martes

J. D. SALINGER - LEVANTAD, CARPINTEROS, LA VIGA DEL TEJADO (9)


-Vamos a ver si se puede hacer algo -dijo el marido de la dama de honor. Era más bien la voz de un hombre que guarda la calma en la línea de fuego. Sentí        que se desplegaba detrás de mí y luego, de pronto, su cabeza se metió en el limitado espacio entre la señora Silsburn y yo-. Chófer -dijo perentoriamente, y esperó una respuesta. Llegó con prontitud y su voz se volvió un poco más dúctil, diplomática-: ¿Cuánto cree que vamos a estar aquí plantados?

El chófer se volvió.

-Ahí me ha cogido, jefe -dijo. Volvió a mirar hacia delante. Estaba absorto en lo que ocurría en el cruce. Un minuto antes, un chiquillo con un globo rojo medio desinflado había corrido a la calle despejada, prohibida. Su padre acababa de atraparlo y de arrastrarlo de vuelta a la acera, donde le dio con la mano entrecerrada dos golpes en mitad de los omóplatos. El acto fue justicieramente abucheado por la multitud.

-¿Han visto lo que ese hombre le hizo al niño? -preguntó la señora Silsburn a todos en general. Nadie le contestó.

-¿Por qué no le preguntamos a aquel policía cuánto tiempo vamos a tener que estar aquí parados? -dijo el marido de la dama de honor al chófer. Seguía inclinado hacia delante. Evidentemente no había quedado del todo satisfecho con la lacónica respuesta a su primera pregunta-. Tenemos todos un poco de prisa, ¿sabe? ¿No le parece que podría preguntarle cuánto vamos a tener que estar aquí parados?

Sin volverse, el chófer es encogió groseramente de hombros. Pero desconectó el motor y salió del coche, golpeando la portezuela del pesado automóvil. Era un hombre de aspecto descuidado, brutal, con la librea de chófer incompleta: traje de sarga negra, pero sin gorra.

Caminó lentamente y con mucha soltura, por no decir insolencia, unos pocos pasos hasta el cruce donde el policía controlaba la situación. Los dos se quedaron hablando durante un tiempo interminable. (Oí que la dama de honor lanzaba un gruñido, detrás de mí.) De pronto los dos hombres lanzaron una estruendosa carcajada, como si en realidad no hubieran estado conversando sino intercambiando chistes obscenos. Entonces nuestro chófer, todavía con una risa no contagiosa, hizo un gesto fraternal de saludo al policía y volvió, lentamente, al coche. Entró, cerró de golpe la portezuela, extrajo un cigarrillo de un paquete que había en la repisa sobre el tablero de mandos, se metió el cigarrillo detrás de la oreja y entonces, y sólo entonces, se volvió para informarnos.

-No sabe -dijo-. Tenemos que esperar a que el desfile pase por aquí -echándonos, colectivamente, una indiferente mirada de examen-. Después podremos seguir. -Volvió la cabeza, se sacó el cigarrillo de detrás de la oreja y lo encendió.

En el fondo del coche, la dama de honor lanzó un sonoro quejido de frustración y rencor. Y entonces se hizo el silencio. Por primera vez en varios minutos eché una mirada al minúsculo viejecito que tenía el cigarro sin encender. El retraso no parecía afectarle. Su manera de sentarse en el asiento trasero de los coches (coches en movimiento, coches estacionados e incluso, era inevitable imaginarlo, coches saltando de un puente al río) parecía una norma establecida. Era maravillosamente sencillo. Simplemente, había que sentarse muy derecho, manteniendo una distancia de diez o doce centímetros entre la copa del sombrero y el techo, y mirar ferozmente hacia delante, al parabrisas. Si la muerte (que estaba allí afuera todo el tiempo, posiblemente sentada en el capó), si la muerte atravesaba misteriosamente el espejo y entraba en busca de uno, bastaba con ponerse de pie e irse con ella, feroz pero tranquilamente. Era posible que le permitiera llevarse el cigarro, si se trataba de un habano auténtico.

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