-Vamos a ver si se puede hacer algo -dijo el marido de la dama de honor. Era más bien la voz de un hombre que guarda la calma en la línea de fuego. Sentí que se desplegaba detrás de mí y luego, de pronto, su cabeza se metió en el limitado espacio entre la señora Silsburn y yo-. Chófer -dijo perentoriamente, y esperó una respuesta. Llegó con prontitud y su voz se volvió un poco más dúctil, diplomática-: ¿Cuánto cree que vamos a estar aquí plantados?
El chófer se volvió.
-Ahí me ha cogido, jefe -dijo. Volvió a mirar hacia delante. Estaba absorto
en lo que ocurría en el cruce. Un minuto antes, un chiquillo con un globo rojo
medio desinflado había corrido a la calle despejada, prohibida. Su padre
acababa de atraparlo y de arrastrarlo de vuelta a la acera, donde le dio con la
mano entrecerrada dos golpes en mitad de los omóplatos. El acto fue
justicieramente abucheado por la multitud.
-¿Han visto lo que ese hombre le hizo al niño? -preguntó la señora
Silsburn a todos en general. Nadie le contestó.
-¿Por qué no le preguntamos a aquel policía cuánto tiempo vamos a tener que
estar aquí parados? -dijo el marido de la dama de honor al chófer. Seguía
inclinado hacia delante. Evidentemente no había quedado del todo satisfecho con
la lacónica respuesta a su primera pregunta-. Tenemos todos un poco de prisa,
¿sabe? ¿No le parece que podría preguntarle cuánto vamos a tener que estar aquí
parados?
Sin volverse, el chófer es encogió groseramente de hombros. Pero desconectó
el motor y salió del coche, golpeando la portezuela del pesado automóvil. Era
un hombre de aspecto descuidado, brutal, con la librea de chófer incompleta:
traje de sarga negra, pero sin gorra.
Caminó lentamente y con mucha soltura, por no decir insolencia, unos pocos
pasos hasta el cruce donde el policía controlaba la situación. Los dos se
quedaron hablando durante un tiempo interminable. (Oí que la dama de honor
lanzaba un gruñido, detrás de mí.) De pronto los dos hombres lanzaron una
estruendosa carcajada, como si en realidad no hubieran estado conversando sino
intercambiando chistes obscenos. Entonces nuestro chófer, todavía con una risa
no contagiosa, hizo un gesto fraternal de saludo al policía y volvió, lentamente,
al coche. Entró, cerró de golpe la portezuela, extrajo un cigarrillo de un
paquete que había en la repisa sobre el tablero de mandos, se metió el
cigarrillo detrás de la oreja y entonces, y sólo entonces, se volvió para
informarnos.
-No sabe -dijo-. Tenemos que esperar a que el desfile pase por aquí -echándonos,
colectivamente, una indiferente mirada de examen-. Después podremos seguir.
-Volvió la cabeza, se sacó el cigarrillo de detrás de la oreja y lo encendió.
En el fondo del coche, la dama de honor lanzó un sonoro quejido de
frustración y rencor. Y entonces se hizo el silencio. Por primera vez en varios
minutos eché una mirada al minúsculo viejecito que tenía el cigarro sin
encender. El retraso no parecía afectarle. Su manera de sentarse en el asiento
trasero de los coches (coches en movimiento, coches estacionados e incluso, era
inevitable imaginarlo, coches saltando de un puente al río) parecía una norma
establecida. Era maravillosamente sencillo. Simplemente, había que sentarse muy
derecho, manteniendo una distancia de diez o doce centímetros entre la copa del
sombrero y el techo, y mirar ferozmente hacia delante, al parabrisas. Si la
muerte (que estaba allí afuera todo el tiempo, posiblemente sentada en el
capó), si la muerte atravesaba misteriosamente el espejo y entraba en busca de
uno, bastaba con ponerse de pie e irse con ella, feroz pero tranquilamente. Era
posible que le permitiera llevarse el cigarro, si se trataba de un habano auténtico.
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