Capítulo VI
En la casa del Zorrino (3)
El Zorro se revolvió en
su asiento. Sin mirar a su primo para sacárselo más pronto de su atención, y
descubriendo hasta las rodillas en un manotazo al poncho, respondió sordamente:
-Eso es lo que hay que
pensar. Eso es lo único que hay que pensar. Si usted me deja que…
-Yo, qué querés, también
lo siento por ella -siguió como por una cuesta abajo el Zorrino inadvertido de
todo, reconfortándose ante la posibilidad de un desahogo. -A quién sabe cuántas
leguas a la redonda, no hay corazón como el suyo. ¡No, qué…! ¡Es el único
corazón en estos pagos! Toditos son indinos, falsos, o malos derecho, no más.
Pero ella tiene una cosa… Lo encanta a uno con su pasito menudo, con su dulzura
y sus buenos modales…
Don Juan interrumpió sin
pesar bajo el deseo colérico de parar en seco, con un sosegate como lonjazo al
que sin tregua seguirá:
-Te dice un “¡Buen día,
don” y vos ves que lo menos que con eso te dice es “¡Buen día!” Te ha de estar
diciendo: “Yo soy íntima amiga suya, don”; puede que te diga: “Pero mire, usté
está que no da más de cansado; sientesé y después, si quiere, siga su camino
por el mundo…”; te dirá, a lo mejor: “Venga, no sea así, dejesé de andar
peleando con los otros y quédese aquí en paz, pa siempre…” Lo que te aseguro,
Juan, es que no te dice sólo: “¡Buen día”, cuando te lo dice.
Don Juan se había erguido
a medias entre los cuernos del asiento y atendía con sorpresa.
-Vos venís -intentaba aclararse
el Zorrino también sorprendido de sus propias palabras, como si otro y no él,
de sopetón las pronunciara -vos venís y juntás el cariño de un padre y una
madre, en una suposición. Está bien. Bueno, después vas y agarrás más cariños,
todavía. De abuelos viejos, de hijos, de entenados… y de amigos también; sí,
hay que poner también al de los amigos. Aunque escaseen tanto, hay que ponerlos
porque los que hay no tienen culpa de los que no hay. Está bien. Después
redondeás bien el montón y sentirás que te viene como una claridá desde el
fondo. ¿Y qué es eso, compañero, eh, digamé?
Se había puesto radiante
el Zorrino, porque su disquisición por entre sombras lo había llevado, en
efecto, a una gran claridad de su pensamiento. Y, sobre todo, porque advirtió
la atención de Don Juan.
-Eso es lo que te das
cuenta que te brota cuando la Mulita viene acercándose por tu camino. Y eso es
lo que sentís cuando se te pierde sin remedio, cuando ella pasa al lado tuyo y
sigue, no más, su tranquito…
Aunque empezó a advertir
que tanta luz le había deslumbrado para ponerlo otra vez a oscuras, fue ufano a
echarse atrás buscando apoyo en el travesaño de la coja mesa, el Zorrino. Y sin
tocarla se empinó más pronto que ligero hacia adelante. Pero la diligente
imagen del reciente desparramo, una vez cumplida su misión de prevenir sobre la
catástrofe que podría repetirse, se retiró y volvió a su sitio tras el
horizonte de la conciencia en que estaba de facción. Por lo cual, algo en el
interior del Zorrino púsose confiadamente en movimiento en busca del hilo del
discurso zafado en la interrupción. Y mientras la voluntad del Zorrino trotaba
empeñosa por su propia mente de nuevo en cerrazón, buscando el claro que le
permitiera abrirse paso, Don Juan, otra vez desatento, se comenzaba con lenta cautela
el planteo de la manera de escurrir por ahora el bulto a la autoridad sin
agravar más las cosas, a fin de no dejar en tan tremendo desamparo a la joven
Mulita.
Don Juan era más que
inteligente. Y le sobraban recursos para despejar sus propios problemas. Si su
plan se tejía y destejía, era porque la suerte de la Mulita se había ceñido a
su destino como boleadoras diestramente dirigidas. Y esto lo trababa en un
deseo y en su hábito de hacer frente a la adversidad y abrirse a punta de daga.
Había que luchar contra
enemigos poderosos pero no para salvar el cuerpo sino para resistir en el pago.
Para peor, por su parte,
en sus meditaciones, el Zorrino no se estaba quieto con esa su maldita
insistencia en tocarlo por todos lados buscando abrir conversación…
-No, llevar a la Mulita
con nosotros es una locura -rectificaba Don Juan. -Aquella no es vida para ella
ni nosotros podríamos…
Sereno estaba como
siempre que la circunstancia era difícil. Firme y fino como hilo de acero
tendido entre dos ñandubays. Pero no hallaba asidero. Es que, todavía más, la
Mulita y su destino iban como soliviantándose. Y, al alzarse, centraban más
tiempo y ensanchaban los límites del pago hasta exponer, como atadas a este,
cosas que jamás había visto.
Mientras, igual a quien
talerea para hacerse presente a sí mismo, como quien silba en la noche, a campo
traviesa, rozando chilcas y cardales, como quien se compone el pecho impulsado
a cantar pero sin saber por qué, el Zorrino decía, nostálgico:
-¡Pero mire que es lindo
conversar! Y pensar que casi nunca se conversa… Porque cuando uno se junta con
otro y conversa casi nunca conversa; lo que hace es conversar, no más. Y pa eso
no vale la pena juntarse, ¿noverdá?, si no es pa conversar…
Y se encogió de hombros,
súbitamente despectivo al beber otro trago de caña. Pero aflojó los brazos, en
seguida, y se entregó otra vez al insistente ansiar de sus tan indefinibles
sueños. Sin embargo, en la mente no le había ya nada más que el sueño pelado.
Todo el tiempo en que sorbió tres mates, el Zorrino campeó en sus adentros. Se
transparentaba que el resultado era nulo. La atmósfera aquella de hacía un
momento, tan reconfortante, habíase hecho nubes y estaba ahora por allá arriba,
distantísima, en copos y manchas grandes.
Ya empezaba a irritarse
otra vez cuando se contuvo porque la desazón dio sobre una picadita, al fin,
que era lo que buscaba; aunque, a decir verdad, a donde ella frentaba ya no
quería ir a dar del todo, en ese instante, el Zorrino.
Sin embargo, dejó hacer a
su destino y entró a conversar; entró a conversar como taloneando sin brío.
-A vos ella te admira,
Juan. Se ve que vos sos mucho pa ella. Pero a mí… a mí ni caso me hace.
-Dé vuelta ese mate. Y no
diga eso, compañero. ¿Cómo no lo va a querer a usté?
-No, si yo sé. Es que,
por más que quiero, no soy simpático. Vos sí encantás a todos, como ella, y por
eso te odian, por eso, porque los encantás y sienten que su fea maldá les choca
adentro. ¿no ves yo? ¡Ni enemigos tengo! ¡Ah la vida, la vida!
-La vida es fiera -musitó
Don Juan como quien, saliendo de un sueño fuera sumergido lentamente y de pie
en una laguna helada.
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