martes

CHARLES BUKOWSKI - JAMÓN Y CENTENO (LA SENDA DEL PERDEDOR) - 7


7 (1)


Había peleas continuamente. Las maestras ni siquiera parecían darse cuenta. Y siempre había problemas cuando llovía. Cualquier niño que llevase un paraguas o un impermeable era automáticamente marginado. La mayoría de nuestros padres eran demasiado pobres para comprarnos esas cosas, y si llegábamos a tenerlas las escondíamos entre los arbustos. Cualquiera que llevara un paraguas o un impermeable era considerado un mariquita. Le daban palizas a la salida. La madre de David lo obligaba a llevar paraguas apenas se nublaba.

En el recreo, los de primer grado elegían los equipos en la cancha de béisbol. David y yo nos colocábamos juntos. Siempre pasaba lo mismo. A mí me elegían penúltimo y a David último, así que siempre jugábamos en diferentes equipos. David era peor que yo, todavía. El ojo bizco no le permitía ver bien la pelota. Yo necesitaba mucha práctica. Nunca había jugado con los chiquilines de mi barrio. No sabía ni cómo agarrar ni cómo tirar una bola. Pero quería jugar, me gustaba. A David le daba miedo la bola, pero a mí no. Yo manejaba el bate con fuerza, con más fuerza que nadie, pero nunca podía pegarle a la pelota. Siempre le erraba. Una vez logré tocarla y desviarla. Me sentí en la gloria. Cuando llegué a la primera base, el chiquilín que estaba allí me dijo: “Era la única forma en la que podías llegar hasta aquí”. Yo me quedé quieto mirándolo. Masticaba un chicle y le salían unos pelos largos y negros por la nariz. Tenía el pelo engrasado con vaselina. No paraba de reírse.

-¿Qué mirás? -me preguntó.

Yo no sabía qué contestarle. No estaba acostumbrado a conversar.

-Los chiquilines dicen que estás loco -me dijo, pero a mí no me asustás. Algún día te voy a esperar a la salida.

Yo lo seguía mirando. Tenía una cara horrible. Entonces el pitcher tiró la pelota y yo corrí hasta la segunda base. Corrí como un descosido y caí en la base resbalando. La pelota llegó después. No pudieron dejarme afuera.

Afuera! -gritó el chiquilín que hacía de juez. Yo me paré, sin poder creerlo.

-¡Te dije que ESTÁS AFUERA! -gritó el juez.

Entonces supe que no me querían. No nos querían ni a mí ni a David. Los otros también me querían “afuera” porque se suponía que yo estaba “afuera”. Sabían que David y yo éramos amigos. Era por culpa suya que no me aceptaban a mí. Mientras salía de la cancha vi a David jugando en la tercera base con sus pantaloncitos. Tenía las medias azules y amarillas caídas hasta los pies. ¿Por qué me había elegido a mí? Me había dejado marcado. Aquella tarde salí a toda velocidad y caminé solo hasta mi casa. No quería ver a David aguantando las palizas de los compañeros o de la madre. No quería escuchar su violín triste. Pero al otro día se me sentó al lado mío durante el almuerzo, y le acepté unas papas fritas.

Hasta que llegó mi día. Yo era alto y me sentía muy fuerte. No pensaba que fuera tan malo como ellos querían que fuera. Y bateaba a lo loco, pero con fuerza. Sabía que era fuerte, y posiblemente, como ellos decían, “un tarado”. Pero tenía la sensación de que adentro mío había algo real. A lo mejor era nada más que mierda endurecida, pero por lo menos era algo que ellos no tenían. Me tocó batear. “Es el REY DE LAS CAGADAS! ¡EL SEÑOR QUE LE PEGA-AL-AIRE!”. Llegó la bola. Le pegué con toda mi fuerza y pude conectar el bate como había querido durante tanto tiempo. La bola subió, subió, hasta lo más ALTO, hasta el campo izquierdo por ARRIBA del chiquilín que jugaba en esa punta. Se llamaba Don Brubaker, y se quedó parado viendo volar la bola por arriba de su cabeza. Quería agarrarla para dejarme afuera. Pero nunca iba a poder. La bola cayó y rodó hasta la cancha donde estaban jugando los chiquilines de 5º grado. Yo corrí despacio hasta la primera base, le pegué a la almohada, miré al chiquilín de la primera base, corrí despacio hasta la segunda, la toqué, corrí hasta la tercera donde estaba David, lo ignoré, pasé la tercera y terminé dando la vuelta completa. Jamás había pasado eso. ¡Jamás se había visto a un chiquilín de primer grado dar la vuelta completa! Cuando llegué a la marca de salida pude oír que uno de los jugadores, Irving Bone, le decía al capitán del equipo, Stanley Greensberg:

-Vamos a ponerlo en el equipo titular. (El equipo titular jugaba contra equipos de otras escuelas.)

-No -contestó Stanley Greensberg.

Stanley tenía razón. Nunca volví a dar una vuelta completa después de batear. Le erraba la mayoría de las veces. Pero ellos nunca se iban a olvidar de aquel golpe y aunque me siguieran odiando, era un odio mejor, como si no supieran bien por qué me odiaban.

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