lunes

HERMAN MELVILLE - CUENTOS COMPLETOS (6)


FRAGMENTOS DESDE UN ESCRITORIO

II (3)

El apartamento en el que entramos estaba decorado al estilo del esplendor oriental, y en su atmósfera flotaban los perfumes más deliciosos. Las paredes estaban cubiertas con las telas más elegantes, ondulando en graciosos pliegues en los que estaban dibujadas escenas de arcádica belleza. El suelo estaba cubierto con una alfombra de textura finísima, en la que habían bordado con habilidad exquisita los sucesos más llamativos de la mitología antigua. Unidas a la pared por medio de cordones torzales de sedas carmesí y oro, había varias pinturas bellísimas que ilustraban los amores entre Júpiter y Sémele, retrataban a Psique antes el tribunal de Venus y otras escenas variadas delineadas todas con elocuente gracia. Había lujosos canapés dispuestos alrededor de la habitación y tapizados con el damasco mas fino, sobre el que también se habían trazado al modo italiano las fábulas antiguas de Grecia y Roma. Distribuidos por los rincones de la habitación, había trípodes diseñados para representar a las tres Gracias sosteniendo vasijas en alto, ricamente decorados según el gusto clásico y de las que emanaba una embriagadora fragancia.

Lámparas de araña de imposible descripción y suspendidas del airoso techo por barras de plata, derramaban sobre esa voluptuosa escena una luz tenue y temperada y dotaban al conjunto de esa belleza somnolienta que debe verse para poder ser apreciada con justicia. Espejos inusitadamente grandes multiplicaban en todas las direcciones los magníficos objetos, engañaban al ojo con sus reflejos y burlaban a la vista con profundas perspectivas.

Pero, por imponente que fuese aquella exhibición de opulencia, no estaba a la altura del ser por quien brillaba con tanto esplendor; pues la grandeza de la habitación servía tan sólo para mostrar mejor la inigualable belleza de su ocupante. Aquella soberbia decoración, aunque prodigada con profusión ilimitada, era el mero accesorio de una criatura cuyo encanto era de esa clase espiritual que no depende de ninguna ayuda añadida, y que ninguna oscuridad podría disminuir ni ningún arte podría aumentar.

La primera que contemplé a aquel ser encantador, estaba tendida sobre una otomana; en una mano sostenía un laúd y en la otra, perdida entre los profusos pliegues de seda, apoyaba la cabeza. No pude evitar recordar la apasionada exclamación de Romeo:

Ved cómo apoya su mano en la mejilla
¡oh!. ¡quién fuera guante de esa mano,
para poder besar esa mejilla! (1)

Iba vestida con una suave túnica del blanco más puro, y su pelo, huido de la cinta de rosas que lo recogía, derramaba sus negligentes gracias sobre el cuello, el hombro y el regazo, como si se resistiera a revelar la verdadera extensión de sus trascendentes encantos. Su cinto era de satén rosa y en él habían bordados varios retratos de Cupido en el acto de tender el arco, mientras que los amplios pliegues de su manga turca estaban recogidos en la muñeca por un brazalete de inmensos rubíes, cada uno de los cuales representaba un corazón traspasado por una flecha dorada. Sus dedos estaban decorador con varios anillos que, cuando me saludó con la mano al entrar, emitieron un millar de centelleos y exhibieron a la vista su brillante esplendor. Por debajo de la orla de su manto y casi enterrado en el plumoso cojín en el que se apoyaba, asomado el piececillo más hermoso que pueda imaginarse; envuelto en una zapatilla de satén que se aferraba a él mediante un cierre de diamantes.

Cuando entré en la habitación, su mirada parecía abatida y la expresión de su rostro dolida e interesante; por lo visto estaba perdida en algún sueño melancólico. Al entrar yo, sin embargo, su rostro se iluminó cuando, con un majestuoso movimiento de la mano, le indicó a mi guía que saliera de la habitación y me dejó mudo y lleno de admiración y desconcierto, ante su presencia.

Por un momento, la cabeza mía dio vueltas y perdí el control de todas mis facultades. No obstante, recobré el dominio y con eso y mi buena educación avancé caballerosamente, hinqué graciosamente la rodilla y exclamé: “¡Aquí, inclino, dulce divinidad, y me arrodillo ante el altar de tus incomparables encantos!”. Dudé, me sonrojé, alcé la mirada y vi un par de ojos andaluces que me miraban, cuya expresión seria y ardiente me atravesó el alma, y sentí que mi corazón se disolvía como el hielo antes los calores equinocciales.

¡Ay, pese a todos los votos de eterna fidelidad que le había jurado a otra, los hilos de seda se partieron; los cordones dorados desaparecieron! Un nuevo dominio se deslizaba en mi alma, y caí encadenado a los pies de mi hermosa hechicera. Se produjo un momento de un interés indescriptible, mientras respondía a la mirada de aquel ser glorioso con otra tan ardiente, tan abrasadora y tan firme como la suya. Pero no era propio de una mujer mortal resistir la mirada de unos ojos que nunca se habían arredrado ante el enemigo y cuyos fieros destellos danzaban ahora en salvaje expresión de un amor que desgarraba mi interior como un remolino y arrastraba mis afectos pasados como si fuesen malas hierbas del ayer. ¡Las largas y oscuras pestañas cayeron! ¡Se apagaron los fuegos cuyo brillo había prendido en llamas mi alma! ¡Tomé su mano indolente, me la llevé a los labios y la cubrí de besos ardientes! ¡¡Bella mortal -exclamé-, siento que mi pasión es correspondida, pero séllala con tu propia y dulce voz o moriré en la incertidumbre!”

Aquellas lustrosas órbitas derramaron otra vez todos sus fuegos; y, enloquecido por su silencio, la tomé en brazos, estampé un largo, largo beso en sus labios calientes y relucientes, y grité: “¡Háblame! ¡Dime, cruel mujer! ¿Emana tu corazón un fluido vital como el mío? ¿Soy amado, aunque sea tan salvaje y locamente como yo te amo?”. Ella siguió en silencio; ¡Dios mío, qué horribles aprensiones cruzaron mi alma! Frenético con la idea, la sujeté, contemplé su rostro y encontré la misma mirada apasionada; sus labios se movieron -la escuché con tanta intensidad que todos los sentidos me dolían-, todo siguió en silencio, no emitieron ningún sonido; ¡la aparté de mi lado, aunque seguía aferrada a mis ropas, y con un salvaje grito salí de la habitación! ¡Era muda! ¡Dios mío! ¡Muda! ¡SORDOMUDA!

L. A. V.


Notas

(1) Romeo y Julieta, acto II, escena II.

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