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Había peleas
continuamente. Las maestras ni siquiera parecían darse cuenta. Y siempre había
problemas cuando llovía. Cualquier niño que llevase un paraguas o un
impermeable era automáticamente marginado. La mayoría de nuestros padres eran
demasiado pobres para comprarnos esas cosas, y si llegábamos a tenerlas las escondíamos
entre los arbustos. Cualquiera que llevara un paraguas o un impermeable era
considerado un mariquita. Le daban palizas a la salida. La madre de David lo
obligaba a llevar paraguas apenas se nublaba.
En el recreo, los de
primer grado elegían los equipos en la cancha de béisbol. David y yo nos
colocábamos juntos. Siempre pasaba lo mismo. A mí me elegían penúltimo y a
David último, así que siempre jugábamos en diferentes equipos. David era peor
que yo, todavía. El ojo bizco no le permitía ver bien la pelota. Yo necesitaba
mucha práctica. Nunca había jugado con los chiquilines de mi barrio. No sabía
ni cómo agarrar ni cómo tirar una bola. Pero quería jugar, me gustaba. A David le
daba miedo la bola, pero a mí no. Yo manejaba el bate con fuerza, con más
fuerza que nadie, pero nunca podía pegarle a la pelota. Siempre le erraba. Una
vez logré tocarla y desviarla. Me sentí en la gloria. Cuando llegué a la
primera base, el chiquilín que estaba allí me dijo: “Era la única forma en la
que podías llegar hasta aquí”. Yo me quedé quieto mirándolo. Masticaba un
chicle y le salían unos pelos largos y negros por la nariz. Tenía el pelo
engrasado con vaselina. No paraba de reírse.
-¿Qué mirás? -me
preguntó.
Yo no sabía qué
contestarle. No estaba acostumbrado a conversar.
-Los chiquilines dicen
que estás loco -me dijo, pero a mí no me asustás. Algún día te voy a esperar a
la salida.
Yo lo seguía mirando.
Tenía una cara horrible. Entonces el pitcher tiró la pelota y yo corrí hasta la
segunda base. Corrí como un descosido y caí en la base resbalando. La pelota
llegó después. No pudieron dejarme afuera.
-¡Afuera! -gritó
el chiquilín que hacía de juez. Yo me paré, sin poder creerlo.
-¡Te dije que ESTÁS
AFUERA! -gritó el juez.
Entonces supe que no me
querían. No nos querían ni a mí ni a David. Los otros también me querían “afuera”
porque se suponía que yo estaba “afuera”. Sabían que David y yo éramos amigos.
Era por culpa suya que no me aceptaban a mí. Mientras salía de la cancha vi a
David jugando en la tercera base con sus pantaloncitos. Tenía las medias azules
y amarillas caídas hasta los pies. ¿Por qué me había elegido a mí? Me había
dejado marcado. Aquella tarde salí a toda velocidad y caminé solo hasta mi
casa. No quería ver a David aguantando las palizas de los compañeros o de la
madre. No quería escuchar su violín triste. Pero al otro día se me sentó al
lado mío durante el almuerzo, y le acepté unas papas fritas.
Hasta que llegó mi día.
Yo era alto y me sentía muy fuerte. No pensaba que fuera tan malo como ellos
querían que fuera. Y bateaba a lo loco, pero con fuerza. Sabía que era fuerte,
y posiblemente, como ellos decían, “un tarado”. Pero tenía la sensación de que
adentro mío había algo real. A lo mejor era nada más que mierda endurecida,
pero por lo menos era algo que ellos no tenían. Me tocó batear. “Es el REY DE
LAS CAGADAS! ¡EL SEÑOR QUE LE PEGA-AL-AIRE!”. Llegó la bola. Le pegué con toda
mi fuerza y pude conectar el bate como había querido durante tanto tiempo. La
bola subió, subió, hasta lo más ALTO, hasta el campo izquierdo por ARRIBA del
chiquilín que jugaba en esa punta. Se llamaba Don Brubaker, y se quedó parado
viendo volar la bola por arriba de su cabeza. Quería agarrarla para dejarme
afuera. Pero nunca iba a poder. La bola cayó y rodó hasta la cancha donde
estaban jugando los chiquilines de 5º grado. Yo corrí despacio hasta la primera
base, le pegué a la almohada, miré al chiquilín de la primera base, corrí
despacio hasta la segunda, la toqué, corrí hasta la tercera donde estaba David,
lo ignoré, pasé la tercera y terminé dando la vuelta completa. Jamás había
pasado eso. ¡Jamás se había visto a un chiquilín de primer grado dar la vuelta
completa! Cuando llegué a la marca de salida pude oír que uno de los jugadores,
Irving Bone, le decía al capitán del equipo, Stanley Greensberg:
-Vamos a ponerlo en el
equipo titular. (El equipo titular jugaba contra equipos de otras escuelas.)
-No -contestó Stanley
Greensberg.
Stanley tenía razón.
Nunca volví a dar una vuelta completa después de batear. Le erraba la mayoría
de las veces. Pero ellos nunca se iban a olvidar de aquel golpe y aunque me
siguieran odiando, era un odio mejor, como si no supieran bien por qué me
odiaban.
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