangre de seis provincias
-dijo, dirigiéndose a la señora Silsburn, con otra risita suave, pública. En
automática deferencia a su jerarquía, lancé a mi vez una risita casi al mismo
tiempo que él, una risita breve, inane, de extraño y de recluta, indicando que
estaba a favor de él y de todos los demás, en contra de nadie.
-Lo digo en serio -dijo la dama de honor-. Dos minutos nada más. Ah,
si pudiera ponerle mis dos manitas…
-Está bien, vamos, calma, calma -dijo su marido, con recursos inagotables
de buen humor conyugal-. Calma. Vivirás más tiempo.
La señora Silsburn se volvió de nuevo hacia el fondo del coche y dedicó a
la dama de honor una sonrisa celestial.
-¿Alguien ha visto a algún pariente de él en la boda? -preguntó suavemente,
poniendo apenas un poco de énfasis, nada que no fuera perfectamente amable, al
pronunciar el pronombre personal.
La dama de honor contestó con un volumen venenoso:
-No. Están todos en la costa oeste o en algún lugar por el estilo. Ojalá hubieran
estado.
-¿Qué hubieras hecho entonces, corazón? -preguntó, y guiñó un ojo
indiscriminadamente hacia mí.
-Bueno, no sé, pero algo hubiera hecho -dijo la dama de
honor. El volumen de la risita a su izquierda aumentó-. ¡Lo hubiera hecho!
-insistió-. Les hubiera dicho algo. Palabra. Qué caray. -Hablaba con
aplomo creciente como si percibiera que, estimulados por su marido, los demás
que estábamos al alcance de su voz encontrábamos algo seductoramente directo,
intrépido, en su sentido de la justicia, por juvenil o poco práctico que
fuese-. No sé qué les hubiera dicho. Probablemente hubiera soltado algo
idiota. Pero, qué caray. ¡De veras! Simplemente, no puedo soportar que alguien
se salga con la suya después de haber cometido un crimen. Me hierve la sangre.
-Interrumpió su ardor el tiempo suficiente para recibir el apoyo de una mirada
de simulada empatía por parte de la señora Silsburn. La señora Silsburn y yo
nos habíamos puesto ahora del todo, supersociables, en nuestros estrapontines-.
Lo digo de veras -dijo la dama de honor-. No se puede andar a empujones en
la vida hiriendo los sentimientos de la gente cuando a uno le da la gana.
-Confieso que sé muy poco del joven -dijo la señora Silsburn suavemente-.
En realidad, no lo conozco. Sólo me enteré que Muriel estaba comprometida…
-Nadie lo conoce -dijo la dama de honor, bastante explosiva-. Ni
siquiera yo. Hicimos dos ensayos, y las dos veces el pobre padre de Muriel tuvo
que ocupar su lugar, porque su disparatado avión no pudo despegar. Se suponía
que daría un salto hasta acá el último martes por la noche en algún disparatado
avión militar, pero estaba nevando o algún disparate por el estilo en
Colorado o Arizona o cualquiera de esos disparatados lugares, y no llegó hasta
la una de la madrugada, anoche. Entonces, a esa hora disparatada llama a
Muriel por teléfono desde Long Island o algo por el estilo y le pide que
se encuentre con él en el vestíbulo de algún horrible hotel para hablar -la
dama de honor se estremeció con elocuencia-. Y ya conocen a Muriel. Como es un
encanto, deja que todo quisque se aproveche. Eso es lo que me fastidia. Siempre
es esa clase de gente la que sufre al final… En fin, que se viste y se mete en
un taxi y se va a sentarse a un vestíbulo horrible para hablar hasta las cinco
menos cuarto de la madrugada -la dama de honor soltó el ramo de gardenias
para levantar los puños cerrados sobre su regazo-. ¡Aaah, me pone frenética!
-dijo.
-¿Qué hotel? -le pregunté a la dama de honor-. ¿Sabe cuál? -Traté de que mi
voz sonara natural, como si mi padre estuviera metido en negocios hoteleros y
yo me tomara cierto comprensible interés filial por los lugares donde la gente
para en Nueva York. En realidad mi pregunta no significaba casi nada.
Simplemente, pensaba más o menos en voz alta. Me había interesado el hecho de
que mi hermano le hubiese pedido a su novia que se encontraran en el vestíbulo
de un hotel, y no en su apartamento vacío y disponible. La moralidad de la
invitación no era sorprendente en el personaje, pero me interesaba, aunque
moderadamente.
-No sé qué hotel -dijo irritada la dama de honor-. Simplemente un hotel -me
miró fijo-. ¿Por qué? -me preguntó-. ¿Usted es amigo de él?
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