FRAGMENTOS DESDE UN ESCRITORIO
II (3)
El apartamento en el que entramos estaba decorado
al estilo del esplendor oriental, y en su atmósfera flotaban los perfumes más
deliciosos. Las paredes estaban cubiertas con las telas más elegantes, ondulando
en graciosos pliegues en los que estaban dibujadas escenas de arcádica belleza.
El suelo estaba cubierto con una alfombra de textura finísima, en la que habían
bordado con habilidad exquisita los sucesos más llamativos de la mitología antigua.
Unidas a la pared por medio de cordones torzales de sedas carmesí y oro, había
varias pinturas bellísimas que ilustraban los amores entre Júpiter y Sémele,
retrataban a Psique antes el tribunal de Venus y otras escenas variadas delineadas
todas con elocuente gracia. Había lujosos canapés dispuestos alrededor de la
habitación y tapizados con el damasco mas fino, sobre el que también se habían
trazado al modo italiano las fábulas antiguas de Grecia y Roma. Distribuidos
por los rincones de la habitación, había trípodes diseñados para representar a
las tres Gracias sosteniendo vasijas en alto, ricamente decorados según el
gusto clásico y de las que emanaba una embriagadora fragancia.
Lámparas de araña de imposible descripción y
suspendidas del airoso techo por barras de plata, derramaban sobre esa voluptuosa
escena una luz tenue y temperada y dotaban al conjunto de esa belleza
somnolienta que debe verse para poder ser apreciada con justicia. Espejos
inusitadamente grandes multiplicaban en todas las direcciones los magníficos
objetos, engañaban al ojo con sus reflejos y burlaban a la vista con profundas
perspectivas.
Pero, por imponente que fuese aquella exhibición
de opulencia, no estaba a la altura del ser por quien brillaba con tanto
esplendor; pues la grandeza de la habitación servía tan sólo para mostrar mejor
la inigualable belleza de su ocupante. Aquella soberbia decoración, aunque
prodigada con profusión ilimitada, era el mero accesorio de una criatura cuyo
encanto era de esa clase espiritual que no depende de ninguna ayuda añadida, y
que ninguna oscuridad podría disminuir ni ningún arte podría aumentar.
La primera que contemplé a aquel ser encantador,
estaba tendida sobre una otomana; en una mano sostenía un laúd y en la otra,
perdida entre los profusos pliegues de seda, apoyaba la cabeza. No pude evitar
recordar la apasionada exclamación de Romeo:
Ved cómo apoya su mano en la
mejilla
¡oh!. ¡quién fuera guante de
esa mano,
para poder besar esa mejilla! (1)
Iba vestida con una suave túnica del blanco más
puro, y su pelo, huido de la cinta de rosas que lo recogía, derramaba sus
negligentes gracias sobre el cuello, el hombro y el regazo, como si se resistiera
a revelar la verdadera extensión de sus trascendentes encantos. Su cinto era de
satén rosa y en él habían bordados varios retratos de Cupido en el acto de
tender el arco, mientras que los amplios pliegues de su manga turca estaban
recogidos en la muñeca por un brazalete de inmensos rubíes, cada uno de los
cuales representaba un corazón traspasado por una flecha dorada. Sus dedos
estaban decorador con varios anillos que, cuando me saludó con la mano al
entrar, emitieron un millar de centelleos y exhibieron a la vista su brillante
esplendor. Por debajo de la orla de su manto y casi enterrado en el plumoso
cojín en el que se apoyaba, asomado el piececillo más hermoso que pueda imaginarse;
envuelto en una zapatilla de satén que se aferraba a él mediante un cierre de
diamantes.
Cuando entré en la habitación, su mirada parecía
abatida y la expresión de su rostro dolida e interesante; por lo visto estaba
perdida en algún sueño melancólico. Al entrar yo, sin embargo, su rostro se iluminó
cuando, con un majestuoso movimiento de la mano, le indicó a mi guía que
saliera de la habitación y me dejó mudo y lleno de admiración y desconcierto,
ante su presencia.
Por un momento, la cabeza mía dio vueltas y perdí
el control de todas mis facultades. No obstante, recobré el dominio y con eso y
mi buena educación avancé caballerosamente, hinqué graciosamente la rodilla y
exclamé: “¡Aquí, inclino, dulce divinidad, y me arrodillo ante el altar de tus incomparables
encantos!”. Dudé, me sonrojé, alcé la mirada y vi un par de ojos andaluces que
me miraban, cuya expresión seria y ardiente me atravesó el alma, y sentí que mi
corazón se disolvía como el hielo antes los calores equinocciales.
¡Ay, pese a todos los votos de eterna fidelidad
que le había jurado a otra, los hilos de seda se partieron; los cordones
dorados desaparecieron! Un nuevo dominio se deslizaba en mi alma, y caí
encadenado a los pies de mi hermosa hechicera. Se produjo un momento de un
interés indescriptible, mientras respondía a la mirada de aquel ser glorioso
con otra tan ardiente, tan abrasadora y tan firme como la suya. Pero no era
propio de una mujer mortal resistir la mirada de unos ojos que nunca se habían
arredrado ante el enemigo y cuyos fieros destellos danzaban ahora en salvaje
expresión de un amor que desgarraba mi interior como un remolino y arrastraba
mis afectos pasados como si fuesen malas hierbas del ayer. ¡Las largas y
oscuras pestañas cayeron! ¡Se apagaron los fuegos cuyo brillo había prendido en
llamas mi alma! ¡Tomé su mano indolente, me la llevé a los labios y la cubrí de
besos ardientes! ¡¡Bella mortal -exclamé-, siento que mi pasión es
correspondida, pero séllala con tu propia y dulce voz o moriré en la incertidumbre!”
Aquellas lustrosas órbitas derramaron otra vez
todos sus fuegos; y, enloquecido por su silencio, la tomé en brazos, estampé un
largo, largo beso en sus labios calientes y relucientes, y grité: “¡Háblame!
¡Dime, cruel mujer! ¿Emana tu corazón un fluido vital como el mío? ¿Soy amado,
aunque sea tan salvaje y locamente como yo te amo?”. Ella siguió en silencio;
¡Dios mío, qué horribles aprensiones cruzaron mi alma! Frenético con la idea,
la sujeté, contemplé su rostro y encontré la misma mirada apasionada; sus
labios se movieron -la escuché con tanta intensidad que todos los sentidos me
dolían-, todo siguió en silencio, no emitieron ningún sonido; ¡la aparté de mi
lado, aunque seguía aferrada a mis ropas, y con un salvaje grito salí de la
habitación! ¡Era muda! ¡Dios mío! ¡Muda! ¡SORDOMUDA!
L. A. V.
Notas
(1) Romeo y Julieta, acto II, escena II.
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